martes, 27 de noviembre de 2012

Con la cabeza en alto, porque viene la liberación / Primer Domingo de Adviento – Ciclo C – Lc 21, 25-28.34-36 / 02.12.12


25 Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, los pueblos serán presa de la angustia ante el rugido del mar y la violencia de las olas. 26 Los hombres desfallecerán de miedo por lo que sobrevendrá al mundo, porque los astros se conmoverán. 27 Entonces se verá al Hijo del hombre venir sobre una nube, lleno de poder y de gloria.28 Cuando comience a suceder esto, tengan ánimo y levanten la cabeza, porque está por llegarles la liberación.34 Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, para que ese día no caiga de improviso sobre ustedes 35 como una trampa, porque sobrevendrá a todos los hombres en toda la tierra.36 Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante el Hijo del hombre.

Pistas de exégesis (qué dice el texto)
Existe un pequeño apocalipsis sinóptico en los Evangelios, o sea, un discurso escatológico sobre el final de los tiempos que comparten Marcos, Mateo y Lucas. Mc en el capítulo 13 de su libro, Mateo en el capítulo 24 y Lucas en el 21.
Lucas no pone en boca de Jesús un discurso puro sobre el fin definitivo de los tiempos, sino que añade referencias a un suceso reciente para la época en la que escribe, como lo es la caída de Jerusalén en el año 70 d.C., lo cual determinó la destrucción del Templo. Es Lucas el único que transmite la imagen de la ciudad rodeada por ejércitos (cf. Lc 21, 20) y, posteriormente, una deportación de sus habitantes y el pisoteo por los gentiles que ingresan a Jerusalén (cf. Lc 21, 24). Este pisoteo gentil es una referencia al ejército romano que arrasó con la ciudad y profanó el Templo destruyéndolo.

En el Antiguo Testamento, la intervención definitiva de Yahvé en la historia está acompañada de una tierra que se bambolea (cf. Is 24, 19-20) por ejemplo, de una oscuridad provocada por los astros que se ensombrecen (cf. Am 5, 18; 8, 9; Is 13, 10; Jo 2, 2; Ez 32, 7) y hasta de una luna ensangrentada (Jo 3, 4). Todos signos cataclísmicos que remiten a la importancia capital de la resolución que se está llevando adelante en el universo.

La literatura apocalíptica se vale de simbologías para expresar su mensaje. En el Antiguo Testamento podemos encontrar, dentro de las descripciones del día del Señor, imágenes compatibles con estos astros y este mar que parecen estar fuera de sí. El día del Señor es una figura típica de la apocalíptica judía, y es el título para designar el momento de la intervención definitiva de Yahvé en la historia para darle su resolución; es el tiempo en que Yahvé viene al ser humano de una manera contundente, inapelable, y con la realización poderosa de su proyecto.
Para la escatología judía clásica y ortodoxa, ese proyecto consistía en la derrota de los enemigos de Israel con la consiguiente exaltación del pueblo elegido desde siempre y el peregrinaje de todas las naciones gentiles hacia el monte Sión, hacia el Templo, reconociendo al verdadero Dios que ha hecho maravillas.

La figura del Hijo del Hombre relacionada a lo escatológico ha sido desarrollada primeramente por el profeta Daniel, quien expresa que en su visión nocturna ha visto cómo venía un Hijo de Hombre sobre las nubes (cf. Dn 7, 13), que fue presentado ante un anciano y “le dieron poder, honor y reino y todos los pueblos, naciones y lenguas le servían” (Dn 7, 14a). Aún más, este poder y este reino que recibe son eternos, nunca pasarán (cf. Dn 7, 14b). Se trata, por lo tanto, de un personaje que viene a resolver la historia, puesto que con él se inaugura lo definitivo, lo que nunca acabará. El Hijo del Hombre de este pasaje de Lucas debe leerse con Daniel de trasfondo para entenderlo en su perspectiva escatológica.

En toda la obra de Lucas, que incluye el Evangelio y Hechos de los Apóstoles, la nube tiene tres apariciones importantes. La primera es en la transfiguración (cf. Lc 9, 28-36), la segunda en este discurso apocalíptico, y la tercera en la ascensión (cf. Hch 1, 9). Si nos remontamos al Antiguo Testamento, la nube se manifiesta constantemente como presencia de lo divino, e inclusive como única señal de Dios (cf. Ez 1, 4). En el libro del Éxodo, “Yahvé marchaba delante de ellos: de día en columna de nube, para guiarlos por el camino” (Ex 13, 21a), y cuando Moisés ingresaba en la Tienda del Encuentro, bajaba la columna de nube y Dios hablaba con él (cf. Ex 33, 9). El pueblo reconocía en la nube a Dios mismo, y por eso se prosternaba ante ella (cf. Ex 33, 10). Entonces, las referencias lucanas a la nube son referencias a lo divino que se hace manifiesto.

La liberación que está por llegar, el autor la explica con la palabra griega apolutrosis. El vocablo es muy raro en la literatura griega extra-bíblica, pero en el Nuevo Testamento se carga de significado. Para Efesios y Colosenses, casi con idéntica expresión, se asegura que la sangre de Jesús trae la liberación (la apolutrosis), que es el perdón de los pecados (cf. Ef 1, 7; Col 1, 14). Heb 9, 15 también se hace eco de la asociación directa entre muerte de Jesús y liberación. El Hijo del Hombre no libera por otra vía que no sea la de la entrega. Él es nuestro liberador porque ha pagado un precio altísimo: el de su propia vida (cf. 1Cor 6, 20; 1Cor 7, 23). Por eso la invitación, a pesar del cataclismo, es a levantar la cabeza, a estar de pie con orgullo y sin temor, porque el cataclismo es el dolor de parto de la nueva vida, es el proceso complicado y doloroso que inevitablemente se debe atravesar para el cambio de la historia.

Pistas hermenéuticas (qué nos puede decir hoy)
Desde los principios de la celebración del tiempo de adviento, cuando la Iglesia consideró oportuno dedicar unos días previos a la navidad para meditar la venida del Cristo, la meditación se realizó siempre en un doble sentido: Dios que se inserta en la historia con la encarnación y Dios que resuelve la historia escatológicamente. De una u otra manera, la historia humana es la constante en ambas aristas.
La celebración de adviento, por lo tanto, es una fiesta prolongada del Dios cercano; el que crea y se compromete con su Creación, el que acompaña, el que se hace carne, el que no deja la existencia humana librada al azar. Adviento es una doble espera que resulta ser la misma espera, puesto que no importa tanto qué esperamos como a quién esperamos. Adviento nos sitúa ante dos originalidades del cristianismo: la primera es el Dios hecho carne, el Dios que asume la naturaleza humana con todo lo bello que posee y todo lo doloroso, inclusive la muerte; la segunda originalidad es la historia que se consuma, porque es lineal en el pensamiento hebreo, no como ciertas concepciones orientales sobre la historia circular, que gira sobre sí misma y se repite en ciclos de re-encarnaciones.

El final de los tiempos no se resume en catástrofes del destino o del mal azar; el final de los tiempos se resume en Dios, Él es la verdadera esencia de lo escatológico, no las señales. Por eso está trillada la frase de que adviento es la espera de Alguien, no de algo. Todo alrededor son señales, pero lo que importa es la Persona, importa Jesús, importa Dios. El final de las cosas no tiene que ser un motivo de temor por la inevitable caída del cosmos, sino motivo de gozo porque vamos a encontrarnos cara a cara con Dios. En resumen, el universo es la búsqueda de ese encuentro profundo, hacia donde caminamos, para hacernos plenos. Y en el encuentro no se produce el final, sino el principio de una plenitud.

Para mantenerse en pie frente al Hijo del Hombre cuando venga en su nube es necesario asumir su causa de liberación por la misma vía que Él la ha asumido: la entrega de la vida. Los lectores y oyentes contemporáneos de Lucas conocen lo que fue la ruina de Jerusalén a manos romanas, saben la historia reciente del avasallamiento de un ejército sobre una ciudad y conocen el poder del Imperio. Parece evidente que las armas tienen la palabra final; ellas destruyen o liberan. El Hijo del Hombre, sin embargo, sólo viene a liberar, y lo hace derramando su sangre. En una visión a contramano de la lógica histórica, Jesús pretende derrotar a las armas sin armas, vencer la violencia sin violencia. Es una idea imposible. Pero es la vía que Dios elige, y la que nos invita a elegir. Quien permanece en esa convicción a pesar de todo, a pesar de los fracasos, a pesar de los desprecios, a pesar de la segregación, está caminando el camino del Maestro. Y esa perseverancia trae la liberación.

La entrega de la existencia personal por los considerados últimos del sistema es permanecer en vela, es estar atentos al clamor del sufriente. Así debería encontrarnos el final definitivo de la historia: trabajando por una historia más equitativa. Así debería hallarnos la resolución de todo: intentando resolver las injusticias. ¿Cómo vamos a explicarle al Hijo del Hombre nuestra esperanza, nuestra fe, si la vivíamos en oposición a la manera en que Él la vivió? ¿Cómo vamos a sostenernos erguidos cuando los hermanos y hermanas de la tierra son doblegados y parecen estar más abajo que nosotros? Sólo puede estar de pie aquel que se ha arrodillado con los pequeños y se ha acostado con los postrados.

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