viernes, 26 de febrero de 2016

(Catequesis) - Una espiritualidad de la esperanza

Si el catequista no asume, en su espiritualidad, el sentido trascendente de la esperanza, si no cree vehementemente en ella, si no la experimenta en la cotidianeidad de su vida, no podrá enseñarla, construirla ni transmitirla. Ahora bien, la espiritualidad está entendida aquí como la acción del Espíritu Santo en el catequista y la respuesta a esa acción. El terreno de la espiritualidad es el terreno de lo que nos inspira, lo que nos emociona, lo que nos atrae, lo que nos apasiona. La esperanza tiene que apasionar al catequista. Y cuando mencionamos la esperanza, indefectiblemente mencionamos futuro. No porque se trate siempre de quimeras que nunca se hacen realidad en el hoy, sino porque la esperanza está ligada a una modificación del presente que se prolongue hasta el futuro. Por eso el catequista tiene que estar apasionado por lo que se puede transformar en nombre del Reino, y lo que el Reino por su propia dinámica va transformando. Esta pasión, en definitiva, es pasión por el ser humano que se beneficia de esa esperanza. Se beneficia cuando la esperanza se concreta y modifica su vida, su calidad de vida; y se beneficia cuando tiene esperanza, cuando cree en un futuro mejor.


Pero volviendo al principio; si el catequista no degusta la esperanza, no la siente, no la percibe, no la asume, no puede hacerla presente en la catequesis. El mero hecho de educar en la fe, educar en el Evangelio, tiene que ser motivo de esperanza. Porque el Evangelio ha demostrado, con sobras, que es capaz de cambiar las vidas y la historia. El Evangelio es capaz de levantar al caído y liberar al que está esclavo. El Evangelio tiene una fuerza propia en la que podemos confiar. Un trabajador del Evangelio, que lo conoce y lo relee, y lo intenta comprender para darlo a comprender, no puede menos que maravillarse de ello. Allí debe gestarse y expandirse la espiritualidad de la esperanza. El catequista, mano a mano con la Biblia, mano a mano con la vida de Jesús, mano a mano con los seres humanos que han sido transformados por la Palabra, puede esperanzarse. Hay una acción del Reino de Dios, una presencia constante y misteriosa, pequeña y gigantesca a la vez, que puede esperanzarnos.
Parte de la esperanza cristiana se sostiene en la certeza de que no estamos solos. Descubrimos el Reino actuando, descubrimos a Jesús presente, la mano de Dios, el soplo del Espíritu. Descubrimos al otro necesitado y que suple nuestra necesidad. La esperanza tiene un fuerte arraigo en la experiencia del otro, la experiencia de alteridad. Está el Gran Otro, Dios, y está el otro-prójimo. El catequista debe experimentar, más que nadie, al otro. La existencia de esa alteridad nos da esperanza. Una de las mayores frustraciones, de las mayores depresiones del ser humano, es sentirse abandonado, solo, sin nadie que se acuerde de él, nadie que lo quiera. ¿Cómo puede haber esperanza en la soledad? ¿Y si estamos solos en el universo? Es la desesperanza total.
En la catequesis, para construir esperanza, indefectiblemente hay que construir comunidad y sentido del otro. El catequizando debe saber que existe otro, tan igual y tan importante como yo, con necesidades y con potencialidades que yo necesito. Sin esa premisa, cualquier juego, dinámica o explicación sobre el Evangelio que se desarrolle en el encuentro de catequesis, cae en vacío. Sin el principio-comunidad, sin el principio-alteridad, la catequesis no hace más que reforzar el individualismo que atenta contra el Evangelio. Y refuerza la desesperanza de sentirse abandonado, de sentirse solo, en constante competencia con los demás. El otro no es un hermano, sino un enemigo, o al menos, un potencial enemigo. No hay esperanza en un mundo de seres enfrentados, de guerras constantes. No se puede construir esperanza desde la catequesis si le damos la espalda a la realidad de que el otro no existe para la mayoría, no se lo ve como hermano. Hay que revertir esa visión para revertir la desesperanza. Y sobre todo, hay que hacer hincapié en que el catequizando reconozca al otro que sufre, el otro marginal, el otro olvidado, el otro pobre. Recordar y hacer algo por ese otro caído en desgracia es el inicio inmediato y necesario.

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