(Mc 4, 30-31a) También Jesús decía: “¿Con qué podríamos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola nos servirá para representarlo? Se parece a un grano de mostaza” [Mt 13, 31-32; Lc 13, 18-19]
La parábola del grano de mostaza es común a toda la tradición sinóptica. Ningún
evangelista sinóptico ha decidido eliminarla de su colección. Y en el
inconsciente colectivo cristiano también ha dejado huella. Difícilmente un
católico o un evangélico desconozcan las líneas generales de la parábola, y la
mayoría puede recitarla casi con perfección. Hasta temas musicales de animación
pastoral se han escrito en base a ella. Es un relato escueto, pero efectivo a la
hora de transmitir una idea.
La estructura con la que da inicio el texto en Marcos es clásica del
rabinismo judío. En primer lugar, el Maestro anuncia de lo que hablará: Reino
de Dios; luego se pregunta, retóricamente, cómo hablará de ello: ¿qué parábola
servirá?; finalmente, anuncia su decisión final sobre cómo lo hará: la figura
del grano de mostaza. Entonces, esta parábola es, sin demasiado misterio, una
parábola sobre el Reino de Dios. Y nuevamente, a pocos versículos de la
parábola de la semilla que crece por sí sola, tenemos un relato que comparte
elementos comunes. Volvemos a escuchar de una semilla que atraviesa etapas de
crecimiento y que resulta en algo grande (una espiga cargada y un mostacero).
Para reforzar el contraste entre el inicio pequeño y el final grande, Jesús
describe el grano de mostaza como la más pequeña de todas las semillas de la
tierra, lo cual es una exageración. En
el plano biológico-científico, la mostaza no es la semilla más pequeña de todas
las que existen, pero en el ideario metafórico puede serlo, y eso es suficiente
para utilizarla como parábola. Porque el Reino de Dios no se parece
específicamente al grano de mostaza, sino a lo que sucede con el grano de
mostaza cuando es sembrado. ¿Y qué sucede? Se convierte en una planta de
mostaza. A orillas del Mar de
Galilea, los mostaceros podían alcanzar una altura de tres o cuatro metros. Pero
la parábola no clasifica este arbusto entre los vegetales silvestres, sino entre
las hortalizas, o sea, entre aquellas plantas que podían cultivarse en un
huerto o huerta, con supervisión humana. Así es que el pequeño grano de
mostaza, en comparación con las otras hortalizas, es llamativo, pues en breve
tiempo alcanza tamaño de arbusto, y se destaca de las demás semillas.
Jesús añade a este relato un final con pájaros que vienen a cobijarse al
mostacero. Esta imagen de las aves no pertenece tanto a la realidad palestina
como al Antiguo Testamento. El capítulo 4 del libro del profeta Daniel y los
capítulos 17 y 31 de Ezequiel son la referencia obligada para entenderlo. El
árbol representa, en el profetismo, a los grandes reinos terrenales. Babilonia
es un árbol corpulento, Egipto es un cedro del Líbano. De la misma manera,
actualizando la imagen mediante Jesús, el Reino de Dios es como un vegetal
grande; no es un cedro, no es un ciprés que se impone por su robustez. El Reino
de Dios es como un grano de mostaza, destinado a la huerta, a estar entre otras
hortalizas. Crecerá de golpe y se verá su magnificencia de arbusto, pero
diferenciada de la magnificencia de los árboles aplastantes. Es otra manera de
Reino, otra forma de estar presente. En los grandes árboles de los reinos
terrenales se cobijan los pájaros del cielo (cf. Ez. 31, 6), y en el arbusto mostacero
también. Los pájaros del cielo son las naciones de la tierra que se ponen al
amparo del reino más poderoso, buscando protección por miedo a su poder. Con el
mostacero es distinto porque los pájaros que anidan (los gentiles que llegan al
Reino) no llegarán por temor, sino por atracción.
Esa es la fuerza del Reino que comienza pequeño, se expande, y termina
atrayendo. Es una potencia que tiene un alcance universal y cósmico. Los reinos
de la tierra se ven limitados por su propia maquinaria de poder que genera
intrigas, burocracia y traiciones. El Reino de Dios, al contrario, logra
expandirse sin esas tramas siniestras. El resultado final es grandioso, y
seguramente nadie lo esperaba, pero sucede a fin de cuentas. La fuerza de la
semilla es también la esperanza que genera. Sabemos que será un gran mostacero,
que las aves vendrán a anidar, pero no podemos forzar el proceso. Eso sucede
bajo tierra, en el misterio de Dios. Si confiamos en Dios, confiamos en el
crecimiento y en el desenlace.
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