martes, 4 de febrero de 2014

Reino de Dios: proyecto macro-ecuménico / Quinto Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo A – Mt. 5, 13-16 / 09.02.14

“Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres.Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo”

Encontrándose a continuación de las bienaventuranzas, las expresiones de "ser sal" y "ser luz", cabe suponer que se refieren a los bienaventurados. Son luz y sal de la tierra los pobres en espíritu, los pacientes, los afligidos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los de corazón puro, los que trabajan por la paz, los perseguidos por practicar la justicia y los insultados y perseguidos a causa del Cristo. Esto ya nos sitúa en una interpretación un tanto diferente a la clásica, según la cual, los cristianos de la institución eclesial son los únicos que pueden adjudicarse el simbolismo. Según las bienaventuranzas, la sal y la luz son el grupo de los oprimidos y el grupo de los que luchan contra esa opresión. Aquí no hay distinciones entre cristianos y no cristianos, y mucho menos entre cristianos de una u otra denominación. Aquí hay seres humanos: algunos sufren la opresión de los sistemas injustos (y son sal y luz porque con su vida que clama justicia intentan despertar al mundo), otros combaten esos sistemas (y son sal y luz porque ayudan a construir el Reino); quedan los opresores y los indiferentes (que, evidentemente, no son ni sal ni luz).
De manera que la línea universalista trazada por el Evangelio reconoce en cualquier persona, de cualquier religión, la potencia de transformar el mundo. Esa potencia se expresa en la concordancia con el Reino de Dios. Puede que muchos no hayan oído jamás el concepto del Reino de Dios, pero su práctica cotidiana por liberar al prójimo los hace cercanos e, inclusive, cumplidores del proyecto del Padre. Esto se enmarca en una actitud de Jesús que algunos teólogos catalogan como macro-ecuménica. Significa que Jesús supera el centralismo judaísmo y expande los límites de la verdad sobre Dios hasta lugares insospechados y ya difíciles de delimitar. Lo que importa no es tanto la religión que uno elige o el modelo institucional desde donde se establece el vínculo con el Padre; lo que importa es que exista el vínculo y que ese vínculo se refleje en acciones concretas que mejoren la vida de los hermanos. La idea de la gran familia universal que propone Jesús tiene este núcleo: si todos somos hijos del mismo Padre, no hay otra opción válida que reconocernos como hermanos y trabajar mancomunados (sin competencia) para que a nadie de nuestra familia (a ningún ser humano) le vaya mal.
Si el mundo ve una Iglesia comprometida, una Iglesia de bienaventuranzas, entenderá mejor a Dios, llegará mejor a Él, y lo glorificará, le dará gloria. La palabra gloria, en la Biblia, tiene su origen en el hebreo kabod, que significa algo pesado. La gloria de Dios, para el Antiguo Testamento, es el propio peso que tiene Dios por ser Dios. Su gloria es su propio ser, lo que es y lo que hace. Dios manifiesta su gloria cuando deja que el ser humano vea o comprenda algo que es pesado, denso, que lo representa a Dios casi a la perfección. La Creación, por ejemplo, como siempre afirmó la Iglesia, es una revelación de la gloria de Dios, pero no algo que aumenta su gloria. La resurrección, también, es la manifestación de la gloria divina, porque revela algo propio del peso específico de Dios: es un Dios de vivos, de la vida, capaz de vencer a la muerte. Entonces, las iniciativas que dignifican al ser humano son obras que hacen palpable la gloria de Dios, porque es parte de la esencia divina querer la plenitud del humano. Aquí está el meollo de la afirmación de San Ireneo: “La gloria de Dios consiste en que el hombre viva”. Es su gloria porque es su densidad íntima, porque es el querer constante y profundo del Padre. Arnulfo Romero lo llevará más adelante: “La gloria de Dios es que el pobre viva”. Eso parecen afirmar las bienaventuranzas. 
Sal y luz son los símbolos que utilizamos frecuentemente en los encuentros misioneros, en las reuniones de catequesis, en las asambleas parroquiales. Hablamos de sal y de luz aplicándonos a nosotros mismos la metáfora. Y no está mal. Pero tampoco está completo. Por fuera de nosotros, pero muy conectados sin saberlo, hay muchísimas sales y muchísimas luces que tratan de darle vida al pobre. Algunos lo hacen más organizados, como instituciones, fundaciones, ONGs. Otros lo hacen de manera aislada, o en pequeños grupos desconocidos por las páginas web o la televisión. Son bienaventurados que, sin necesariamente profesar nuestra religión, entienden que el mundo no puede ser querido por algún Dios así como está. Son personas que tienen esperanza (y eso ya es bastante). La pregunta crucial para nosotros es si estamos capacitados para trabajar a la par. O más aún: si estamos capacitados para reconocerlos como sal y como luz, para rezar por ellos en nuestros encuentros, para proponerlos como modelos en nuestras catequesis.

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