martes, 5 de noviembre de 2013

Ya no pueden morir, porque son hijos de Dios / Trigésimosegundo Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C – Lc 20, 27-38 / 10.11.13

Se le acercaron algunos saduceos, que niegan la resurrección, y le dijeron: “Maestro, Moisés nos ha ordenado: Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?”.Jesús les respondió: “En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección. Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Porque él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él”.

Pistas de exégesis
La disputa de Jesús con los saduceos está conservada en los tres Evangelio sinópticos. Mt 22, 23-33 y Mc 12, 18-27 son el pasaje paralelo a Lucas que leemos hoy en la liturgia dominical.
Jerusalén era el territorio básico de acción de la secta saducea. Difícilmente se encontraría uno de ellos fuera de la capital y, mucho más difícil, fuera de la provincia de Judea. En realidad, esto se debe a que formaban más un partido político que un movimiento religioso. Su origen histórico hay que buscarlo en el siglo II a.C., en la época de los Macabeos. Primeramente, la secta habría nacido alrededor del 175 a.C. con un grupo de sacerdotes opositores al manoseo que se realizó con el cargo del sumo sacerdote del Templo, comprado por Jasón al rey Antíoco IV Epífanes. Más adelante, los saduceos se convierten en fieles seguidores de Juan Hircano, hijo de Simón Macabeo, iniciador de la revuelta que logró purificar el Templo de ese manoseo. Juan Hircano, entre el 134-104 a.C., además del sumo sacerdocio, hizo todo lo posible para ser considerado rey, por ejemplo, acuñando monedas con inscripciones de su título. Al mismo tiempo que Juan Hircano recibía el apoyo saduceo, los fariseos se ponían en su contra. El nombre saduceo deriva de Sadok, sumo sacerdote de la época de Salomón (cf. 1Rey 2, 35). Los saduceos se consideraban descendientes de este personaje, reforzados en la profecía de Ezequiel que asegura que los hijos de Sadok serán los encargados de ministrar frente al mismísimo Yahvé en el final de los tiempos, dentro del templo escatológico que describe el profeta (cf. Ez 40, 46; Ez 44, 15). A pesar de esta profecía escatológica, los saduceos no creían en la resurrección de los muertos ni en la existencia de espíritus o ángeles (cf. Hch 23, 8). De las Escrituras consideraban sólo como inspirada la Torá o Pentateuco, los cinco primeros libros; y su interpretación de la misma es literalista. Al limitar su mirada sobre el más allá, creían que Dios recompensaba a los seres humanos en vida con las riquezas: los buenos eran ricos y los malos pobres. Obviamente, todos los saduceos pertenecían a la clase alta y se designaban como pueblo elegido y bueno.

El caso propuesto por los saduceos a Jesús, seguramente, formaba parte de los casos clásicos de análisis entre ellos; e inclusive sería uno de sus famosos argumentos para justificar su no creencia en la resurrección. Como de costumbre, la respuesta de Jesús excede a la pregunta y plantea una mirada teológica que absolutiza algunas realidades en detrimento de otras que se relativizan. En esta escena, lo absoluto es la vida. Ante cualquier valor que se ponga en juego, para Jesús prima lo vivo, lo viviente. El primer viviente es Dios mismo, fuente de la existencia, y a partir de Él, los vivientes son los seres humanos, a quienes se les comunica la vida divina. Desde esta naturaleza del universo, es imposible que la muerte tenga una carga limitante al poder de Dios. La muerte no puede vencer a Dios, no puede derrotarlo. La vida tiene muchísimo más poder que la tumba.
Al final del Evangelio, Lucas demostrará esa tesis con la resurrección de Jesús, pero mientras tanto, las curaciones y los exorcismos del Maestro son la muestra anticipada. Curando y exorcizando, Jesús repone la vida, la restituye al estado pleno querido por Dios. Y por ello, también, la posición radical de Jesús frente a las riquezas. Si algunos tienen lo que a otros les falta, no hay justicia y no hay vida plena, entonces no puede ser compatible con Dios la opulencia. La actitud saducea es, entonces, anti-vida. La aristocracia acomodada conservadora no promueve los valores asociados a la vida de Dios, sino que pretende mantener en un estado de muerte y estancamiento a los demás. A fin de cuentas, no creer en la resurrección es una argucia para darle marco religioso a la diferencia social. Los saduceos no creen en la resurrección porque no les conviene; porque si la vida continúa y se plenifica en el encuentro posterior con Dios, entonces no son buenos los que tienen riquezas en señal de retribución terrena; aún peor, las riquezas no significan nada y, por no significarlo, se convierten en pecado para el que las acumula.
El argumento exegético de Jesús se fundamenta en un pasaje del Éxodo (cf. Ex 3, 6), en el encuentro de Moisés y la zarza ardiente, donde Dios mismo se revela como el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, tres patriarcas muertos para la época mosaica. Si Yahvé es el Dios de ellos, supuestamente muertos, entonces es un Dios de vivos. Si para identificarse, Dios recurre a los antepasados, y lo hace en forma presente, entonces los antepasados están vivos. No hay razones para dar por muertos a Abraham, Isaac y Jacob; Dios los nombra como vivos y tiene sentido que quienes han depositado la vida en sus manos estén vivos. Por eso Jesús afirma que su Padre no puede ser divinidad de los muertos o de la muerte; sería anti-lógico. Yahvé es Dios de la vida, y en Él, los seres humanos son vivientes. Hay otros pasajes de la Escritura que cabrían mejor en este caso, sin embargo Jesús argumenta con la Torá, única Palabra reconocida por los saduceos. Más profundamente, diríamos que se trata de teología en estado puro. Para definir las características de la escatología, el Maestro recurre a la definición que da Dios de sí mismo, puesto que sólo a partir de Él se entienden las demás cosas. Todo cobra sentido en Dios porque Dios es quien da sentido a las cosas, y el sentido proviene de la vida.
Lucas no sabe describirnos cómo es el estado de resurrección. Lo primero que atina a elaborar es un contrapunto entre los hijos de esta era (según el original griego) que se casan y los hijos de la resurrección que ya no lo hacen. Aquí ya sabemos que hay diferencias entre un estado y el otro. Respecto al último estado, la palabra griega que lo describe es isaggelos, un derivado de iso (similar) y aggelos (ángel). O sea, un estado angélico, que en definitiva, es hablar de un estado inmaterial no sujeto a las reglas de este mundo. Como vemos, la única manera de describir la resurrección es remarcar que se alteran las normas que rigen el funcionamiento material. Esta alteración va más allá del matrimonio o la unión carnal de un varón y una mujer; se trata de la desaparición, por ejemplo, de los bienes y las riquezas. En el estado de resurrección no pueden existir clases ni poderosos que oprimen a los pobres, porque no hay botín que repartirse.

Pistas hermenéuticas
En la tumba vacía, los varones de vestiduras resplandecientes le hacen una pregunta clave a las mujeres: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?” (Lc 24, 5b). ¿Por qué revuelven las tumbas cuando a Jesús se lo encuentra en la vida celebrada, compartida y llevada a plenitud? ¿Por qué existe esa manía de creer en un Cristo de cementerios? A muchos cristianos les cuesta horrores estar alegres, estar de Pascuas. Pareciera que es mejor la vida sufrida, mostrar el rostro triste, enumerar las desgracias que nos suceden. Y todo, por supuesto, sería la obra de Dios que, extrañamente, le encantar ver cómo la pasamos mal.
Lo cierto es que el Padre de Jesús tiene una mirada totalmente distinta sobre la vida. Él ama la vida y quiere la vida plena para todos sus hijos. Los hijos de Dios, como se puede leer hoy, son los hijos de la resurrección. No podemos llamarnos hijos si no aceptamos la Pascua con todas las consecuencias que conlleva. La resurrección tiene que ser una actitud cotidiana, una manera de mirar el mundo y de mirar a los otros. Corremos el riesgo de ser saduceos, de creer que todo acaba aquí y que no vale la pena comprometerse en un cambio. Corremos el riesgo de mutilar a Dios en uno de sus bienes más queridos: la vida. Allí se demuestra el cristianismo.

Cuando un varón o una mujer tienen, y aprovechan, la posibilidad de potenciarse, proyectarse y plenificarse, la resurrección se hace presente, se hace sacramento entre nosotros. Cuando la Iglesia mejora la calidad de vida de alguien, lo acompaña en su desarrollo profesional, le ofrece una comunidad de contención y le regala el espacio para encontrarse con Dios, se cumple el propósito de la evangelización. La Buena Noticia del Reino es que Dios nos quiere plenamente vivos, y que no descansará hasta que alcancemos la plenitud.

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