martes, 23 de octubre de 2012

No todos los caminos conducen a Roma / Trigésimo Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo B – Mc. 10, 46-52 / 28.10.12


46 Después llegaron a Jericó. Cuando Jesús salía de allí, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud, el hijo de Timeo -Bartimeo, un mendigo ciego- estaba sentado junto al camino. 47 Al enterarse de que pasaba Jesús, el Nazareno, se puso a gritar: “¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!”. 48 Muchos lo reprendían para que se callara, pero él gritaba más fuerte: “¡Hijo de David, ten piedad de mí!”.49 Jesús se detuvo y dijo: “Llámenlo”. Entonces llamaron al ciego y le dijeron: “¡Ánimo, levántate! Él te llama”. 50 Y el ciego, arrojando su manto, se puso de pie de un salto y fue hacia él. 51 Jesús le preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?”. El le respondió: “Maestro, que yo pueda ver”. 52 Jesús le dijo: “Vete, tu fe te ha salvado”. En seguida comenzó a ver y lo siguió por el camino. (Mc. 10, 46-52)



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Jericó es, para los peregrinos a Jerusalén que vienen del norte, un lugar de paso obligado. Todos la describieron como un oasis de palmeras, un lugar distinto y fértil en comparación al desierto que la rodea. Hay dos emplazamientos de la ciudad: el primero corresponde al Antiguo Testamento, más al norte, y la Jericó del Nuevo Testamento, la que correspondería a esta escena, al sur de la antigua, signada por las obras edilicias de Herodes, quien tenía allí una residencia para el invierno. En el Evangelio según Marcos, Jericó representa la puerta de entrada al final de las cosas, que como ya sabemos, es en realidad el principio de las cosas. Jericó juega como una bisagra entre el final del camino del discipulado y el comienzo de la semana en Jerusalén, que termina/empieza en la cruz y la tumba vacía. Llegar a Jericó es prepararse para lo que se viene, como última posta de respiro antes de los frenéticos días finales. Marcos no se detiene a explicar nada de la ciudad ni el paso de Jesús por ella. La escena sucederá cuando salen de allí, y ya veremos que el sentido seguirá siendo el camino: Jesús sigue su camino a Jerusalén, esa es su meta.
El autor habla de Jesús con sus discípulos más una multitud que acompaña. Uniendo esta referencia a la cronología que comenzará con el próximo capítulo del libro, algunos comentaristas sostienen que estamos en una peregrinación típica de subida a Jerusalén para celebrar la pascua, y por eso la multitud que acompaña. Era habitual viajar en grandes caravanas por los polvorientos caminos para defenderse mejor de los salteadores. Puede que históricamente el núcleo del relato sea una peregrinación pascual, pero Marcos ha hecho de esta peregrinación un camino de discipulado intensivo con fines pedagógicos, como la ha demostrado desde el capítulo 8.
Para cerrar este camino tenemos un personaje ciego. Así como para iniciarlo hubo otro ciego en Betsaida (cf. Mc 8, 22-26). La presencia de dos ciegos, al principio y al final del camino, como escenas-marco del proceso discipular, es un mensaje simbólico. Jesús realiza el camino de discipulado para quitar la ceguera de sus seguidores, para hacerlos ver la realidad sobre Él mismo (es el Hijo del Hombre que debe ser crucificado), sobre el Reino (realidad que construye un universo de amor al prójimo) y sobre Dios (Padre de todos los seres humanos que trasciende la religión). Los dos ciegos (el de Betsaida y el de Jericó) son la clave hermenéutica para entender todo lo que ha sucedido en el camino. El discipulado se trata de pasar de un estado de ceguera a la luz de una revelación que libera y que nos ayuda a ponernos en el camino con plena confianza. Bartimeo será el modelo del discípulo; no Pedro, Santiago ni Juan; es el ciego de Jericó el ejemplo paradigmático a seguir para los lectores. Pedro, Santiago y Juan son formas de discipulado, son una enseñanza de correcciones para el camino, pero Bartimeo es la pro-forma de la conversión y del seguimiento.
A diferencia del ciego de Betsaida, Bartimeo tiene nombre propio. También a diferencia del de Betsaida que parece tener una casa, Bartimeo es un mendigo. No tiene hogar, no tiene dinero, y sobrevive día a día (algunos días seguramente no) de lo que puedan dejarle los peregrinos. Su nombre es una construcción gramatical aramea que significa hijo (bar) de Timeo. Aquí sucede un recurso literario que es la repetición para remarcar algún aspecto: primero se dice que es el hijo de Timero, y luego se dice lo mismo en su nombre compuesto (hijo de Timeo, Bartimeo). Timeo significa, en griego, apreciado o valorado. El hecho de ser reconocido como hijo de algo o alguien, no es siempre en términos bíblicos una referencia familiar de paternidad. Se es hijo de algo o alguien, también cuando se es discípulo de ese algo o de ese alguien, como en 2Rey 2, 3 al hablar de los hijos de los profetas, que puede traducirse como discípulos de los profetas. Entonces, Bartimeo sería, simbólicamente, un discípulo del apreciado, lo que podría referirse a alguien que cree que el Mesías ha de ser una persona valorada por la sociedad, un digno hijo político-militar de David. La curación de su ceguera sería, justamente, quitarle esa visión tergiversada del mesianismo. Bartimeo tiene que convertirse de su primera idea sobre la salvación y el Reino para incorporarse al camino de Jesús de Nazaret.


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Marcos hace una contraposición sutil y de genialidad en este versículo. Como autor, llama a Jesús con el calificativo Nazareno (que también podría traducirse todo como Jesús de Nazaret). Y en los labios del ciego ubica el título Hijo de David. Como ya hicimos notar, gran parte de la conversión de la ceguera tiene que ver con cambiar la mirada desde el descendiente davídico según los reyes de este mundo al nazareno, artesano manual que revela a Dios. El que pasa por el camino es ese Jesús de Nazaret, Mesías desde Galilea, pero lo que el ciego ve es un descendiente davídico que tomará Jerusalén con el poder militar y destruirá a los enemigos de la nación.
En el libro de Marcos, Bartimeo es el único personaje que lo identifica a Jesús como Hijo de David, literalmente. Más adelante, en la entrada mesiánica en Jerusalén, la gente lo aclamará: “¡Bendito el reino que viene, de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!” (Mc 11, 10), pero no es literal la frase. Y finalmente, en el Templo, Jesús enseñará sobre el verdadero sentido del título (cf. Mc 12, 35-37). Hablar del Hijo de David tiene todo un acervo teológico, que es el que ha venido marcando a Pedro, por ejemplo, cuando se opone a un Mesías sufriente. El Hijo de David no puede sufrir en manos de los hombres, no puede perder una batalla, no puede venir al mundo a fracasar. El concepto teológico del título implica un poder político-militar que salva a Israel desde esa posición poderosa. Jesús de Nazaret, artesano manual, no puede representar en este esquema nada, no puede atribuírsele poder militar ni capacidad de invadir Jerusalén. Es un Mesías condenado al fracaso. Y la cruz es su fracaso. No ha derrotado a Roma, no cambió el Templo de Jerusalén ni acabó con todas las enfermedades del mundo.
El ciego pide piedad a un Jesús distinto del que camina frente suyo. Pide piedad a un rey según este mundo, quienes imparten piedad políticamente, por conveniencia, sin razón lógica, sin sentimientos, y de acuerdo a la conveniencia del momento. Así como los reyes practican la piedad, de la misma manera y con el mismo tenor practican ejecuciones. Bartimeo clama por una piedad al estilo romano, y Jesús de Nazaret no tiene nada que ver con ese estilo.

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Los que vienen con Jesús quieren que Bartimeo se calle. Es un ciego molesto que anda a los gritos. Quiere algo de Jesús. Equivocadamente en un principio, desde una visión de realeza inexistente, pero tiene su derecho a pedir.
Los que intentan detenerlo juegan un papel literario de obstáculo. Son aquellos que no comparten el Reino, que privatizan el Evangelio, que acomodan a Jesús a su gusto y en sus casillas. Bartimeo grita más fuerte. Recordemos que es el paradigma del discipulado. Su deseo de Jesús, aunque equivocado, es más fuerte que la multitud que lo separa. En sus limitaciones, aún tiene la fuerza para intentar acercarse a Jesús. La comunidad que rodea al Maestro (¿Iglesia?), en lugar de funcionar como puerta de entrada al misterio del Reino, hace las veces de muro, de puerta cerrada.

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Como siempre, Jesús funciona a contramano de la masa. Se detiene y pide que lo llamen, que lo acerquen a Él. Lo que la multitud intentaba detener no debía ser detenido, como sucedió con los niños que querían acercarse en Mc 10, 13-14. Rápidamente, cambiando la actitud, los que le impedían, ahora lo animan a acercarse. Levántate, le dicen, con la palabra griega egeiro, que es parte del vocabulario de la resurrección: levantarse de los muertos, despertar de la muerte. Veladamente, indirectamente, comienza la pascua del ciego de Jericó. Su levantamiento para llegar hasta Jesús es el inicio de su cambio desde la ceguera a la visión plena, del costado del camino al camino en sí, del Hijo de David al Jesús de Nazaret.

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En este versículo, el tema principal es descifrar qué significa el manto arrojado. En el contexto de toda la escena, junto al hecho de pararse de un salto, es una expresión de alegría. No importa mucho más que acercarse a Jesús, y en el gozo que representa haber sido llamado por Él, el manto es tirado para correr libremente. De la misma manera, en la línea de la alegría, despojarse del manto es dejar de lado lo que se tiene (probablemente la única pertenencia de Bartimeo) para ir libre al encuentro de Jesús. La persona de Jesús relativiza todo: ahora hay un absoluto que hace a las demás cosas pequeñas e insignificantes. Despojarse del manto no significa nada porque las pertenencias ya no significan nada frente al misterio de Jesús.
Finalmente, podemos pensar el manto como la figura simbólica de la persona misma. Cuando los reyes paseaban por las ciudades, los súbditos arrojaban sus mantos al camino para que el rey pasara sobre ellos, representando su total sumisión a la voluntad del rey, como quien entrega su propia vida al soberano. La escena de la entrada en Jerusalén que continúa a esta, retoma el tema (cf. Mc 11, 8). Como símbolo de la persona misma, en la línea de conversión, el manto arrojado y dejado al costado del camino puede ser el símbolo de lo que está sucediendo con Bartimeo en su cambio, en su recuperación de la vista. Se está pasando de una forma de ser, de un Bartimeo configurado de una determinada manera, a otra forma de ser, a un nuevo Bartimeo. El manto dejado es la persona vieja dejada.

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Jesús pregunta como le preguntó a Santiago y Juan en la escena anterior: ¿qué quieren que Él haga por ellos? (cf. Mc 10, 36). Bartimeo responde iniciando su pedido con la palabra Rabbuní en los originales (algunas traducciones bíblicas al español lo traducen como Maestro o Señor). Bartimeo es el único personaje de Marcos que denomina así a Jesús. Es una variación propiamente galilea de la palabra rabbí, término derivado de la raíz hebrea rbb que significa ser grande, y que era el trato habitual para doctores de la Ley y grandes maestros del judaísmo. El ser rabino está ligado, indefectiblemente, a un estilo religioso sinagogal, a una forma de entender la fe en Dios como la entienden los fariseos y los escribas. En el Evangelio según Marcos, Jesús es llamado rabí en cuatro oportunidades: lo hace Pedro durante la transfiguración, cuando propone armar tres carpas para quedarse en las alturas (cf. Mc 9, 5); luego Bartimeo (con la variante rabbuní); nuevamente Pedro cuando le hace notar que la higuera que ha maldecido está seca (cf. Mc 11, 21); y Judas cuando lo entrega con un beso (cf. Mc 14, 45). Las cuatro oportunidades reflejan de fondo una visión de Jesús en tensión con el modelo fariseo y sinagogal del judaísmo. Cuando Jesús es llamado rabí está siendo malinterpretado: Pedro quiere quedarse en las alturas de la transfiguración y nota que la higuera/Israel se seca, Judas viene a precipitar la muerte, y Bartimeo cree en el Hijo de David militar.
Jesús es Maestro, pero no rabí. En contraposición, el rabinismo parece cegar, dando a los discípulos una visión legislada de la religión, un Dios encadenado en prescripciones, un espacio sin lugar para la profecía, un mundo donde los sabios e iniciados en la Palabra tienen la palabra, mientras los demás son ignorantes. Jesús, en cambio, como parece intuir Bartimeo, tiene la capacidad de dar luz. Él abre la mente y el corazón al Reino, donde el ser humano está liberado en Dios que libera, donde hay lugar para la profecía, donde no hay sabios ni ignorantes que hacen a uno mayor y a otro menor, a uno superior y a otro inferior, sino que hay fraternidad y la Palabra tiene la libertad para hablar de Dios desde los pequeños, desde los supuestos ignorantes.

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La respuesta del Maestro es muy similar a la que recibe la hemorroísa en Mc 5, 34: “Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz”. Y en el sentido, es muy similar a la que recibieron Santiago y Juan en la escena anterior, como si Jesús respondiese algo distinto al pedido realizado. Bartimeo solicitó ver, y Jesús responde desde una fe que salva. Esto conlleva a pensar que toda la escena, como veníamos adelantando, no se trata de la ceguera física, sino espiritual. Bartimeo puede ver porque su fe ha sido renovada y cambiada: ya no tiene fe en el Hijo de David que entra a Jerusalén para tomar el trono, sino que su fe está en Jesús de Nazaret, capaz de caminar el camino del pueblo, capaz de cambiar el mundo sin poder político y sin armas. La fe que salva es la fe que libera. Bartimeo fue liberado de su visión reduccionista, y ahora es libre para internarse en una religión distinta, abierta, más humana.
Por eso, a diferencia del ciego de Betsaida, que vuelve a su casa (cf. Mc 8, 26), Bartimeo se une al camino. Ante la instrucción vete, la desobediencia lo pone rumbo a Jerusalén. Bartimeo es ahora discípulo con todas las letras, hombre del camino con Jesús, en dirección a la cruz. No importa ir para tomar el trono, sino caminar el camino, y acompañar hasta el final, sea este final el que sea. Es una cuestión de procesos, no de resultados. El Hijo de David depende del resultado, de ganar las batallas. Jesús de Nazaret depende de la fidelidad al proyecto del Reino, sea cual fuere el resultado final. La imagen del camino permite elaborar una ética de principios frente a una ética consecuencialista. El Reino de Dios es de principios, porque el ejemplo de Jesús es que fracasa en la cruz, pero fue fiel. Para los lectores/oyentes de Marcos esto es vital: es bastante probable que todos ellos fracasen en el sentido de que pueden ser martirizados en cualquier momento, pero no importa ese final para decidir permanecer fieles al proyecto del Reino. La fidelidad se juega en el camino, en la adhesión a los principios del Reino, aunque el destino final sea la cruz. Por ello Bartimeo es paradigma para la Iglesia de Marcos: ha pasado del Hijo de David (triunfador, aunque sea a costa de muertes) a Jesús de Nazaret (fracasado, aunque sea a costa de vidas).

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