miércoles, 10 de julio de 2013

Sobre cómo nos vamos haciendo prójimos / Decimoquinto Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C – Lc 10, 25-37 / 14.07.13

Se levantó un legista y dijo, para ponerlo a prueba: “Maestro, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?”. Él le dijo: “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees?”. Respondió: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo”. Le dijo entonces: “Bien has respondido. Haz eso y vivirás”.Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: “Y ¿quién es mi prójimo?”. Jesús respondió: “Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de salteadores que, después de despojarle y darle una paliza, se fueron, dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verlo tuvo compasión. Acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y lo montó luego sobre su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al posadero, diciendo: Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva.
¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?”. Él dijo: “El que practicó la misericordia con él”. Le dijo Jesús: “Vete y haz tú lo mismo”.

Una parábola propia de Lucas. Quizás, junto con la parábola del padre misericordioso (también exclusiva de Lucas), sean las dos más recordadas de todas las parábolas que se le atribuyen a Jesús. Y quizás, justamente por ser las más recordadas, son las más complicadas de llevar a la práctica. Dejo fragmentos del capítulo de mi libro “Discípulos de este Siglo” que se dedica a analizar al buen samaritano. Ha sido editado con Claretiana de Argentina el año pasado, y permanece en stock para ser adquirido.


La dinámica del texto es ir desde la idea israelita de prójimo a la idea jesuánica. Verdaderamente cambia la interpretación de las cosas si la vida se analiza desde la pregunta del legista (¿quién es mi prójimo?) o desde la pregunta de Jesús (¿quién es el que se hace prójimo?). Para el legista, la cuestión es saber a quién debo amar y a quién no. Para Jesús, la cuestión es que debo amar, sin importar a quién. El primero de los interlocutores busca una clasificación, una separación que distinga a los merecedores del trato amoroso y a los que no son dignos; el segundo pone el dedo en la llaga, en lo macabro que esconde una clasificación. ¿Cuál es la pregunta válida? ¿Cuál es la verdadera pregunta que debemos hacernos? ¿Importa saber quién es mi prójimo o importa hacerse prójimo?

Este salto de calidad que da Jesús en la interpretación del prójimo debe entenderse desde el vocabulario hebreo que, en el capítulo 19 del libro del Levítico, halla su desarrollo formal y legal. Ciertamente, hablamos de interpretaciones porque la Palabra, para aplicarse, debe interpretarse. La repregunta de Jesús al legista: ¿cómo lees tú?, encierra la clave situacional de los dialogantes. El legista es, en términos del original griego de Lucas, un nomikos, o sea, un intérprete de la ley, un exegeta del Antiguo Testamento. El Maestro quiere saber cómo está haciendo la hermenéutica del amor al prójimo, cómo está leyendo el mandamiento del amor. Y, al mismo tiempo, Jesús también es un exegeta. Los dialogantes, entonces, son personas que se sitúan de una determinada manera frente a la Palabra. Esa manera de situarse establecerá la manera de actuar frente a otro ser humano.
Lo que debe ser interpretado, son los vocablos hebreos del capítulo 19 del Levítico. En Lv 19, 18 leemos: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. El legista que dialoga con Jesús cita este versículo combinado con Dt 6, 5: “Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”. Esa es la base de su interpretación (exégesis) de la Palabra. Si profundizamos, nos encontramos con que, en el original hebreo, la palabra que designa al prójimo es Lv 19, 18 es rea, y hace referencia sólo al israelita. Por lo tanto, en esta línea, sólo es prójimo el compatriota, el que pertenece al mismo país, a la misma nación. Ese es digno de ser amado como a uno mismo. Si vamos a Lv 19, 34a leemos: “Al forastero que reside entre ustedes, lo mirarán como a uno de su pueblo y lo amarás como a ti mismo”. Aquí, forastero es ger en hebreo, y se refiere al extranjero que ha fijado su domicilio en Israel, o sea, el que se hizo israelita por elección y asumió el estilo de vida, la cultura y las creencias hebreas. Éste, también es digno de ser amado como a uno mismo. La tercera categoría, que no abarca el amor al prójimo del Antiguo Testamento, es el nokri en hebreo, el extranjero, el pagano que reside en su propio país, el que no es israelita. Éste no es digno de ser amado. Habiendo establecido esas diferencias, ahora sí es posible leer la parábola del samaritano con elementos más claros de análisis.
La parábola viene a desestabilizar la interpretación del legista y a proponer un nuevo modelo de relación. La parábola es la bisagra que nos hace pasar de la primera pregunta (¿quién es mi prójimo?) a la segunda (¿de quiénes debemos hacernos prójimos?). La historia está armada de manera provocativa. Ante un pobre hombre que sufre un atentado y que queda en situación de muerte, desfilarán tres personajes. El primero de ellos es un sacerdote. En el plano histórico, el grupo sacerdotal judío es el dueño de la religión; ellos deciden qué es correcto para Dios y qué no lo es, administran los sacrificios y se presentan como la vía de comunicación entre lo divino y lo terrenal. Son los embajadores de Yahvé. El segundo que pasa es un levita, lo que podríamos entender como un sacerdote de orden inferior. La historia de los levitas se remonta, tradicionalmente, a Leví, uno de los doce hijos de Jacob. Todos los descendientes varones de esta tribu estaban separados, consagrados, para el servicio del Templo, y ocupaban, de esta manera, el lugar que los primogénitos varones de todas las tribus le debían a Yahvé por haber sido salvados del Exterminador que pasó la noche de Pascua en Egipto. En la época del rey David, los levitas fueron divididos en cuatro grupos para el servicio litúrgico: los que asistían a los sacerdotes en el servicio del santuario, los que ejercían funciones judiciales y de escribas, los guardianes de las puertas y los músicos; cada grupo se subdividía en 24 familias que se turnaban en el servicio correspondiente (cf. 1Cr 24-26). El sistema de rotación consistía en que los levitas vivían en sus ciudades la mayor parte del año y subían a Jerusalén para la época de las fiestas, según el turno que les asignaban. Los levitas eran los empleados del Templo, y como tales, consagrados especialmente. Representaban, dentro del pueblo, un grupo de elección particular ligado al sistema religioso.
En la parábola narrada por Jesús, el sacerdote y el levita son la contrafigura de un samaritano. Los samaritanos eran el pueblo despreciado por los judíos, quienes los consideraban impuros por su mestizaje. Según 2Rey 17, 24, el rey de Asiria, tras invadir Samaría, envió gente de Babilonia, de Cutá, de Avá, de Jamat y de Sefarváin (cinco poblaciones paganas) para que habitaran entre los israelitas que allí había. Para la historia bíblica, esta mezcla es imperdonable. Cuando, al regreso del destierro en Babilonia, los judíos establecen como estandarte de su religión la separación del resto de las naciones y la pureza de la raza, los samaritanos se convierten en el paradigma de lo opuesto al judaísmo. Samaritano es quien no respetó a Yahvé, quien se prostituyó con otros dioses, quien se mezcló con paganos. Samaritano es igual a ser impuro para el judaísmo.

La invitación final del Maestro al legista es una invitación a la vida plena. Vete y haz tú lo mismo tiene resonancias de Lv 18, 5: “Guarda mis preceptos y mis normas. El hombre que los cumpla, gracias a ellos vivirá. Yo, Yahvé”. El nuevo mandamiento del amor es el nuevo mandamiento de hacerse prójimo del otro necesitado para que la ley de Dios sea la ley del ser humano. Eso es la vida plena: el servicio al hermano. Gracias a esa dinámica de hacerse prójimo es que la existencia actual se proyecta hacia la eternidad. Los dueños de la religión institucional, sus representantes oficiales, no necesariamente tienen la verdad sobre la vida eterna. Quien quiere estar por siempre cara a cara con Dios sabe que debe estar cara a cara con el que sufre en cada día que pasa. Entre los marginados no vale la pregunta sobre quién es mi prójimo, pero sí vale cuestionarse cómo nos vamos haciendo prójimos/próximos del que padece la injusticia.

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