lunes, 21 de octubre de 2013

Oh, Dios, convierte mi perversión / Trigésimo Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C – Lc 18, 9-14 / 27.10.13

Y refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola: “Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: 'Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas'. En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: '¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!'. Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado".

Pistas exegéticas (qué dice el texto)
Para muchos estudiosos de la vida de Jesús, es imposible comprenderlo a Él sin el movimiento fariseo. Para algunos, Jesús era fariseo, para otros pertenecía a un partido completamente opuesto. Para otros tantos, su mensaje evangélico es heredero del farisaísmo con modificaciones pequeñas y sustanciales. Quizás, uno de los mejores resúmenes a este problema esté en Mt 23, 3: “Ustedes hagan y cumplan todo lo que ellos les digan [escribas y fariseos], pero no se guíen por sus obras, porque no hacen lo que dicen”. Lo que Jesús critica es la hipocresía de algunos que se consideraban más justos que el resto del pueblo, y las reglas que, devenidas de ese sentimiento, creaban una separación social deformando la relación con Dios. La doctrina farisea no es totalmente errónea ni mucho menos, pero si el espíritu que la impulsa es la comercialización con Dios y la división entre justos e injustos, entonces no es compatible con el Evangelio. Seguramente, Jesús sentía cierta afinidad por algunos grupos de fariseos, lo cual explica, paradójicamente, sus enfrentamientos; si hay tanta interrelación entre el Maestro y ellos, es porque se encontraban en varios puntos.

El texto de hoy comienza aclarando a quiénes se dirigirá la parábola. Hay algunos que se tienen por justos y desprecian a los demás; ellos son los que tienen que prestar más atención. El concepto de justo en el Antiguo Testamento es simple y complejo a la vez. La raíz tsaddaq (justo, justicia) se encuentra 523 veces en todo el Antiguo Testamento. El Salmo 112 establece algunas características de esta condición: es justo el que teme al Señor y se deleita con sus mandamientos, el que presta con generosidad y no es fraudulento en los negocios, el que tiene el corazón firme en el Señor, el que reparte sus bienes entre los pobres. Esta definición, no obstante, tiene un componente peligroso, porque el mismo Salmo asegura que el justo abundará en riquezas y sus hijos dominarán el país. Encontramos allí una doctrina de retribución. Por las obras buenas recibe una recompensa terrenal económica. Por dar dinero a los pobres, se aumentan sus riquezas. Por no ser fraudulento en los negocios, su descendencia domina al resto. Explícitamente, la justicia conllevaría un estado de bienestar material.
Por la tergiversación en el sentido de la justicia es que muchos fariseos predicaban la limosna, por ejemplo, pero no la realizaban como verdadero acto de amor al prójimo, sino buscando la recompensa divina. La limosna era el pequeño sacrificio para obtener un beneficio mayor: riquezas. Y así como nombramos la limosna, tenemos el ayuno, el diezmo y la oración.
Justamente, la parábola que leemos hoy está estructurada de acuerdo a estos tres últimos ejemplos. Uno de los protagonistas es un fariseo orando y alardeando de su ayuno y su diezmo. Está presentando el recibo de lo que Dios le adeuda. Pero como si esto fuera poco, duplica la apuesta. Según su oración, él no es como los demás seres humanos. No es, según el original griego, jarpax (rapaz), adikos (sin derecho), moicos (adúltero) o telones (publicano). Todo lo contrario. Él ayuna dos veces por semana cuando la Ley lo exige un solo día al año, para la Fiesta de la Expiación (cf. Lv 16, 29-31; 23, 27-29; Num 29, 7), y paga el diezmo de todas sus entradas cuando la Ley sólo exige la décima parte de lo que produce la tierra (cf. Lv 27, 30) y la décima parte del ganado (cf. Lv 27, 32). En tanto y en cuanto el fariseo cree hacer de más, supone que Dios le retribuirá también de más.
El publicano está en el otro extremo de la oración. Los dos oran de pie, porque esa es la posición judía para la oración. En su oración lleva lo que es, no lo que hace. No viene a exigir ni a comparar. Su expresión está inspirada en el Salmo 51, a la vez inspirado en la situación de arrepentimiento del rey David tras su pecado con Betsabé y la recriminación del profeta Natán (cf. 2Sam 11-12). No hay más que una oración para el arrepentido: que Dios tenga piedad. Así como David, a pesar de sus pecados, es el rey predilecto de Yahvé, este publicano vuelve a su casa justificado. El secreto de ambas situaciones está en la capacidad de arrepentirse y pedir perdón.
Este Dios del perdón es el Dios justo. Por eso el publicano vuelve a su casa justificado. El tema de la justificación es un concepto complicado, sobre todo por la historia que arrastra en el veterano enfrentamiento de católicos y protestantes. Lo cierto es que la justificación puede resumirse como la condición de justo que recibe un injusto. El publicano vuelve a su casa convertido en justo a los ojos de Dios. Al reconocerse pecador, asume y transforma su pecado. Es justo porque Dios lo ve como tal. El fariseo, en cambio, al no reconocer sus pecados, al no asumirlos y transformarlos desde el arrepentimiento, no está justificado. Al creerse completo, perfecto, cierra la puerta al amor de Dios. Si es perfecto, entonces Dios no tiene nada que hacer en su vida. El problema del farisaísmo que recalca Jesús es la sensación de plenitud. El fariseo se cree completo con las obras que realiza. No necesita, en realidad, de Dios, porque todo lo puede en su ayuno, en su limosna, en su acudir al Templo.

Pistas hermenéuticas (qué nos dice el texto)

El Evangelio de Jesús predica al Dios en el que cree el publicano. El Dios de los pecadores. Muchos, en la Iglesia, pretenden comercializar la salvación con Dios. Que se salven los que traigan una lista más grande de buenas obras. Pero Jesús propone que el ensalzado sea humillado y el humillado ensalzado. La salvación no está en la cantidad de buenas obras, sino en la capacidad de reconocer las limitaciones. Saberse débil para ser completado por Dios. Saberse pequeño para ser engrandecido. Saberse último para ser primero. La evangelización, por ende, no puede focalizarse en determinar las condiciones de la salvación. Muchos misioneros organizan reuniones para transmitir cuáles son las exigencias que abren la puerta del Reino, a saber: no robar, no matar, no levantar falso testimonio ni mentir, no codiciar bienes ajenos, etc. Pocos comunican la plenitud que viene de Dios. Pocos explican que a Dios no se le presenta la historia buena, sino la historia per-vertida para que Él la vuelva historia con-vertida. Eso es lo que hace el publicano: lleva al Templo su per-versión para hacer efectiva su con-versión.

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