martes, 4 de diciembre de 2012

Yo quiero una Iglesia para hoy, no para ayer / Segundo Domingo de Adviento – Ciclo C – Lc 3, 1-6 / 09.12.12


1 El año decimoquinto del reinado del emperador Tiberio, cuando Poncio Pilato gobernaba la Judea, siendo Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Felipe tetrarca de Iturea y Traconítide, y Lisanias tetrarca de Abilene, 2 bajo el pontificado de Anás y Caifás, Dios dirigió su palabra a Juan, hijo de Zacarías, que estaba en el desierto.3 Este comenzó entonces a recorrer toda la región del río Jordán, anunciando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados, 4 como está escrito en el libro del profeta Isaías: “Una voz grita en desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos. 5 Los valles serán rellenados, las montañas y las colinas serán aplanadas. Serán enderezados los senderos sinuosos y nivelados los caminos desparejos. 6 Entonces, todos los hombres verán la salvación de Dios”.


Pistas de exégesis (qué dice el texto)
Así como en Lc 1, 5 es nombrado Herodes y en Lc 2, 1-2 son mencionados el César Augusto y Cirino para delimitar las coordenadas históricas de los acontecimientos, el comienzo del capítulo 3 de Lucas, solemnemente, establece el panorama de los poderosos al comienzo del ministerio de Juan el Bautista:
Tiberio César: fue el sucesor del Emperador Augusto entre los años 14 d.C. y 37 d.C., pero su reinado comenzó, aunque no oficialmente, unos años antes, cuando comenzó a compartir el poder con Augusto. La variante más aceptada hoy por los historiadores considera que la coordenada de Lc 3, 1 podía situarse entre los años 27 d.C. y 29 d.C.; entre estos años comenzaría la historia pública de Jesús de Nazaret.
Poncio Pilato: fue procurador (gobernador) de la provincia romana de Judea entre los años 26 y 36 d.C. Los historiadores como Filón y Flavio Josefo hablan negativamente sobre él cuando lo describen. Aparentemente, se trataba de un anti-semita cruel que, en varias oportunidades, se enfrentó a los dirigentes judíos y, según Lucas, habría asesinado un grupo de galileos durante el tiempo de alguna fiesta israelita importante (cf. Lc 13, 1).
Herodes: se trata de Herodes Antipas, hijo de Herodes el Grande. Fue tetrarca de Galilea entre los años 4 a.C. y el 39 d.C. Según Lucas, será quien aprenda al Bautista y lo mate (cf. Lc 3, 19-20; Lc 9, 9), y tendrá una participación casi cómica en el juicio a Jesús (cf. Lc 23, 7-12).
Filipo: estuvo en el poder, gobernando Iturea y Traconítida entre los años 4 a.C. y el 33/34 d.C. Lucas no lo volverá a mencionar en su libro.
Lisanias: aquí hallamos un dato histórico no comprobable actualmente. No se puede identificar a ciencia cierta a este personaje. Lo más contemporáneo sería Lisanias de Abilene, supuesto tetrarca de una región al noroeste de Damasco. También existió un tal Lisanias I, rey de los Itureos, bajo el gobierno de Antonio y Cleopatra, entre el año 40 y el 36 a.C., por lo tanto, fuera de contexto en estas coordenadas lucanas.
Anás y Caifás: Anás era el suegro de Caifás. Fue sumo sacerdote judío entre los años 6-15 d.C., pero sus contactos políticos eran tan importantes, que logró perpetuarse en el poder a través del pontificado de cinco de sus hijos y de su yerno Caifás, quien pontificó entre el 18 y el 36 d.C. Pero más allá de quien se sucediera en el cargo, el que verdaderamente tomaba las decisiones y manejaba la situación era Anás, y sus familiares (hijos y yerno) le obedecían. Él era el verdadero jefe de Israel.

La fórmula utilizada por Lucas para describir el inicio del ministerio del Bautista es típica del Antiguo Testamento. Este recurso de tomar esquemas literarios de las Escrituras hebreas para relatar los acontecimientos cristianos es utilizado frecuentemente por el autor. Así, por ejemplo, las anunciaciones a Zacarías (cf. Lc 1, 11-20) y a María (cf. Lc 1, 26-38) llevan la marca, por ejemplo, de la anunciación de Jc 13, 3-21 sobre Sansón; y el cántico de María, el Magnificat (cf. Lc 1, 46-55), se asemeja al cántico de Ana de 1Sam 2, 1-10. En el pasaje que leemos hoy, la imagen de la Palabra divina que viene sobre alguien es clásica de los profetas. A Jeremías “fue dirigida la palabra de Yahvé en tiempo de Josías, hijo de Amón, rey de Judá, el año trece de su reinado” (Jer 1, 2); a Zacarías, “el octavo mes del año segundo de Darío dirigió Yahvé la palabra” (Zac 1, 1); y Miqueas recibió la “Palabra de Yahvé […] en tiempos de Jotán, Ajaz y Ezequías, reyes de Judá” (Miq 1, 1).

La similitud literaria entre la presentación que hace Lucas de Juan y la introducción de varios libros proféticos, es una señal evidente de que el Bautista es presentado como un profeta al estilo del Antiguo Testamento. Según Jesús, en el desierto se había presentado un profeta e, inclusive, uno mayor que los profetas (cf. Lc 7, 26), pues éste es el que concluye el Antiguo Testamento para dar paso al Nuevo, es el que asume el acervo profético de Israel para leer el presente en clave de futuro con esperanza, y por eso, futuro novedoso, futuro de Mesías. La Ley y los profetas llegan hasta Juan” (Lc 16, 16a), recalca Jesús, posicionando al Bautista en un tiempo que ha pasado, en el contexto de la Antigua Alianza, pero a partir de allí se comienza a anunciar la Buena Noticia del Reino (cf. Lc 16, 16b), en un tiempo nuevo, diferente, aunque enlazado al ministerio joánico.

La cita de Isaías que toma Lucas es Is 40, 3-5. En los Evangelios sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas), es una constante la relación referencial entre esta cita de Isaías y la aparición pública del Bautista. Mc 1, 3 y Mt 3, 3 toman solamente el versículo 3 del capítulo 40 de Isaías, pero Lucas expande esa cita hasta incluir el aspecto universalista del versículo 5a: “Se revelará la gloria de Yahvé, y toda criatura a una la verá”. El contexto original de este texto isaiano es el exilio israelita en Babilonia. Por lo tanto, la cita de los sinópticos pertenece a la sección que invita a salir confiados de Babilonia, y esta salida es interpretada como un nuevo éxodo, por eso se habla del desierto. En un principio, el éxodo es cruzar el desierto para abandonar Egipto y llegar a la tierra prometida; ahora se trata de cruzarlo para abandonar el cautiverio babilónico y volver a la tierra antes perdida. Es el grito de esperanza por la liberación.

Pistas hermenéuticas (qué nos puede decir hoy)
Tiberio es el gran Emperador, el todopoderoso; Pilato es la voz del Imperio en la región de Judea; Herodes es la decisión política del día a día; Anás y Caifás son los grandes directores de la orquesta religiosa. Pero la Palabra de Dios no elige los palacios, no penetra el Templo, sino que se dirige a un hombre que vive en el desierto (cf. Lc 1, 80), una especie de inadaptado social, un radical de espiritualidad dudosa, un pobre hijo de una familia sacerdotal rural (cf. Lc 1, 5). Ante la magnificencia de los poderes, los títulos y los nobiliarios, la historia de la salvación se traslada al desierto, se hace exclamación profética.
Si podemos decir que con Lucas estamos ante la presentación de un Cristo de los pequeños, podemos decir que lógicamente la Palabra se dirige a los pequeños de la sociedad, a los insignificantes, y desprecia a los poderosos. Esta es casi una constante que intenta demostrar Lucas, y una constante de la historia de la salvación. En los poderes del mundo no hay revelación auténtica del ser de Dios, porque Dios es de los pequeños, habita en lo pequeño y se revela desde lo pequeño. Su paradoja de poder se sigue hallando en donde menos lo imaginamos, o donde menos acusamos ver. Esperamos las revelaciones de los grandes teólogos con credenciales académicas, las directrices pastorales del mundo cristiano europeo, la mejor vida para los pobres desde los gobiernos populistas latinoamericanos; pero todos esos espacios son espacios de poder, como lo fue el Emperador Romano, como lo fueron las procuradorías y las tetrarquías, como lo fue el Templo de Jerusalén. Y la Palabra de Dios sigue hablando por otros lados.

La Iglesia necesita re-conocer sus coordenadas históricas. Cuando las ignora, se vuelve anacrónica, y uno llega a sentir que está fuera de lugar. Se determinan liturgias ininteligibles, se publican documentos que responden a cuestionamientos del siglo pasado, o se programan pastorales que no abarcan a nadie. Si queremos una Iglesia en diálogo con el mundo, tenemos, necesariamente, que mirar al mundo, ubicarnos cronológicamente, saber quién gobierna y bajo qué matiz gobierna, quiénes están al poder y cómo han llegado allí, dónde se centraliza la vida religiosa y por qué está centralizada allí. Sin ese conocimiento de la realidad, no proyectamos un Evangelio para la realidad, sino para nuestras ideas sobre la realidad, y la gente real, el ser humano de carne y hueso, palpable y vecino, se queda desorientado frente a comunidades que se dicen tener una respuesta al mundo (el Evangelio) y esa respuesta termina sin responder nada.

Perder tiempo en conocer la realidad es ganar el tiempo en saber hacia dónde necesitan caminar los seres humanos, de dónde hay que salir, de qué esclavitud es preciso liberarse. El tiempo de adviento es una preparación para celebrar la encarnación, y si queremos ser Iglesia profética no podemos evitar la encarnación. Hay que tomar las esperanzas de los pueblos en nuestras manos, embarrarse en el polvo de los acontecimientos. Hay que perder el tiempo en esas coordenadas históricas que nos rodean, no para limitarnos en ellas, sino para expandirnos con los pies bien asentados. Sólo es capaz de mirar el futuro aquel que se descubre en su presente con conciencia. Ser profeta es proyectarse, pero tomando la mano de los cautivos que necesitan salir.

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