martes, 15 de octubre de 2013

La oración que hace justicia (Discípulos de este Siglo, Editorial Claretiana) / Vigésimonoveno Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C – Lc 18, 1-8 / 20.10.13

Después Jesús les enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse: “En una ciudad había un juez que no temía a Dios ni le importaban los hombres; y en la misma ciudad vivía una viuda que recurría a él, diciéndole: Te ruego que me hagas justicia contra mi adversario. Durante mucho tiempo el juez se negó, pero después dijo: Yo no temo a Dios ni me importan los hombres, pero como esta viuda me molesta, le haré justicia para que no venga continuamente a fastidiarme”.Y el Señor dijo: “Oigan lo que dijo este juez injusto. Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche, aunque los haga esperar? Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?”.

Dejo algunos fragmentos del libro Discípulos de este Siglo que editamos el año pasado con Editorial Claretiana de Argentina, sobre algunas parábolas de Jesús. Aquí van partes del capítulo dedicado al juez injusto y a la viuda insistente.

El tema de la oración es muy querido por Lucas. Atraviesa su obra de punta a punta. Este hincapié lucano en la oración tiene dos asideras. La primera es el Jesús histórico, seguramente hombre de profunda oración. Pero no la oración en el sentido puritano de la palabra, sino la oración hecha vida, la oración cotidiana, de todos los días, la que se hace haciendo. No hay una esquizofrenia ni un muro separando al Jesús que ora sudando sangre (cf. Lc 22, 44) del Jesús que cura al paralítico (cf. Lc 5, 18-26). Todo está bajo el mismo arco de acción. La segunda asidera para Lucas es la situación de su comunidad. Una de las grandes preguntas de la humanidad, que se intensifica en tiempos de crisis, es por qué Dios no contesta algunas oraciones. Más allá de la bonita esperanza en el Dios que todo lo responde y la búsqueda de situaciones particulares que, de alguna manera, se relacionen con algún pedido hecho a la divino, lo cierto es que, por momentos, parecemos creer en un Dios ausente. En muchísimas situaciones de injusticia se refleja la desesperación humana de llegar a suponer que estamos perdidos en el universo, que Dios no escucha el clamor de su pueblo. En la comunidad lucana, apremiada por una escatología que no termina de concretarse, este tema se potencia. Si se suponía que Jesús volvería inmediatamente, la demora de su regreso no podía despertar otra cosa que suspicacias.

En este contexto de espera escatológica demorada se entienden esta parábola y la del amigo inoportuno de Lc 11, 5-8. En ambas se recalca la importancia de orar insistentemente. La del amigo inoportuno, que a medianoche pide tres panes, y que finalmente los recibirá por insistencia, está a continuación del Padrenuestro. Tras enseñarles a orar, la instrucción es que la oración no es un amuleto, un ritual mágico para manipular a Dios. La oración es un ejercicio y una conexión íntima que lleva la relación humano-divina a otro nivel, donde la filiación se potencia. No nos conectamos, en la oración, con un padre de características puramente humanas, sino con el Padre por excelencia. “Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan” (Lc 5, 13). Orar insistentemente es ser fiel (tener fe) a una relación, en este caso, con el Padre. La fidelidad implica creer que la justicia se realiza, aunque no podamos verla.
Es difícil que la comunidad lucana entendiera esto rápidamente, debido a su decepción con la Parusía que no llega. Están tan focalizados en el final de la historia, que la historia actual, el presente, se les escapa, y el Evangelio se diluye. De eso hablan las constantes referencias de Lucas al tema de pobres y ricos. Seguramente su comunidad estaba constituida por dos clases bien diferenciadas, y los ricos, pendientes del final del mundo, dejaban que el mundo sufriese. No podían entender que el Reino es ahora, ya mismo, y que se realiza en el pobre. La parábola esconde algo de esto también. La figura de la viuda es la figura de uno de los pobres por antonomasia en Israel, junto con el huérfano (cf. Is 1, 17), y a ellos protege directamente Yahvé, porque nadie más lo hace (cf. Sal 146, 9; Mal 3, 5). La viuda de esta parábola puede ser el símbolo de los pobres de la comunidad lucana. A ellos nadie los escucha. Preocupados por otras cuestiones (quizás la escatología), dejan que su derecho sea pisoteado. Por esperar una justicia futura se lastima la justicia presente, inmediata.
Debido a la fe de la viuda (una fe extraña, en un juez injusto), se concreta su ansia, y se le hace justicia. Ahora bien, ¿encontrará fe el Hijo del Hombre cuando vuelva? ¿O ya todos se habrán cansado de tener esperanza? ¿O ya nadie se dirigirá al Padre con confianza? ¿Seremos capaces de mantener la fidelidad, a pesar del Dios ausente? Un gran testimonio de evangelización es, justamente, la fidelidad a pesar de la injusticia. Creer en Dios en un mundo lleno de viudas y huérfanos que se mueren sin justicia es una locura. Siempre nos toparemos con ese límite frente al otro no creyente. ¿Cómo explicarle que damos la vida por el Reino en aparente desprotección del Rey? ¿Cómo transmitir la experiencia de Dios en ambientes maltratados, paupérrimos? ¿Cómo mantener la fe de la viuda cuando todo es un llamado a bajar los brazos? Una de las salidas es creer, como muchos de aquella comunidad lucana, que Dios vendrá en algún momento a instaurar el Reino y, mientras, la espera es pasiva. Otra salida es entender la inmanencia del Evangelio. No podemos evangelizar sin ser fieles a la Buena Noticia. Y persistentemente fieles, con una oración continuada a lo largo del día.

La Iglesia juega su fidelidad en la forma que tiene de orar y en la forma de atender a las viudas. Si es una Iglesia que sólo espera, mientras no hay justicia para los pobres, no estamos ante una comunidad fiel. La oración fiel (de fe) es la que, a pesar de constatar un Dios ausente, sigue golpeando las puertas porque conoce a su Padre. Pero no se contenta sólo con golpear, sino que carga sobre sí la responsabilidad de esa ausencia. La Iglesia evangelizadora comprende que su presencia, a fin de cuentas, es la respuesta a la ausencia de Dios, y que la fe que espera encontrar el Hijo del Hombre no es una liturgia ornamentada, sino la justicia practicada con las viudas.

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