martes, 3 de septiembre de 2013

Sin familia, sin vida propia, sin bienes / Vigésimotercero Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C – Lc 14, 25-33 / 08.09.13

Junto con Jesús iba un gran gentío, y él, dándose vuelta, les dijo:“Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo. ¿Quién de ustedes, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo: 'Este comenzó a edificar y no pudo terminar'. ¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil? Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz. De la misma manera, cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.”

Es evidente que la lectura litúrgica de hoy habla del discipulado. En tres oportunidades habla Jesús de ser discípulo mío, y las tres veces son lo suficientemente duras como para desalentar a cualquiera que se le cruce por la cabeza seguir al Maestro. Se habla de odiar a los familiares para ser discípulo, de cargar la cruz y de renunciar a todas las posesiones. A partir de allí, desde esa base, es posible adentrarse en un camino de profundidad en la relación con Jesús. Seguirlo a través de Palestina como una aventura, o como se sigue a un circo, lo hace cualquiera, pero ser capaz de radicalizar esa opción no es algo multitudinario. Por eso remarca Lucas que venía un gran gentío acompañándolo, y dándose vuelta, se dirige a esa masa de seres humanos para esclarecer de qué se trata la extraña existencia de este hombre de Nazaret. No es un fenómeno de feria ni un hablador ni un vendedor de buzones. Este hombre trae un mensaje tan serio, que demanda una seriedad única en sus seguidores. Veamos las tres condiciones discipulares más en detenimiento:

1. Odiar a la familia: algunas traducciones bíblicas suavizan el original griego miseo que significa odiar, detestar, y que es el utilizado por Lucas en el versículo 26: si alguien no odia a su… Así pronunciado, en español, en nuestro lenguaje, es una frase casi insoportable. En el estilo lingüístico semítico, no hay nada mejor que ese tipo de frases para memorizar. Recordemos que la primera transmisión de las enseñanzas de Jesús se realiza por vía oral entre los primerísimos discípulos. La transmisión oral exige sentencias cortas, violentas, chocantes, y por ello, memorizables. Si la sentencia es odiar al padre, madre, esposa, hijos y hermanos, difícilmente alguien pueda pasarla por alto. A nadie se le ocurriría olvidarse del mensaje de Jesús que invitaba al aborrecimiento de los íntimos. Mateo conserva el logion modificado: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí” (Mt 10, 37). Se trata de una versión arreglada para manifestar el sentido real de la frase, que no es precisamente odiar, sino amar menos, o amar relativamente. Quien no ponga en segundo lugar sus lazos familiares e, inclusive, su propia vida, no podrá poner en primer lugar a Jesús, que es la condición fundamental del discipulado. La familia es muy importante para Jesús, pero no cualquier familia en cualquier contexto o bajo cualquier sistema de valores; la nueva familia que excede los lazos sanguíneos es la familia del Reino, la familia universal, que antepone el amor a Dios y al prójimo por sobre los amores familiares, de clanes, de nacionalidad, sectarios.
2. Cargar la cruz: la segunda condición radical del discipulado es cargar la cruz para seguir a Jesús. Si bien los Evangelios son escritos teniendo ya el conocimiento final de los acontecimientos (crucifixión y resurrección), aquí no podemos aplicar directamente ese concepto. Lucas no habla, necesariamente, de la cruz, porque Jesús haya sido crucificado. La expresión puede remontarse al mismísimo Jesús histórico, pues su época era época de crucificados, y la imagen de condenados a muerte cargando su cruz no era ajena al contexto palestino. Acercándonos en el tiempo, es como la imagen de aquellos que caminaban a la horca o a la hoguera en la Edad Media, o los que caminan por el pasillo que los conduce a la inyección letal en algunos Estados actuales. Es el icono del final, del punto de no retorno, de lo indefectiblemente acabado. El que carga la cruz, el que camina a la hoguera o va por el pasillo hacia la inyección letal, ya está entregado, es uno más entre los muertos a pesar de seguir vivo por unos instantes. La invitación del Maestro es, por lo tanto, poco menos que inadmisible. Ya lo había advertido al inicio del camino hacia Jerusalén: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga” (Lc 9, 23). El seguimiento discipular es asumir una situación de condena a muerte, una situación penosa, un camino que conduce al final de la existencia. Cargar la cruz es hacerse solidario con los condenados de la historia, y hacerse solidario con la solidaridad que tuvo el Maestro al ser crucificado.
3. Renunciar a todas las posesiones: el tema de dejar los bienes para seguir a Jesús es repetitivo en Lucas. La parábola del rico insensato (cf. Lc 12, 16-21), la recomendación de vender los bienes para darlos como limosna (cf. Lc 12, 33), la recomendación al hombre importante de vender sus bienes para darlos a los pobres para tener un tesoro en el cielo (cf. Lc 18, 22), la resolución de Zaqueo de dar la mitad de sus bienes a los pobres y devolver cuatro veces a los estafados (cf. Lc 19, 8). Sólo puede hacerse discípulo el que es capaz de renunciar a lo material sin preocuparse de más, y el que renunciando hace justicia redistribuyendo. No hay posesión que pueda tener el valor inmenso de tener como Maestro a Jesús. Se trata de radicalidad, por supuesto, pero también de exclusividad. Dios no está para competir con el dinero ni con los inmuebles ni con los adornos. Dios no está para competir. Elegir a Jesús significa desprenderse, consagrarse a un estilo de vida que no puede acumular, porque acumular es un sinsentido. La renuncia a las posesiones es uno de los actos más determinantes del discípulo, porque siempre hay posesiones que atan. Aquí no se habla de bienes onerosos, sino de bienes en general, de materiales que limitan el movimiento, que no dejan ponerse en camino, que obstaculizan. Pueden ser bienes enormes, o pueden ser pequeñitos. Pueden ser bienes de miles de dólares, o bienes de centavos. Es aquello que nos interrumpe, que se interpone entre Jesús y el ser humano.

Debido a estas tres condiciones duras, aparecen las dos pequeñas comparaciones sobre la construcción de la torre y el rey que sale a la guerra. Las dos situaciones son difíciles. Construir una torre se refiere a la atalaya que se levantaba en las viñas para cuidar los sembradíos; hay que calcular el costo para terminar, estudiar bien el terreno para que resista, elegir correctamente la ubicación. De la misma manera, salir a la guerra contra un ejército que dobla el número, es en principio una locura, y por eso se debe considerar la paz mediante la vía diplomática.
No son decisiones que se toman así porque sí. Ser discípulo tampoco es una decisión a la ligera. Hay que calcular las condiciones y la posibilidad real de aceptar esas condiciones. Hay que auto-sincerarse para entender lo que significa poner la familia en segundo lugar, o poner la vida en segundo plano, o hacerse condenado marginal, o renunciar a todos los bienes. No siempre estamos dispuestos a asumir la radicalidad del discipulado. Muchas veces pensamos que se trata de una elección más, como el color de las zapatillas que nos pondremos este día. Pero Jesús trasciende cualquier pequeño cuarto en el que quisiésemos encerrarlo. Trasciende abarcando la vida completa. Seguirlo implica modificar las relaciones familiares, modificar el entorno, modificar la existencia, el trabajo, el estudio, las amistades, la mirada, la posición social y las posesiones.
Quizás, las grandes decepciones de los cristianos provengan de su falta de cálculo. No se han sentado a conjeturar si podrán terminar la torre ni si vencerán al ejército que los duplica. Elegimos nuestras vocaciones y ministerios casi por inercia. Nos hacemos catequistas porque sí, porque faltaba alguien que cubriese esa vacante. Nos hacemos misioneros porque es divertido. Nos hacemos ministros ordenados porque cuadra con nuestra personalidad. Nos hacemos sin hacernos. Los discípulos de Jesús han tenido su llamado más espiritual en la pesca milagrosa (cf. Lc 5, 1-11), y ahora deben plantearse, verdaderamente, si son capaces de odiar a su familia, de cargar la cruz y de renunciar a todos sus bienes. A la Iglesia también le toca, hoy por hoy, sincerar sus vocaciones y su discernimiento, para que evitemos decepciones y defraudaciones.


2 comentarios:

  1. Me quedo con la última oración. ¿Cómo haremos para sincerar las vocaciones y el discernimiento como comunidad creyente? ¿seremos capaces de superar las barreras, los condicionamientos socio históricos sobre estos temas?
    ¿Qué pasos podríamos ir dando para ir avanzando en ese sentido, aunque sea de apoco?
    Sería un buen modo de aspirar a la "vida en abundancia" que Jesús quiere para nosotros, sin decepciones ni defraudaciones, ¿no?

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  2. Sin un sinceramiento de la vocación, la frustración se hace más evidente y más destructiva. Tenemos que mejorar los caminos de discernimiento vocacional, para no obligar a nadie a seguir un camino que no desea seguir, ni a tomar una decisión que la Iglesia termina tomando por esa persona. Un camino de discernimiento libre es la clave.

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