viernes, 18 de abril de 2014

La Magdalena quiere una cadáver / Domingo de Pascua - Ciclo A - Jn 20, 1-9 / 20.04.14

El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada.Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes. Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró. Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo, y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte. Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó.Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos.

Creer sin epifanías rimbombantes, sin ángeles ostentosos, sin apariciones, es un verdadero salto de calidad en la fe. Para reproducir fielmente la fe del Hijo, hay que creer a pesar de todo, como hizo Él cuando las cosas empezaron a andar mal, cuando sufrió persecución, cuando el Reino que predicaba parecía cada vez más lejano, cuando lo apresaron y lo traicionó uno de los íntimos, cuando lo juzgaron injustamente, cuando lo crucificaron. La fe del Hijo es la fe de la confianza plena en Dios, aunque parezca ausente. Fe en la experiencia filial es fe absoluta. Tras la experiencia del amor de Dios, recibir una manifestación extraordinaria y visible no hace la diferencia. La fe no se confirma en un milagro, sino en la misma fe sostenida y profundizada. La fe se va haciendo carne en las tribulaciones y las situaciones injustas, cuando seguimos creyendo en el amor que parece ausente.

Paradójicamente, en un Evangelio donde se hace hincapié en la bienaventuranza de los que creen sin haber visto (cf. Jn. 20, 29), los verbos de visión en el capítulo 20 aparecen 13 veces: en 7 oportunidades ver, 3 veces para apercibir y 3 más para mirar. Si no nos damos la oportunidad de mirar las vendas y el sudario para creer, no buscamos ser discípulos del Resucitado, sino adherentes a una religión-empresa. Hay que meterse a la profundidad del sepulcro, al abismo de las muertes. No podemos ser cristianos porque otros dicen que lo seamos. Somos cristianos en la medida en que hallamos las vendas y el sudario sin cadáver y creemos que es posible, que no todo está perdido, que hay algo más, que hay vida en abundancia de parte de Dios, que la muerte no tiene la última palabra. La clave de la fe es ver, pero no lo extraordinario que se sale de las casillas, sino lo ordinario que manifiesta a Dios. Ver el rostro de Jesús en el pobre, ver la fuerza del Espíritu Santo en los emprendimientos de promoción humana, ver al prójimo en el vecino, el compañero de trabajo o de estudios. La resurrección cambia la mirada sobre los acontecimientos. La resurrección abre la mente y los ojos. Antes de la Pascua somos ciegos, y en la rutina creemos que Dios también es rutinario, o en los problemas creemos que Dios se ha ausentado, o en las enfermedades suponemos que Dios nos prueba, o en las muertes tempranas suponemos que Dios castiga. Por la Pascua sabemos que Dios no es rutinario (porque interrumpió la historia de la muerte con la vida nueva), que no se ausenta (porque en la cruz no se tomó vacaciones, sino que sufrió el sufrimiento de su Hijo), que no prueba a nadie (porque la resurrección no es un premio para el que superó la carrera de obstáculos, sino la continuación de la vida querida por Él), y que no castiga (porque a Jesús lo crucifican por su manera de vivir, no por las exigencias sanguinarias de su Padre ni por el enojo insaciable de venganza respecto a los pecadores).

Es difícil creer; nadie lo niega. Pero si la Pascua no sostiene la Iglesia, entonces la Iglesia se vendría abajo, se caería con sus derechas, sus centros y sus izquierdas. En la Pascua hay un motivo para seguir creyendo, para seguir luchando por la comunión. En la Pascua hay, también, una guía hacia la unidad. Allí están María Magdalena, el Discípulo Amado y Pedro. Son una Iglesia despareja. Una es mujer, el otro es un varón íntimo del Maestro y con talante místico, el tercero es complicado, impulsivo, radical para algunas cosas y conservador en otras. Son un grupo que tiene en común a Jesús. Y que por ese común, ahora son partícipes de la Pascua. El hecho pascual es una realidad donde purificar nuestras diferencias, y donde reconocer qué particularidades nuestras están dañando la comunión.

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