martes, 13 de noviembre de 2012

El hermano mayor nos viene a buscar / Trigesimotercero Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo B – Mc. 13, 24-32 / 18.11.12


24 En ese tiempo, después de esta tribulación, el sol se oscurecerá, la luna dejará de brillar, 25 las estrellas caerán del cielo y los astros se conmoverán. 26 Y se verá al Hijo del hombre venir sobre las nubes, lleno de poder y de gloria. 27 Y él enviará a los ángeles para que congreguen a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales, de un extremo al otro del horizonte.28 Aprendan esta comparación, tomada de la higuera: cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano. 29 Así también, cuando vean que suceden todas estas cosas, sepan que el fin está cerca, a la puerta.30 Les aseguro que no pasará esta generación, sin que suceda todo esto. 31 El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. 32 En cuanto a ese día y a la hora, nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, nadie sino el Padre. (Mc. 13, 24-32)

24
Ese tiempo al que se refiere el discurso escatológico que estamos leyendo es el tiempo del Día del Señor de la tradición profética, el Día del Juicio mencionado en el Antiguo Testamento, la consumación de la historia humana tal como la conocemos. La denominación de día, obviamente, no es una referencia temporal exacta, sino una imagen para describir un momento en el que sucede el cataclismo universal. En general, todas las literaturas apocalípticas tienen un componente cataclísmico que sacude los cielos y la tierra en una aparente destrucción. En lo concreto, la destrucción existe, pero es aparente porque no se continúa de un final desolador, sino de una reconstrucción a manos de Yahvé. Lo apocalíptico cristiano es una esperanza, no una profecía de desventura.
Los elementos simbólicos que Marcos incluye aquí y que develan el cataclismo parecen estar muy inspirados en el trasfondo de Is 13, 10: “Porque los astros del cielo y sus constelaciones no irradiarán más su luz; el sol se oscurecerá al salir y la luna dejará de brillar”. Debemos recordar que Gn 1, 14-19, relatando la Creación en siete días, describe cómo se imponen el sol y la luna para presidir el día y la noche, por lo tanto, para marcar los tiempos de la historia; más precisamente, la historia litúrgica (los días, los años y las fiestas a celebrar). El sol oscurecido y la luna que no brilla son la señal de que el tiempo ha cambiado, inclusive que el tiempo fijado en la Creación desaparece. Ya no se puede medir el tiempo (no hay sol y no hay luna presidiendo) porque comienza el tiempo sin medición, el tiempo de eternidad que es tiempo de Dios. Va a suceder una recreación divina que, desde la primera Creación, se proyecta hasta su plenitud. La dialéctica de la muerte-vida es muy patente en esta escatología. Un mundo está muriendo, con su sol y su luna perdiendo sus funciones, pero un mundo nuevo se abre paso, con la potencia de la vida de Dios.
Y no es menor el dato de que los astros que servían para la liturgia ya no estarán, por lo tanto, la liturgia será reformada. La religión es distinta en el nuevo mundo que viene de Yahvé; necesariamente debe ser distinta porque, como veremos en el descenso del Hijo del Hombre, las mediaciones parecen desvanecerse. La mediación religiosa necesaria en este mundo para utilizar su simbología a través de los sentidos desaparece cuando todo es tan evidente, tan puesto frente a los ojos.

25
Continuando con las imágenes apocalípticas tomadas de la tradición veterotestamentaria podemos citar: Jer 4, 23-24; Ez 32, 7; Jo 2, 10.31; 3, 15. La conmoción es cósmica, afecta al universo entero. Esto da cuenta de la grandeza del Día del Señor, y de cómo toda la Creación se ve afectada por esta resolución de la historia. Esta visión eleva el Día del Señor a una categoría de no-manipulable. Si fuese sólo un proceso intra-histórico que dependiese en absoluto de la humanidad, ni los astros ni las estrellas se verían afectadas; sólo la organización socio-político-económica. Pero aquí se habla de algo que no es únicamente intra-histórico, sino supra-histórico. El cambio no es de una humanidad que ha logrado su plenitud por sus propios medios. Hay un cambio rotundo de toda la Creación que, obviamente, sólo puede ser orquestado por su Creador.
El ser humano no puede manipular la consumación de la historia. Esta es una verdad muy fuerte de Mc 13. Se reforzará más adelante cuando Jesús afirme que ni siquiera el Hijo conoce el día fijado por el Padre. La capacidad de la gracia podría causarnos temor. La gracia está, pero parece que un día, en un momento preciso, irrumpirá con un descaro inabarcable y nos dejará mirando desorientados. Por supuesto, la intención de Mc 13 es que el discípulo esté atento a la gracia y no quede desorientado.
Lo importante, teológicamente hablando, es cómo afecta esta consumación no manipulable a nuestras visiones de concreción histórica del proyecto del Reino de Dios. ¿Para qué trabajar por los valores del Reino? ¿Para qué pensar hacia delante, hacia un futuro en Dios mientras estamos en la tierra? ¿No conviene esperar la resolución que, de todas maneras, proviene de lo alto? ¿No es un juego cruel de la divinidad intentar guiarnos hacia una praxis del Reino cuando sabemos que esa praxis no cambiará la historia? Si bien estas preguntas son válidas, están formuladas desde el lado equivocado del planteo. Si nos ubicamos a priori del Reino, por supuesto que es una decepción, pues no estaríamos construyendo Reino, ni llevando la historia a ningún lado, sino sobreviviendo. Si nos colocamos a posteriori del Reino, o sea, entendiendo que el Reino nos precede, es también nuestro presente y es nuestro futuro, la postura no se basa en lo que podemos conseguir con nuestras buenas obras, sino en actuar en consecuencia de los principios que nos inspira Jesús. No luchamos por el Reino para que la escatología se concrete (lo escatológico sucederá, nos guste o no, trabajemos o no trabajemos por el Reino); luchamos por el Reino porque creemos en el Reino, porque nos movilizan sus principios, porque nos suma dignidad, porque habiendo conocido la gracia de Dios no podemos actuar de otra forma, y si lo hiciéramos, lo haríamos adrede con pleno conocimiento del error que cometemos. No estamos antes del Reino y lo hacemos venir; el Reino nos precede y nos hace ser.

26
En medio del cataclismo cósmico, el Hijo del Hombre viene sobre nubes. Desciende, aparentemente, del cielo, con poder y gloria, o sea, fácilmente reconocible para cualquiera como una figura central en el plano universal. Es evidente y elocuente en su entrada. No conocemos los detalles, pero la idea del poder y la gloria caracterizándolo nos hacen pensar en que se está usando prestada la imagen de los reyes que vuelven de las batallas, o de aquellos que entran a tomar posesión del trono. Hay tanta parafernalia a su alrededor que nadie duda de que se trata del rey, aunque no se le conozca la cara de antemano. De la misma manera, este descenso del Hijo del Hombre no deja dudas.
Ahora bien, ¿quién es esta figura? ¿Es un título que debe aplicarse individualmente? ¿Es una imagen metafórica más dentro del discurso apocalíptico? ¿Es el mismo Hijo del Hombre mencionado en otras oportunidades en el Evangelio? ¿Es Jesús? ¿Es un segundo agente mesiánico que viene que consumar la historia, distinto del primer agente mesiánico que sería Jesús?
Para algunos estudiosos, Jesús se llama así mismo Hijo del Hombre en el sentido llano de la expresión literaria original, traduciendo el hebreo ben adam o el arameo bar-násá; unos giros lingüísticos semitas que, semánticamente, significan un hombre, o sea, alguien de la especie humana. Decir hijo del hombre es decir hombre, pero con un artificio literario, haciendo un circunloquio. Pero otros exegetas creen que Hijo del Hombre es una alusión a la figura presentada en el libro de Daniel del Antiguo Testamento, en su capítulo 7, donde en una visión aparece “sobre las nubes del cielo como un Hijo de hombre” (Dn 7, 13), quien recibe el dominio, la gloria y el reino, y es servido por todos los pueblos, naciones y lenguas, “su dominio es un dominio eterno que no pasará, y su reino no será destruido” (Dan 7, 14b). La hipótesis sobre la inspiración en Daniel tiene fuerza porque el profeta habla de las nubes, del poder y de la gloria como en este pasaje, y porque Daniel tiene un fuerte lenguaje apocalíptico que encaja en el estilo literario del capítulo 13 de Marcos. En segundo plano, no es tan fácil decir que este Hijo del Hombre es Jesús en primera persona. A través de nuestra lectura bíblica ya enmarcada dentro de una interpretación lo afirmamos casi sin pensar, pero el texto es más rebuscado al respecto. Repasando los distintos pasajes de Marcos donde se habla del Hijo del Hombre, como haremos ahora, estaremos un paso más cerca para pensar en Jesús como ese ser. Rápidamente, sin especificar demasiado, podemos distinguir dos circunstancias:
a) Las tribulaciones por las que debe pasar el Hijo del Hombre: es el que dará su vida para rescatar a una multitud (cf. Mc 10, 45), es el que será condenado al sufrimiento y a la muerte violenta (cf. Mc 8, 31; Mc 9, 12.31; Mc 10, 33), es el entregado (cf. Mc 14, 21.41).
b) La glorificación que le sucederá o la gloria divina presente: el Hijo del Hombre es el que puede perdonar los pecados en la tierra (cf. Mc 2, 10), es el Señor del sábado (cf. Mc 2, 28), es el que resucitará de entre los muertos (cf. Mc 9, 9), será quien vendrá desde el cielo lleno de gloria (cf. Mc 8, 38; Mc 13, 26; Mc 14, 62).
En el macro-contexto de la historia que narra el Evangelio, todas estas situaciones pueden atribuirse a Jesús, y a una auto-referencia: Jesús muere violentamente y sufriendo, es un entregado y un dador de vida, perdona los pecados y tiene libertad frente al sábado. La doble vertiente (sufriente y gloriosa) del Hijo del Hombre, el oyente/lector de Marcos puede aplicarla a Jesús. La misma figura del Hijo del Hombre está teñida y marcada por la dinámica muerte-vida que es clave hermenéutica de todo el libro. El sufrimiento-muerte es parte constituyente del Hijo del Hombre como la glorificación-vida. Jesús es Hijo del Hombre como miembro de la familia humana, sometido a los mismos embates de la dura existencia que nosotros, maltratado como miles, asesinado injustamente como sucede a diario con otros tantos. Y al mismo tiempo es Hijo de Hombre que desciende en las nubes con gloria, como plenitud humana que se plenifica en su filiación divina. Jesús es todo eso; no una cosa o la otra; sino todo.

27
El Hijo del Hombre glorioso envía a los ángeles (sus servidores) a recoger a todos los elegidos. Los elegidos son, por supuesto, los hermanos del Hijo del Hombre. Ha venido a buscar a sus hermanos, a congregarlos en la gigantesca familia de los hijos de Dios. Es la reunión final, definitiva, escatológica. Es la reunión con la que soñaron los patriarcas, los profetas y la Creación misma. La reunión que pone fin a la dispersión. Porque el texto asume que hay dispersión. Esta imagen es típicamente extraída del judaísmo para aplicarla aquí al cristianismo. Dt 30, 3b-4 había prometido: “Él te volverá a reunir de entre todos los pueblos por donde te había dispersado. Aunque tus desterrados se encuentren en los confines del cielo, de allí el Señor, tu Dios, te volverá a reunir, de allí te tomará”, y Zac 2, 10 confirma que los israelitas están dispersos hacia los cuatro vientos del cielo, o sea, por todo el mundo, en todas las direcciones, hacia los cuatro puntos cardinales. Ahora ya no se trata sólo de los israelitas, sino de los elegidos, en general, en una perspectiva más abierta y universal, abarcada por el cristianismo. Los hijos de los hombres e hijos de Dios están en los distintos confines de la tierra, y el Hijo del Hombre, su hermano mayor y primogénito, viene a reunirlos para que ya no se separen nunca más.
La idea de la universalidad viene dada por dos expresiones: cuatro vientos (esta expresión designa el origen de los cuatro puntos cardinales, y es en la numerología hebrea, el símbolo de la totalidad geográfica) y extremos de la tierra y el cielo (según la traducción más fiel, aunque en algunas versiones en español se lee extremos del horizonte, sin dejar en evidencia el recurso literario utilizado que es el merizmo, que consiste en designar el todo por sus extremos, o sea, la totalidad de lo creado es designado por el extremo de la tierra y el extremo del cielo). Esta idea universal revela que la acción del Hijo del Hombre es una acción universal, que lo afecta todo, y de la que nadie queda exento. El concepto de los elegidos va más allá de la clásica interpretación sobre unos pocos que se separan del resto; estos son elegidos por Dios, no por nosotros; la puerta queda abierta.

28
El signo de la higuera, mencionado en Mc 11, 12-14.20-21, es ahora retomado con una interpretación completamente nueva. Aquella higuera seca que no había dado frutos enseñaba en qué podía caer la persona o el pueblo que no da frutos: se seca. Ahora tenemos una higuera primaveral con hojas llamativas que anuncian la proximidad del verano. Ahora la higuera es un signo de esperanza, de algo bueno que viene. La higuera en Palestina perdía todo su follaje en invierno, y en primavera recuperaba los brotes. Representaba el ciclo de muerte-vida típico.
La vida se anuncia de antemano, da unos pequeños brotes que nos hacen saber que se viene lo bueno. La higuera brota sus hojas y sus ramas se hacen flexibles, entonces el que la ve sabe que vendrá el verano inexorablemente. Lo escatológico se presenta como algo bueno, esperable, esperanzador, no como una amenaza.

29
Lo escatológico, asegura Jesús, sucede similar a la higuera: hay unas señales que lo van anunciando hasta que se realiza. Los buenos observadores, los que conocen la Buena Noticia, no tienen problemas en reconocer que se acerca un final. Es una advertencia apocalíptica típica, pero el sentido no es tan terrible como parece en una primera impresión. El fin cercano no es la pérdida absoluta, sino la reunión de los hermanos de la gran familia humana. Es el fin de una forma de vida, pero no el fin de la vida.

30
Esta generación que escucha a Jesús, que pide signos y no los recibirá (cf. Mc 8, 12), que es adúltera y pecadora (cf. Mc 8, 38), y que es incrédula (cf. Mc 9, 19), no se terminará sin ver lo anunciado en este discurso escatológico. La expresión es difícil de comentar y explicar.
En primer lugar tenemos el tema generacional. ¿Es la generación de aquellos que escuchan a Jesús en vivo y en directo? ¿Es la generación que oye/lee a Marcos? ¿Es cualquier generación que se encuentre con el mensaje del Evangelio? ¿Es la gran generación cristiana, o sea, todos aquellos que vivimos después de Jesús? El texto no lo explica. Dicho por Jesús, debería aplicarse a los oyentes en vivo y en directo, a sus compatriotas palestinos, pero esa generación ya ha pasado, y Marcos está escribiendo años después. ¿Por qué no corrigió el error en que el Maestro desacierta tan burdamente? Los oyentes/lectores saben que el final escatológico no ha llegado aún. Quizás, la expresión es mantenida para mantener la tensión de lo apocalíptico. Siempre queda la duda de si no seremos esa generación que verá el cataclismo cósmico, y esa duda genera el efecto apocalíptico (el buen efecto apocalíptico): estar en vela, estar atentos, poner un ojo en la historia (nuestra y de nuestros pueblos) para acercarnos al Reino. Todas las generaciones son complicadas, son pecadoras, son incrédulas, y a la vez tienen maravillas, actos heroicos, presencias de Reino. Todas las generaciones pueden ser esta generación del discurso.
El otro gran tema de este versículo es qué cosas sucederán a la generación que oye el Evangelio según Marcos por primera vez. Porque parece indicarse que pronto vendrá una situación de tribulación extrema. Parece factible inclinarse por pensar en la invasión romana a Jerusalén del año 70 d.C. Si bien suponemos que Marcos escribe los años previos a la destrucción del Templo, suena lógico que ya los signos de la inminente desgracia se hiciesen presentes. Los enfrentamientos entre judíos y Roma se exasperan, las persecuciones a los cristiano cobran fuerza, las crucifixiones están a la orden del día. Hay signos elocuentes de un cataclismo, quizás no universal, pero sí inmediato a las comunidades cristianas, y esas pueden ser las cosas que les suceden a la generación que oye Marcos. Algo está por pasar. La lectura cristiana de lo que vendrá debe hacerse en clave de liberación de la historia, y no de destrucción de la misma. La esperanza es que Dios interviene, a pesar de la tribulación, para que la historia camine a su plenitud, liberándose.

31
Este logion de Jesús parece una expresión aislada que el autor insertó aquí, sobre el final del discurso apocalíptico. No combina perfectamente con lo que se viene desarrollando. Jesús pudo haberlo pronunciado en otro contexto, en otro momento de su vida y refiriéndose a otras palabras, no a estas compiladas aquí. De todas maneras, el elemento apocalíptico no escapa a la idea, pues se afirma que el cielo y la tierra pasarán, o sea, pertenecerán a la historia, a un orden viejo. Esto es coherente con el cataclismo universal.
Un nuevo sistema de cosas aparecerá en el horizonte, pero a pesar de eso, habrá permanencia de las palabras pronunciadas por Jesús. Estas palabras no son cada una de ellas, sino la Palabra que trae Jesús, que es más que lo dijo; es lo que hizo, por lo que luchó, lo que amó y lo que despreció. La Palabra-Praxis de Jesús, su Evangelio, eso es eterno, pues revela la esencia del Dios eterno. No importa cuánta tribulación haya alrededor; el discípulo permanece en la Palabra, porque ni siquiera la tierra que pisa o el cielo que ve sobre su cabeza quedarán en pie. Todo se relativiza porque se acaba, pero la Palabra-Praxis del Reino nunca termina, no tiene fin, y eso la hace absoluta.

32
Esta es una frase que los exegetas dudan en adjudicar al Jesús histórico. A muchos les parece que la idea del Hijo contenida aquí (no Hijo del Hombre, sino sólo Hijo) es posterior a Jesús, propia de la cristología. Es posible que sea así, pero a los fines hermenéuticos, este versículo debe leerse como texto eclesiológico antes que cristológico. La expresión transmitida por Marcos busca detener las falsas profecías y los agoreros que anuncian con fecha precisa y horario el Día del Señor. Si nadie sabe la hora ni la fecha, la Iglesia no tendría que preocuparse por ello. La intención del autor es que la Iglesia no se preocupe por la fecha exacta, sino que se concentre en vivir como una generación fiel al Reino, en vigilia, esperando con esperanza que venga el hermano mayor a juntar a toda la familia. 

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