martes, 29 de abril de 2014

Los resucitados también comen / Tercer Domingo de Pascua – Ciclo A – Lc. 24, 13-35 / 04.05.14

Ese mismo día, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran.El les dijo: “¿Qué comentaban por el camino?”. Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: “¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!”. “¿Qué cosa?”, les preguntó. Ellos respondieron: “Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron”. Jesús les dijo: “¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?”. Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él.Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: “Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba”. El entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: “¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”.En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos, y estos les dijeron: “Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!”. Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.


En el Tercer Domingo de Pascua la liturgia de la Iglesia Católica nos propone, para cada uno de los tres ciclos, una lectura evangélica que relaciona a Jesús Resucitado con la comida. En el ciclo A se lee Lc. 24, 13-35 (los discípulos de Emaús, quienes terminan reconociéndolo al partir el pan); en el ciclo B es la continuación de Emaús (Lc. 24, 35-48) donde Jesús pregunta si tienen algo para comer, recibiendo un paz asado; finalmente, en el ciclo C el texto es Jn. 21, 1-19 (la aparición en el lago Tiberíades, donde Pedro recibe la misión del pastoreo tras la comida a orillas de las aguas).

Las comidas (o el hecho cultural de la comida) están muy relacionadas con Jesús, con su prédica y con su mensaje del Reino. De los cuatro Evangelios, es Lucas sobre todo quien utiliza las comidas y su carga simbólica para ir desarrollando el misterio del Hijo del Hombre. En su libro podemos identificar diez comidas: tres con publicanos y pecadores (Lc. 5, 27-19; Lc. 15; Lc. 19, 1-10), tres con fariseos (Lc. 7, 36-50; Lc. 11, 37-54; Lc. 14, 1-24), tres con sus discípulos (Lc. 22, 7- 38; Lc. 24, 13-35; Lc. 24, 36-43) y la multiplicación de los panes (Lc. 9, 10-17). Jesús, en definitiva, come con todos, y todos están invitados a la que mesa en la que Él se sienta. La identidad de Jesús se revela en el comer. En otras palabras: es fácil saber quién es Jesús si se analizan sus banquetes. Las comidas con los discípulos, que son las que nos atañen en este momento, sólo aparecen al final del Evangelio, como comprimidas en pocos capítulos, y en plena relación con la pasión y resurrección. La primera comida con los discípulos es, paradójicamente, la última cena, y las dos siguientes se enmarcan en el gozo pascual. Estas comidas no hacen otra cosa que unir a los discípulos a la misión de Jesús. En términos sociológicos, compartir la mesa es compartir la vida (y la muerte). Los discípulos se sientan con el Maestro en la comida angustiosa del jueves santo porque su misión tendrá también la cruz, y comparten el pan y el pescado con el Resucitado porque su misión será dar testimonio de esa resurrección. Ser discípulo es estar asociado a la forma de vida de Jesús, y por ende, a su forma de muerte. Este sentido sociológico y antropológico de la comida tiene fuerte significancia en el contexto judío, donde, inconscientemente, dos reglas están vigentes: el connubium y el convivium. Para ponerlo en palabras fáciles de entender: con quien uno se casa es con quien uno come. Ambas reglas, presentes en modelos culturales fuertemente cerrados, tratan de mantener una especie de pureza de castas. El judío de la época de Jesús sólo puede casarse con una muchacha judía, y sólo puede comer, compartiendo la mesa, con otros judíos. Si se casa con una mujer pagana o se sienta en la misma mesa que un gentil, se contamina. La mesa es mucho más que un espacio rutinario de alimentación. La mesa (la forma de comer, la disposición al hacerlo, los modos, los espacios ocupados, etc.) es un micro-cosmos que refleja el macro-cosmos social. La organización de la mesas refleja la organización de la sociedad; con quienes se comparte la mesa refleja con quienes comparte la sociedad; los que quedan fuera de la mesa son los marginados a escala mayor. No hay comidas neutrales o inocentes. Jesús sabía eso, y de ello se aprovechó para reflejar, con sus comidas, su mensaje. Las comidas de Jesús incomodan y confrontan porque el Reino que predica incomoda y confronta.
Aunque parezca que la comida en Emaús no tiene sentido trasgresor, sino espiritual y religioso, en realidad habría que situarla entre las más conflictivas. Emaús plantea que Jesús ha resucitado y que es posible reconocerlo en un pan partido, aunque no lo veamos. El grado de trasgresión de esta propuesta es universal y atemporal. En primer lugar, es una comida que reivindica la vida sobre la muerte y que pretende afirmar que un hombre muerto a la vista pública, sentenciado por el poder, ha resucitado. Lo cual se traduce como un desprecio de parte de Dios por la acción judicial realizada. El segundo punto exige otro nivel de profundidad. Emaús, en tono sacramental, repite al oído de cada cristiano de todas las épocas, que en el pan partido se puede reconocer a Jesús, aún sin tener un contacto directo con su cuerpo Resucitado. Y más aún: cualquier persona, cristiana o no, puede reconocer a Jesús Resucitado al partir el pan para compartirlo. Este concepto es muy trasgresor. Reconocer a Dios en el pan partido es un desafío. Reconocer en un gesto (sacramental) la trascendencia, cuestiona. La estructura concéntrica que puede descubrirse en el relato que leemos hoy, da cuenta del centro kerygmático del que estamos hablando:
A. Los discípulos van abandonando Jerusalén.
B. Sus ojos están ciegos ante la presencia de Jesús.
C. Resumen de lo ocurrido a Jesús el Nazareno.
D. Algunas mujeres han dado testimonio.
E. Los ángeles dijeron que Jesús está vivo.
D´. Algunos fueron a comprobar el testimonio de las mujeres.
C´. Resumen de las Escrituras sobre lo ocurrido.
B´. Los ojos de los discípulos se abren y reconocen a Jesús.
A´. Los discípulos regresan a Jerusalén.
Los ángeles (mensajeros de Dios, voz misma del Padre) han dicho que Jesús está vivo. La comida al partir el pan da cuenta de ello, del estado de Vida de Jesús que había sido crucificado. Ese es el centro del relato. Jesús está vivo. Y si estado de vida plena puede descubrirse, precisamente, en las Escrituras y en la mesa compartida. Las Escrituras pueden ser algo más elitistas, para estudiosos y conocedores, para el pueblo judío, para los que tienen Biblia, para los que escuchan las homilías, pero el pan compartido es universal. En la mesa ha dejado Jesús un mensaje (y su presencia misma) que trasciende culturas y épocas. Todos los seres humanos de todos los tiempos tendrán que comer y tendrán que plantearse la situación de sus hermanos que no tienen para comer. Entonces podrán descubrir que en la fracción del pan hay algo misterioso, pero accesible, algo lejano, pero cercano, algo maravilloso, pero comprometedor. En la fracción del pan está el Resucitado, está la vida de Dios, está la plenitud. En el pan partido y repartido se expresa la esencia íntima de la Trinidad, se da a conocer el sentido de la existencia. El relato de Emaús no es nada inocente. De una declaración central divina: Jesús está vivo, Lucas desarrolla una teología que sirve de soporte para todos los que vivimos en una época donde Jesús no está físicamente entre nosotros. Es cierto que no caminamos con Él las calles de Palestina; es cierto que no tocamos sus llagas; es cierto que no oímos en su timbre de voz las parábolas; es cierto que no lo vimos sanar ni exorcizar más que en historietas, cuadros, pinturas o grabados; es cierto que tratamos de acercarnos a su Persona desde las interpretación de Marcos, de Mateo, de Lucas, de Juan. Todo eso es cierto. Pero también es cierto, dice Lucas, que Jesús está vivo. Y si esa es la certeza mayor, entonces reconocerlo en la fracción del pan es válido.

La resurrección, además de introducirnos en la vida plena de Dios, nos ha dado el regalo de Jesús vivo. Para los que transitamos este mundo con la certeza de que moriremos un día, porque así es este mundo, la fracción del pan es una esperanza. Tanto celebrar la Eucaristía como compartir la mesa con el hambriento son reproducciones, en escala menor, del gozo de estar vivo para siempre en presencia de Dios. Partir el pan, en su materialidad, nos hace trascender. Sentarnos en la misma mesa con los marginados, reproducir los banquetes de Jesús de hace dos mil años, nos hace trascender. Comer más allá de las reglas de pureza o impureza, nos hace trascender. Creerles a los ángeles y a las mujeres que aseguran que Él está vivo, nos hace trascender. Si Jesús vive, nosotros vivimos con Él, y resucitados podemos seguir compartiendo la mesa, porque lo hacemos para celebrar que estamos vivos.

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