miércoles, 27 de marzo de 2013

Anamnesis / Sábado de Gloria – Ciclo C – Lc. 24, 1-12 / 30.03.2013


El primer día de la semana, muy de mañana, fueron al sepulcro llevando los aromas que habían preparado. Pero encontraron que la piedra había sido retirada del sepulcro. Entraron, pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús. No sabían qué pensar de esto, cuando se presentaron ante ellas dos hombres con vestidos resplandecientes. Asustadas, inclinaron el rostro a tierra, pero les dijeron: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado. Recordad cómo os habló cuando estaba todavía en Galilea, diciendo: Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado, pero al tercer día resucitará”. Y ellas recordaron sus palabras.Regresaron, pues, del sepulcro y anunciaron todas estas cosas a los Once y a todos los demás. Las que referían estas cosas a los apóstoles eran María Magdalena, Juana y María la de Santiago y las demás que estaban con ellas. Pero a ellos todas aquellas palabras les parecían desatinos y no les creían. Con todo, Pedro se levantó y corrió al sepulcro. Se inclinó, pero sólo vio los lienzos y se volvió a su casa, asombrado por lo sucedido.

Cada evangelista tiene su tradición pascual, y sin embargo, todos tienen una misma experiencia central. Para Marcos, Mateo, Lucas y Juan, es coincidencia la tumba vacía encontrada por las mujeres (cf. Mc 16, 1-4; Mt 28, 1-4; Lc 24, 1-3; Jn 20, 1). Para la tradición joánica, sólo María Magdalena va al sepulcro esa mañana; en Marcos se añaden María la de Santiago y Salomé (las mismas tres nombradas en Mc 15, 40, mirando la cruz); Mateo elimina a Salomé y sólo son dos las asistentes; Lucas, finalmente, aumenta el número de mujeres sin precisar la cantidad exacta. Para él, fueron María Magdalena, Juana, María la de Santiago y las demás (¿dos, tres, diez?). Estas mensajeras lucanas recuerdan el inicio del capítulo 8 del Evangelio, cuando se nombran las mujeres que acompañaban a Jesús mientras recorría itinerantemente la Palestina: “María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que les servían con sus bienes” (Lc 8, 2b-3). Ellas eran discípulas, tanto como los Doce. Habían subido desde Galilea con Él.
Por eso los hombres con vestidos resplandecientes las exhortan a recordar las palabras de Jesús, recordar cómo les había hablado. Les están pidiendo memoria. Aquí aparece un juego de palabras en el texto griego. El verbo recordar es mnemoneuo, y la palabra para referirse a la tumba es mnemeion, que más exactamente significa memorial, y por extensión, monumento (o tumba). En griego, la acción de recordar y el sepulcro tienen la misma raíz. A partir de la muerte, entonces, es posible hacer memoria sobre la vida; a partir de un monumento que parece ser la morada final, es posible re-pensar la existencia. Porque la tumba vacía no es la palabra final; la tumba vacía interpela la historia pasada y la futura; es más, hace que lo pasado se proyecte hacia sus dimensiones escatológicas. Cuando se hace un memorial, no se congela un momento para retenerlo y detenerlo; el memorial es poner en movimiento, es recordar para seguir, es asumir para dispararse hacia el futuro.

Si en Marcos la primera mediación es asumir que el Crucificado es el Resucitado (cf. Mc 16, 6), en Mateo es creer que el poder de Dios ha levantado a su Mesías (cf. Mt 28, 2-4), y en Juan se trata de creer sin haber visto (cf. Jn 20, 5-8.29), en Lucas la mediación principal parece ser la Palabra. Para creer hay que recordar lo que dijo el Maestro. Recordar que anunció su pasión, muerte y resurrección (cf. Lc 9, 22.44; 13, 32-35; 17, 24-25; 18, 31-33); cosas que los discípulos, mientras iban subiendo a Jerusalén, no podían comprender. Pero ahora pueden hacerlo, a la luz de la tumba vacía.
Si pensamos que Jesús muere porque Dios exige sangre para satisfacer su hambre, entonces la resurrección es algo añadido, un bonus, pero no una consecuencia ni de la vida ni de la muerte. ¿Para qué resucitar a quien ya cumplió su propósito? En cambio, si la muerte sucede por anunciar la vida, es lógico que Dios dé la vida a quien confió plenamente en ella y a quien se entregó por la vida de los otros. Por eso es tan importante, en la interpretación lucana, la mediación de la Palabra. Durante el capítulo 24 del Evangelio se recuerda que era necesario que se cumpliera la Palabra (cf. Lc 24, 7.26-27.32.44-47), y gráficamente, el autor nos demuestra cómo el hecho pascual abre las inteligencias de los discípulos para entender la Escritura.
A partir de la Palabra y de su entendimiento, es posible reconocer la identidad real de Jesús. En esta perícopa se le adjudican tres títulos: Señor, Viviente e Hijo del Hombre. La construcción gramatical Señor Jesús se utiliza solamente en esta oportunidad dentro del Evangelio. Se trata de un título teológico, aplicado a Yahvé, sobre todo utilizado por la traducción Septuaginta. El otro título que mencionamos es el de Viviente. Cuando los hombres de vestidos resplandecientes preguntan por qué buscan entre los muertos al que está vivo, podría traducirse por qué buscan entre los muertos al Viviente (al que vive). Esto tiene sentido si pensamos en la tradición veterotestamentaria del nombre YHWH, del Yo soy el que Soy (cf. Ex 3, 14), o sea, el que existe siempre, el que está siempre, el que vive siempre, el Viviente. Dios es Vida y dador de ella. Finalmente, el último título es Hijo del Hombre. En este caso, los hombres con vestiduras resplandecientes recuerdan lo dicho por Jesús en su ministerio. Jesús habla constantemente del Hijo del Hombre, la gran mayoría de las veces en tercera persona, haciendo alusión a su poder (de perdonar, de disponer del sábado), a las tribulaciones que pasará (será entregado, torturado, asesinado) y a la glorificación futura (será elevado, se sentará a la derecha de Dios, regresará). Este título es, por lo tanto, cristológico y antropológico, o sea, habla de la realidad crística y de la realidad humana de Jesús.

En la Pascua hacemos anamnesis. La Pascua es un recuerdo activo que transforma la actualidad. ¿Qué pasaría si la tumba vacía fuese un hecho circunscrito a un puñado de mujeres de hace dos mil años? ¿Qué podría significar eso para mí hoy? ¿No estarían histéricas o perturbadas por la muerte de un ser querido? En opinión machista, ¿no es típico de las mujeres hacer ciertos escándalos cuando no pueden lidiar con algo que las sobrepasa? Y sin embargo, ellas son las primeras en hacer la anamnesis. Lc 24, 8: “Ellas recordaron sus palabras”. Recordaron que el Hijo del Hombre debía morir, pero recordaron también que, siendo indignas en su sociedad, Él las había amado y les había dado su lugar. Recordaron que explicaba el misterio de Dios a los Doce y a ellas por igual. Recordaron que la gente decía muchas cosas sobre este soltero que caminaba por Palestina seguido de mujeres, pero que a Él realmente no le importaba demasiado ese chusmerío. Recordaron su libertad y sus actos. Recordaron su praxis liberadora.
La anamnesis compromete. Un acto conmemorativo lo hace cualquiera. Pero asumir el nuevo orden de la Pascua y aplicarlo en lo concreto es un desafío que incomoda. Pascua no es la histeria de unas locas. Pascua es la derrota de la injusticia que crucificó al Justo, es el mártir que derrama la sangre por el Evangelio, es el pobre que es promovido humanamente, el leproso admitido en el culto, la mujer que se re-inserta con dignidad, el pecador perdonado. Pascua es un acontecimiento de toda la historia en general, y de cada segundo en particular. Pascua es el encuentro con la tumba vacía, con la Palabra mediadora y con el Resucitado. Ese encuentro lo afecta todo. Me afectó ayer, me afecta hoy y me seguirá afectando. Por eso es anamnesis y no ocurrencia.

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