martes, 20 de agosto de 2013

Hijos en los cuatro puntos cardinales / Vigésimoprimero Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C – Lc 13, 22-30 / 25.08.13

Jesús iba enseñando por las ciudades y pueblos, mientras se dirigía a Jerusalén.Una persona le preguntó: “Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?”. Él respondió: “Traten de entrar por la puerta estrecha, porque les aseguro que muchos querrán entrar y no lo conseguirán. En cuanto el dueño de casa se levante y cierre la puerta, ustedes, desde afuera, se pondrán a golpear la puerta, diciendo: Señor, ábrenos. Y él les responderá: No sé de dónde son ustedes. Entonces comenzarán a decir: Hemos comido y bebido contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas'. Pero él les dirá: No sé de dónde son ustedes; ¡apártense de mí todos los que hacen el mal!. Allí habrá llantos y rechinar de dientes, cuando vean a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y ustedes sean arrojados afuera. Y vendrán muchos de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur, a ocupar su lugar en el banquete del Reino de Dios. Hay algunos que son los últimos y serán los primeros, y hay otros que son los primeros y serán los últimos”.

Hay una inversión de las seguridades salvíficas con las que Jesús re-plantea los paradigmas religiosos clásicos, entre ellos el judaísmo. La pregunta sobre los que se salvan es común a todos los cultos; es una preocupación antropológica teñida de teología. ¿Quién puede prolongar su vida? ¿Quién puede trascender? ¿Quién puede sobrevivir a la muerte? ¿Quién alcanza el favor de los dioses? Porque la posibilidad de seguir viviendo eternamente está asociada a los dioses, a los seres superiores que son capaces de darnos la vida y de quitárnosla, por lo tanto, capaces también de prolongar nuestra esencia, nuestro ser. En aquellas religiones que creen en reencarnaciones y que sitúan a los dioses, no como cabezas del universo, sino como segundo escalón de todo lo creado (estando por encima de ellos el ciclo mismo del universo), también se plantea la situación de subsistir haciéndose uno con el universo, y mientras algunos permanecen girando en ciclos de reencarnación, otros se salvan, alcanzando esa unicidad deseada, y en cierto modo transformándose en dioses.

La seguridad salvífica común y clásica se expresa en el paradigma de que nosotros (nuestro grupo, mi grupo) somos los buenos, los que nos salvamos, y el resto está condenado, a menos que se nos una. El re-planteo de Jesús, rompiendo ese esquema, en su caso frente al judaísmo, alcanza dimensiones cósmicas. La frase que nos ocupa pertenece a la fuente Q y, por ende, es compartida entre Mateo y Lucas. Está ubicada de una manera diferente en cada uno de los Evangelios, pero el concepto de la universalidad es innegable en ambos. Lucas dobla la apuesta mencionando, no sólo Oriente y Occidente, sino también el Norte y el Sur, y poniendo en la mesa, junto a los patriarcas, a los profetas del Reino de Dios (elementos que Mateo no conserva en su versión). Lucas tiene los dos grandes miembros invertidos, colocando primero el llanto y el rechinar de dientes para finalizar con la referencia al Oriente y al Occidente, mientras que las tinieblas son propias de Mateo.
El contexto, si bien difiere escénicamente, coincide en la intención principal y en el sentido profundo: para Lucas, Jesús es interrogado sobre quiénes se salvan (cf. Lc 13, 23); para Mateo, la expresión está en el marco de la curación del siervo del centurión (cf. Mt 8, 6ss). Tanto desde la pregunta que presupone la existencia de un pueblo salvado (judío) como desde la sanación de un pagano (no judío), el Evangelio se expande hasta los confines de la tierra, y la mesa escatológica recibe invitados que son muchos y desconocidos.
Para Jesús, la imagen de la salvación es la del banquete del final de los tiempos donde Abraham, Isaac y Jacob, junto con otros profetas, comen a la par de aquellos que son dignos de esa mesa. Con estos personajes nombrados, no es muy difícil saber qué tipo de personas comerán en esa mesa; los fieles como los patriarcas, los emprendedores, los que se animaron a marchar por un sueño de Dios, los que fueron amigos de Dios, los que profetizaron denunciando la injusticia social, los que fueron capaces de realizar el proyecto del Reino en su historia concreta. No importa si son judíos o paganos, pero sí importa que estén a la altura de los patriarcas y los profetas. No importan sus rituales, sino su empeño en transformar el mundo en concordancia con el Reino de Dios. Para cualquier judío, la mirada escatológica de Jesús es una demencia. Que a la misma mesa se sienten los padres de Israel con algún pagano, y que esa mesa sea eterna, una fiesta sin fin, es terrible. Peligrosamente, Jesús propone la universalidad en un ambiente de exclusivismo.
Esta inversión que propone el Evangelio afecta la médula de la seguridad de los grupos. Tanto como el pueblo judío se consideraba, de hecho, salvado por ser judío, no es menor el sentido de auto-redención que tienen la mayoría de los grupos humanos. Pueblos de diferente cultura y sociedades netamente opuestas se consideran a sí mismas salvadas por la única razón de haber nacido así como nacieron. El derecho de sangre tiene carta de ciudadanía. Al contrario, la universalidad de la salvación parece contrariar a la sangre. Hay un presupuesto que parte de la certeza de la perfección propia en detrimento de la imperfección ajena. Nosotros somos mejores que otros, que el resto. Y el resto no tiene demasiadas posibilidades en el futuro, a menos que intente asimilarse a nosotros, con lo que eso conlleva: aceptar sin chistar maneras, modos, formas y concepciones. En el judaísmo, las naciones están condenadas en su paganismo, pero si aceptan la superioridad judía, se circuncidan y practican la ley prescripta en la Torá, acceden a un cierto grado de participación salvífica. No es una participación plena, impedida por el tema de la sangre, pero es un avance. El tema de la sangre está ligado a la pureza/impureza. Cierta descendencia (en el caso judío es la descendencia de Abraham) es sinónimo de pureza; cierta otra descendencia, es directamente impureza. Se establece así, la existencia de una impureza o corrupción congénita, con lo cual queda desacreditado el Dios Padre.
Allí se contraría Jesús con la cosmogonía de sus compatriotas. Si Dios es Padre (esa es la experiencia jesuánica), y ama, y es Padre que ama a todos, no pueden existir buenos por naturaleza y malos por naturaleza. Existen hijos, y punto.

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