miércoles, 15 de enero de 2014

Yo no estuve ahí, pero soy testigo / Segundo Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo A – Jn 1, 29-34 / 19.01.14

Al día siguiente, Juan vio acercarse a Jesús y dijo: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. A él me refería, cuando dije: Después de mí viene un hombre que me precede, porque existía antes que yo. Yo no lo conocía, pero he venido a bautizar con agua para que él fuera manifestado a Israel”.Y Juan dio este testimonio: “He visto al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y permanecer sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: Aquel sobre el que veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, ese es el que bautiza en el Espíritu Santo. Yo lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios”.

El acto testimonial del Bautista, o mejor dicho, la misión testimonial, es un modo de interpelación para nuestro compromiso. El verbo ver es importantísimo en el cuarto Evangelio. En la perícopa que leemos hoy, Juan ve acercarse a Jesús, ha visto el Espíritu sobre Él y por lo que vio da testimonio de que es Hijo de Dios. La primera visión es material, de un varón judío que viene caminando. La segunda visión es sobrenatural, pero el texto nos habla de un signo físico (la paloma) que nos permite llegar hasta el simbolismo del Espíritu. La tercera visión, sobre la filiación divina, es una visión de fe. No hay elementos materiales, sino la certeza de lo que cree Juan.

Para la Iglesia, esto es una invitación a dar testimonio sobre las cosas que ve y que no debería callar. No se puede ocultar un delito cometido en el seno de la institución eclesial, ni hacer oídos sordos a los reclamos de los pueblos oprimidos. La visión eclesial tiene que ser amplia y profética para ser testimonial del Evangelio. Amplia para abarcar la mayor cantidad posible, para no dejar que se le pase nada, para evaluar la realidad desde todos y cada uno de los ámbitos. Muchas veces, una visión reducida de la realidad lleva a un posicionamiento equívoco. El aspecto profético tiene que ver, sobre todo, con estar presentes en medio de los que sufren injusticias. Los profetas de Israel se caracterizaban por denunciar la injusticia que vivían ellos o sus compatriotas; eran gente del pueblo para el pueblo. La Iglesia honra esa tradición heredada de Israel cuando, viviendo entre los que sufren, se hace presente en las esferas de decisión para luchar porque las cosas cambien.

Pero la Iglesia también da testimonio sobre cosas que no ve directamente. Da testimonio sobre un Cristo resucitado que no lo tiene físicamente. Da testimonio sobre un Reino de Dios que no se ha instaurado definitivamente. Da testimonio del amor, a sabiendas de que es un concepto abstracto. Da testimonio de comunidad sin poder presentar más que la utopía comunitaria de Jesús.
A pesar de las dificultades, su Señor la ha enviado hasta los confines de la tierra para dar testimonio de todas esas cosas. Como el Bautista, tiene que dar un salto de calidad en fe. La Iglesia tiene que estar segura para proclamar al Hijo de Dios. Esa seguridad, mal que nos pese, no está en estatutos ni en manejos empresariales. Cuando la institución eclesial decide manejarse así, se pierde, se desgaja de sus orígenes. La seguridad está en haber comprendido los signos, como Juan comprendió la paloma. Los signos de los pobres, de los excluidos, de los niños desnutridos, de las mujeres relegadas, de la depresión social, de la voracidad del capitalismo. Los signos de las iniciativas no gubernamentales por la ecología, las organizaciones populares, los gobiernos democráticos.
Cuando la Iglesia lea con seguridad los signos de los tiempos, entonces será con seguridad testigo.

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