miércoles, 19 de febrero de 2014

Nuestras cárceles siguen siendo la ley del talión / Séptimo Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo A – Mt. 5, 38-48 / 23.02.14

Ustedes han oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo les digo que no hagan frente al que les hace mal: al contrario, si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra. Al que quiere hacerte un juicio para quitarte la túnica, déjale también el manto; y si te exige que lo acompañes un kilómetro, camina dos con él. Da al que te pide, y no le vuelvas la espalda al que quiere pedirte algo prestado.Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos. Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los paganos? Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo.

La ley del talión, amar a los enemigos y poner la otra mejilla son sentencias cortas que la humanidad identifica, aún sin declararse cristiana. Por eso los versículos que leemos en la liturgia de este domingo necesitan de un contexto que los contenga y que les dé explicación. Hay mucho riesgo de desvirtuar estos textos por una falta de comprensión de las situaciones anteriores y contemporáneas a su redacción que le dan explicación. Este riesgo no es sólo del poco conocedor del cristianismo. Los cristianos encuentran en el final del capítulo 5 de Mateo una frase que los perturba, y que puede complicarles la vida si no saben contextualizarla: ser perfectos como Dios. Mucha discusión hay al respecto; si se trata de un ideal para mantenernos caminando hacia la meta, si Jesús verdaderamente creía que los seres humanos podíamos se perfectos, si lo propone como hipérbole, si miente concienzudamente, si es la proyección de su personalidad divina, etc.

En vistas a estos problemas hermenéuticos, comenzaremos con la ley del talión, la ley del ojo por ojo y diente por diente. Como podemos comprobar fácilmente, talión no aparece en el texto bíblico. Es un vocablo que procede del latín talis y que significa tal como. Se puso ese nombre popular a la ley porque proponía un castigo tal como había sido la falta. La legislación está contenida en Ex 21, 23-25: “Pero si sucede una desgracia, tendrás que dar vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, contusión por contusión”, y repetida con leve modificación en Lv 24, 19-20 y Dt 19, 21. Es una ley atestiguada en la gran tradición del Pentateuco, por tres libros. El origen y la intención son limitar la venganza. Suponemos que, antes de la ley, cuando alguien agredía a otro, golpeándolo, era posible que la devolución de la agresión terminase en un homicidio. A las claras, la pena por el golpe inicial no se correspondía con el castigo impuesto. ¿Cómo resolver este problema? Al rescate viene la ley del talión, intentando igualar y hacer más justo el castigo. Es una iniciativa judicial a la manera de código penal. Nos cuesta entenderlo porque en nuestros sistemas penales el castigo es la prisión o la multa, pero eso no quita que sigamos actuando según el tal como. En nuestros códigos, a un robo de tales características le corresponde tanto tiempo de prisión; si el robo es con otras características, le corresponde otro tiempo u otro tipo de prisión. Nuestro sistema penal intenta ser justo, y la ley del talión, para su época, también. Obviamente, Jesús propone volver al ideal original, donde la ley del talión no sería necesaria porque las relaciones estarían basadas en algo muy distinto a la venganza.
Dos ejemplos de los que pone Jesús para explicitar su posición son significativos; uno se entiende desde las leyes judías, el otro desde las leyes romanas. Sobre la túnica y el manto existen unos versículos en el Éxodo que dicen lo siguiente: “Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, devuélveselo antes que se ponga el sol, porque ese es su único abrigo y el vestido de su cuerpo. De lo contrario, ¿con qué dormirá? Y si él me invoca, yo lo escucharé, porque soy compasivo” (Ex 22, 25-26). O sea que el manto no puede tomarse por orden expresa de Dios. Si alguien toma el manto de otro, Dios se hará presente para defenderlo. Por otro lado, la túnica era la vestimenta clave, que sólo es quitada a los esclavos (cf. Gn 37, 23). Si alguien hace juicio por la túnica, evidentemente está yendo más allá de los límites, está pidiendo la dignidad del otro, pues quiere dejarlo desnudo. Para Jesús hay que darle no sólo la túnica, sino el manto que Dios prohíbe retener. Esta exageración se repite en el ejemplo del que pide acompañamiento por una milla romana (aproximadamente un kilómetro y medio, 1536 metros). Eran los soldados romanos los que podían obligar a cualquier transeúnte a llevar su carga por una milla. Ese privilegio puede estar en el fondo de la obligación que imponen a Simón de Cirene para que lleve la cruz (cf. Mt 27, 32). Jesús duplica la apuesta: si un soldado romano pide que la cruz sea llevada una milla, hay que llevarla dos millas. Eso es muy chocante para un judío. Y la propuesta en general es muy chocante para cualquier persona.
Pero Jesús no se queda ahí. También dice que hay que amar a los enemigos. Su referencia a la palabra dada a los antepasados sobre amar al prójimo y odiar al enemigo se encuentra en Lv 19, 18, pero parcialmente, porque sí se dice expresamente que el prójimo debe ser amado, pero nada sobre odiar al enemigo. Para entender por qué llega Jesús a esa conclusión, que no es errónea, hay que entender la separación que plantea el Antiguo Testamento: existe el prójimo (réa en hebreo) que es el israelita; existe el forastero (gér) que es el extranjero que se hizo israelita por decisión; y existe el extranjero (nokri) que vive en otro país. El libro del Levítico manda amar al prójimo (cf. Lv 19, 18) y al forastero (cf. Lv 19, 34), pero nada sobre el extranjero. Jesús deduce y entiende por el ámbito en el que vive, que el extranjero es un enemigo odiable, y que no hay obligación moral para con él. Como el proyecto del Reino de los Cielos rechaza cualquier tipo de separatismo, Jesús rechaza esa legislación de odio. Los cristianos no tienen mérito si continúan en ese nivel de la ley. El mérito está en saltar las barreras, en acercarse al lejano.
El mérito cristiano encuentra su reflejo en la acción de Dios. Es del Padre de quien tenemos que aprender cómo actuar. Él hace salir el sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos. Si Él no hace diferencias, ¿por qué hacerlas nosotros? ¿Por qué creernos los buenos o justos? La idea de Dios como modelo está patente en Lv 19, 2 como idea de santidad: “Ustedes serán santos, porque yo, el Señor su Dios, soy santo”. Seguramente, basado en este concepto, Jesús propone ser como es Dios Padre. Aquí la tradición difiere entre Mateo y Lucas. Mientras el primero invita a ser perfectos como es perfecto Dios, Lucas exhorta a ser misericordiosos como es misericordioso Dios (cf. Lc 6. 36). Esta diferencia reside en las distintas perspectivas teológicas. Lucas hace mucho hincapié en la misericordia divina durante su relato, y por lo tanto, considera que la esencia del Padre es esa misericordia que se expresa plena en Jesús. Para Mateo, en el marco del sermón del monte, la perfección del Padre es lo que inspira intentar vivir su utopía de la ley del amor. A ciencia cierta, ni Levítico ni Lucas ni Mateo están diciendo cosas opuestas o diferentes. La santidad de Dios es su perfección y, en definitiva, su ser santo y su ser perfecto se explican desde su esencia de amor. Si el mérito cristiano es reflejar a Dios, entonces el mérito cristiano es el amor. Amando nos hacemos santos y perfectos.

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