miércoles, 29 de mayo de 2013

Eucaristía: liturgia de lo cotidiano / Fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo – Ciclo C – Lc 9, 11-17 / 02.06.2013

Pero la gente lo supo y le siguieron. Él los acogía, les hablaba del Reino de Dios y curaba a los que tenían necesidad de ser curados.Pero el día había comenzado a declinar y, acercándose los Doce, le dijeron: “Despide a la gente para que vayan a los pueblos y aldeas del contorno y busquen alojamiento y comida, porque aquí estamos en un lugar deshabitado”. Él les dijo: “Denles ustedes de comer”. Pero ellos respondieron: “No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos nosotros a comprar alimentos para toda esta gente”. Pues había como cinco mil hombres. Él dijo a sus discípulos: “Hagan que se acomoden por grupos de unos cincuenta”. Lo hicieron así y acomodaron a todos.Tomó entonces los cinco panes y los dos peces y, levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los iba dando a los discípulos para que los fueran sirviendo a la gente. Comieron todos hasta saciarse. Se recogieron los trozos que les habían sobrado: doce canastos.

Dos partes en este comentario. La primera es un fragmento de un libro que pude terminar de escribir sobre el Reino de Dios hace pocos meses; en este caso transcribo la parte dedicada a analizar el primer versículo que se lee en esta liturgia de Corpus Christi. La segunda parte es otro fragmento, en este caso de un artículo terminado hace mucho, sobre la celebración eucarística y sus connotaciones.
Puede pensarse la primera parte en una línea más exegética, buscando el sentido bíblico. La segunda es más pastoral, buscando la forma de hacer nuestras celebraciones más y más parecidas a la práctica de Jesús.

Sobre Lc 9, 11
Esta es la antesala a la multiplicación de los panes que narrará Lucas (cf. Lc 9, 12-17). La multiplicación es un texto que, como pocos, se repite en los cuatro Evangelios, y como pocos, cuenta en total con seis versiones (dos en Marcos, dos en Mateo, una en Lucas y una en Juan). A primera cuenta, es un texto importante, querido por las primeras comunidades, y si bien es una escena en la que no se nombra explícitamente el Reino de Dios, es probable que estemos ante uno de los mejores, sino el mejor resumen, de lo que el Reino es. En la comida compartida al aire libre, con panes y peces que sobran comenzando desde una cantidad ínfima, con las personas sentadas en grupos/comunidades, y los discípulos repartiendo la comida, está la escena simbólica por excelencia de los anhelos, realidad y praxis del Reino. En este sentido, mientras los otros evangelistas dicen que Jesús le enseñaba a la multitud, sin aclarar el contenido de la enseñanza, sólo Lucas dice que les hablaba específicamente del Reino de Dios.

Es un nuevo registro de la asociación directa entre Reino de Dios y curación, y si ampliamos los versículos, queda unida también la alimentación. El Reino de Dios se encarga no sólo de curar/exorcizar, sino también de alimentar, en el amplio sentido de la palabra. Jesús alimenta a la multitud con su Palabra, la alimenta con sus actos y la alimenta efectivamente con comida. La dimensión espiritual y la dimensión material parecen inseparables en el Reino de Dios. Y esto representa una expansión del concepto, desde lo religioso hacia lo secular. No se ve la alimentación material como un acto caritativo, como un apéndice de lo religioso. No se alimenta al hambriento para que venga a nuestro culto, ni se lo alimenta porque sea una buena obra. Jesús se expande hasta un nuevo entendimiento y hacia una complejidad muy grande al respecto: alimentar con pan es intrínseco al Reino. Si no alimentamos es porque el Reino no ha prendido en nosotros. Es posible que la multitud malentendiese el signo de los panes multiplicados; es posible que Jesús sea visto, posteriormente, como un mesías de la comida. Pero eso no limita el hecho de respetar como debe ser respetado el suceso alimenticio en el marco del Reino de Dios. No por una posible mala interpretación se puede negar o excluir lo alimenticio. No es una excusa válida para desentenderse.
Esta expansión hacia lo secular establece una liturgia en lo cotidiano. Jesús recibe a la multitud, les predica, luego sana a los enfermos y, finalmente, se comparte la comida. Un proceso litúrgico se desarrolla desde lo de todos los días: hay recepción, hay predicación, hay curación y una comunión final. Jesús orquesta el movimiento y los discípulos participan. El templo es el aire libre. La comida sagrada son cinco panes y dos peces. Los monaguillos son discípulos. Es una liturgia que se mezcla con lo secular; es más, que está en lo secular. Esta liturgia asociada al Reino lo representa mejor que la sinagoga, que el Templo de Jerusalén o que muchos servicios de culto del cristianismo posterior. Lo representa mejor porque elimina la barrera del puro/impuro. En la sinagoga, en el Templo y en el culto cristiano, es prácticamente constante la construcción de una realidad de lo sagrado que excluye. El servicio litúrgico suele estar para marcar una diferencia entre los de adentro y los de afuera. Se debe celebrar en un lugar específico declarado sagrado, deben existir unos profesionales de la religión, algunas cosas se pueden tocar y otras no. En la multiplicación de los panes no hay barreras cultuales. La realidad sagrada se confunde con lo secular. Mirando desde fuera, uno no puede decir a ciencia cierta si están celebrando un culto o sólo son un grupo de personas comiendo y compartiendo. Esa diferencia es fundamental y ontológica. Es el gran cambio de paradigma que propone Jesús con el Reino: pasar de la religión a la fe vívida, de lo que es de Dios a lo que es humano (que termina siendo de Dios por su naturaleza humana, justamente).

En la mesa de Jesús se acoge
La mesa de Jesús no termina en la comida en sí. Si así fuese, la gente llega, se acomoda, come y se va. La mesa de Jesús es un concepto más grande que implica una acogida. Jesús sale a buscar al marginal, lo mira con amor, le habla al corazón, lo escucha, intercambia, y lo invita a un banquete donde encontrará espacio, oportunidad de expresarse y reconocimiento de su dignidad. El acogido debe ser capaz de sentarse en la mesa como si fuese la suya propia, y debe ser capaz de entrar en relación con los otros comensales desde la confianza. La mesa de Jesús no es silenciosa. Allí se habla y todos pueden hablar. Se comparten las experiencias y se las respeta. Animarse a la acogida es muy arriesgado, porque quien acoge está cediendo parte de sí al otro.
Los distintos resúmenes que los evangelistas presentan sobre cómo acudían las masas a Jesús es paradigmático. Para Mateo: “Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia. Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9, 35-36). Para Marcos: “Jesús se retiró con sus discípulos hacia el mar, y le siguió una gran muchedumbre de Galilea. También de Judea, de Jerusalén, de Idumea, del otro lado del Jordán, de los alrededores de Tiro y Sidón, una gran muchedumbre, al oír lo que hacía, acudió a él. Entonces, a causa de la multitud, dijo a sus discípulos que le prepararan una pequeña barca, para que no le aplastaran. Pues curó a muchos, de suerte que cuantos padecían dolencias se le echaban encima para tocarle” (Mc 3, 7-10). Para Lucas: “Bajó con ellos y se detuvo en un paraje llano; había un gran número de discípulos suyos y gran muchedumbre del pueblo, de toda Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón, que habían venido para oírle y ser curados de sus enfermedades. Y los que eran molestados por espíritus inmundos quedaban curados. Toda la gente procuraba tocarle, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos” (Lc. 6, 17-19). Las características de la acogida jesuánica son la compasión, la curación y el exorcismo. Compasión que mueve a la acción, que denota un corazón atento. Curación que es acompañamiento y restitución de la situación querida por Dios. Exorcismo que es bien venciendo al mal.
Comer es parte del tratamiento, pero también meta de un camino que comienza en el encuentro personal. Al encontrarnos con el otro descubrimos que necesita compasión, alguien que le hable al corazón, que lo mire de verdad y a su altura, no desde arriba, que reconozca sus carencias y no se aproveche de ellas; descubrimos que necesita curación, porque su cuerpo y su mente sufren, y no puede reconocer la presencia de Dios a su lado acompañándolo en esa situación; descubrimos que necesita exorcismo porque está esclavizado, por distintos demonios, pero al fin y al cabo preso, sin libertad, sin poder hacer, y nadie le ha ofrecido una vía alternativa para romper las cadenas y proyectarse.
Si la Eucaristía es una hora semanal, es una farsa. La Eucaristía comienza cuando el cristiano se encuentra con el otro que necesita compasión, curación y exorcismo. Allí da inicio la mesa, que se coronará alrededor del pan y el vino. El templo no puede abrirse quince minutos antes de la celebración, ni la gente puede ir entrando sin recibimiento. Además, aunque parezca obvio a esta altura de la historia eclesial, no se puede pretender que una persona venga a comer con nosotros si nadie la ha invitado. El ministerio de la acogida exige un trabajo de toda la semana, casa por casa, ámbito por ámbito, y en la entrada del templo, y alrededor del sitio elegido cuando se celebra fuera del templo, y ubicando a las personas, y dialogando. La Eucaristía no es un acto religioso sin más. En la Eucaristía hacemos sacramento de la comunión, de la familia que formamos en Cristo, y de que el otro es mi hermano. Por eso debo sentirme tan ligado a él o ella que no puedo evitar hablarle, saludarlo, sentarme a su lado, interesarme por lo que le pasa.


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