miércoles, 11 de diciembre de 2013

La contra-violencia del Reino / Tercer Domingo de Adviento – Ciclo A – Mt 11, 2-11

(Mt 11, 11-12) Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista; y sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él. Desde la época de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos es combatido violentamente, y los violentos intentan arrebatarlo. [Lc 7, 28]

Una paradoja describe la posición del personaje de Juan el Bautista. No hay nadie más grande que él, sin embargo, todos los pequeños del Reino son más grandes que él. Es una paradoja que debe entenderse desde la figura de los pequeños del Evangelio según Mateo, expresada en varias oportunidades y con distintos términos griegos: mikros (cf. Mt 10, 42; 11, 11; 13, 32; 18, 6.10.14) como pequeños en tamaño; pais (cf. Mt 2, 16; 8, 6.8.13; 12, 18; 17, 12; 21, 15) como esclavos o niños; paidion (cf. Mt 2, 8.9.11.13.16.20.21; 11, 16; 14, 21; 15, 38; 18, 2.3.45; 19, 13-14) como diminutivo de pais, que solía utilizarse para niños menores de dos años; thelazonton para los lactantes (cf. Mt 21, 16; 24, 19); elakistos como mínimo o menor (cf. Mt 2, 6; 5, 19); pobre como ptokoi (cf. Mt 5, 3; 11, 5; 19, 21; 26, 9.11). Todo este elenco de pequeños, mínimos y menores constituye el elenco de los desprotegidos de la sociedad, el elenco de los últimos, de los despreciados, y por lo tanto, el elenco privilegiado del Reino. El Reino de los Cielos es de ellos; no hay vuelta atrás.

Ahora bien, ¿qué lugar ocupa, entonces, el Bautista? La paradoja no está definiendo lugares reales o posiciones de honor; llegar a la expresión desde esa idea complica todo el entendimiento posterior. Juan el Bautista es un gran profeta, el mayor profeta pues termina anunciando la inminencia del Mesías, y eso lo convierte en un gran hombre. Pero en la lógica del Reino, si bien es un honor haber sido el profeta más cercano al Mesías, mayor centralidad tienen los pequeños despreciados. Si lo trasladamos a categorías actuales, podría ser que Jesús dijera: los cristianos son seres humanos excepcionales, sin embargo, los pobres (cristianos o no) son los que importan. No quiere decir que el discípulo cristiano no importe, sino que no es el centro. El cristiano ya sabe dónde está parado, sabe a quién tiene de Padre, y puede (debería) leer la historia desde el Reino; el cristiano es (debería ser) conciente de la gracia que lo abraza, y allí está su felicidad; por eso no puede ser el centro; el centro es la preocupación por el que la está pasando mal. Un cristiano demasiado preocupado por él mismo, o más preocupado por otras cosas que por el pequeño indefenso, ya deja de ser excepcional. En el caso del Bautista, la paradoja revela que es un hombre digno de respeto, pero no es el centro del Reino de los Cielos; mayor respeto y mayor atención debe darse a los pequeños excluidos.
Como personaje, Juan el Bautista causa tanta perplejidad como la paradoja de la que venimos hablando. Es la voz que clama en el desierto, es el gran último profeta, es el que excita a las masas, es el que bautiza, el anunciador, el predicador. Es el enemigo de Herodes. Para Lucas era un pariente de Jesús, hijo de Isabel (cf. Lc 1, 24.36); para Mateo, la conexión con Jesús es distinta. No es una relación de sangre lo que los une, sino el Reino de Dios. La oración que resume sus prédicas es la misma: “Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca” (Mt 3, 2; Mt 4, 17). Marcos ya había utilizado en su Evangelio la expresión, pero sin ponerla en labios del Bautista (cf. Mc 1, 15); Mateo va más allá y la hace compartida entre los dos: Jesús y Juan. Esto determina un punto de contacto. Aunque, ¿hablaban de lo mismo ambos personajes?, ¿la Buena Noticia de Jesús es idéntica a la prédica exhortativa de Juan?
En Juan la ira de Dios es lo inminente, y no se puede escapar de ella. Dios está de veras enojado, según parece. Tiene un hacha (su instrumento escatológico), y con esa hacha va a limpiar la humanidad. Lo que no sirve se corta y es arrojado al fuego. Para realizar esta acción de limpieza, Dios tiene un enviado, uno más fuerte o más poderoso que Juan. Es el agente mesiánico, la mano derecha de Dios. Si la herramienta escatológica divina es el hacha, la del agente mesiánico es la horquilla para recoger el trigo (y guardarlo) y quemar la paja en un fuego eterno (cf. Mt 3, 7-12). El plan programático del Reino que predica Jesús parece, en cambio, apuntar en otra dirección. De lo primero que se habla es de los bienaventurados (cf. Mt 5, 3ss), de poner la otra mejilla (cf. Mt 5, 39), de amar a los enemigos y rogar por los perseguidores (cf. Mt 5, 44), de un Padre que hace llover sobre justos e injustos (cf. Mt 5, 45). Es un Reino difícil de congeniar con el hacha y la horquilla. No estamos afirmando que haya una total oposición entre un mensaje y el otro, pero sí que no son exactamente lo mismo. Jesús no reproduce la idea de Reino del Bautista. Sí hablará del árbol que no produce buenos frutos y es quemado (cf. Mt 7, 19) o de la cizaña que es separada para ser arrojada al fuego (cf. Mt 13, 40), pero estas menciones, típicamente joánicas, no enmarcan el total del Evangelio jesuánico.
La diferencia es notoria cuando el Bautista, desde la cárcel, manda a preguntar a Jesús si Él era el que debía venir o es preciso esperar a otro (cf. Mt 11, 2-3). Juan hablaba del más fuerte, y llegó a creer que ese agente mesiánico era Jesús, pero en un momento dudó, justamente por las maneras y las palabras de Jesús. ¿No debía llegar con el hacha y la horquilla? ¿No debía quemar a los pecadores? ¿No era el momento oportuno para la ira de Dios? Jesús parecía más concentrado en el amor del Padre que en su enojo, en su capacidad de perdonar que en su capacidad de hachar. Por eso le devuelve al Bautista una constatación profética de su mesianismo: “Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres” (Mt 11, 4b-5); estos son los signos que Isaías atribuye a la llegada del Reino (cf. Is 29, 18-19; 35, 5-6a).

Queda un problema final, y es la violencia que arrebata el Reino. Entre estas dos visiones diferentes del Reino, hay una oposición constante y agresiva. Así como el Bautista es perseguido por predicar lo que predica, también Jesús sufre tribulaciones; y así como el Bautista muere por decisión de los poderosos, por la incomodidad que genera, también Jesús muere por la presión de los que manejan el poder y porque se ha vuelto una carga pesada para ellos. Las dos muertes son violentas, desde una situación de injusticia, y con alevosía: una decapitación y una crucifixión. Jesús sabe que existe una violencia contra el plan originario de Dios, contra la vida plena para todos, contra la Buena Noticia para los pequeños. Jesús sabe que los profetas del Reino son perseguidos y asesinados, porque resultan una molestia al poder. Muchas veces se ha interpretado, en la exégesis, a los violentos que arrebatan el Reino como una invitación a ser violentos para ingresar a la dinámica del Reino de los Cielos, pero resulta que esto contradice la visión jesuánica general. La violencia que arrebata el Reino es, justamente, lo que Jesús desprecia. La violencia se fundamenta en poderes opresores y fabrica muerte. La violencia que arrebata el Reino es la artimaña desesperada de muchos que intentan detener la realización histórica del sueño de Dios. Es una violencia anti-Dios, que repercute directamente en los que toman el lado de Dios. Jesús propone una contra-violencia, que resulta violenta para los poderosos, y que hasta puede ser catalogada como acción peligrosa, pero en el fondo, es una generadora de vida; no es una violencia de muerte ni ejercida desde el poder opresor. Esa es la diferencia, y por eso el Bautista y Jesús no han matado a nadie, sino que han sido asesinados ellos.

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