(Mc 10, 14-15) Al ver esto, Jesús se enojó y les dijo: “Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos. Les aseguro que el que no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él”. [Mt 19, 14-15; Lc 18, 16-17]
Hay un elenco de personas que, según el relato evangélico de Marcos, son
los que entran (o están muy cerca de hacerlo) al Reino de Dios. El verbo entrar es difícil de cohesionar con la
idea del Reino, sobre todo si hacemos hincapié es que no necesariamente Jesús
habla de un espacio particular. El Reino de Dios no tiene una dirección postal
a donde podemos dirigirnos para ingresar a él; no es un edificio de una
institución; no es un salón ni una iglesia ni una sinagoga. ¿Cómo se puede
hablar de entrar a él? Pero más aún, los versículos que estamos por analizar
ahora contienen otros dos verbos en referencia al Reino: pertenecer y recibir. O
sea que sobre el Reino de Dios: se puede pertenecer a él (o que él sea
pertenencia nuestra), se puede recibir y se puede entrar.
La pertenencia está dada por el término griego esti: el Reino de Dios es de ellos, de los niños. Recibir es decomai en griego; algo es ofrecido y
alguien lo recibe deliberadamente; los que reciben el Reino de Dios como los
niños reciben un regalo, pueden hacerse con el Reino. Y entrar es eisercomai en griego, un término que probablemente
sea mejor traducirloo como pasar a través
o penetrar; el Reino es una realidad
que invita a ser penetrada, a zambullirse en sus olas, a dejarse arrastrar por
su maravilla.
La invitación a ser como niños debe analizarse desde el niño de la época de
Jesús. En general, el niño no es considerado en sí mismo, sino en potencia, en
lo que puede llegar a ser. El niño varón será un padre, y ese es su valor; la
niña mujer será una esposa, y así vale, para el futuro matrimonio. Todavía no
está difundido el concepto de los derechos de la infancia, ni tampoco la idea
del respeto casi sagrado a los niños como principales víctimas de lo que sucede
alrededor, en la historia de los adultos. El niño es un apéndice familiar que
no tiene voluntad propia. Sus padres (su padre, sobre todo), deciden por él o
ella. En cierto sentido, la mujer y el niño están igualados en su condición
inferior respecto al varón padre de familia. Son las consecuencias de una
sociedad patriarcalista. El único verdaderamente libre para decidir sobre su
vida es el varón adulto. El niño es un dependiente, y peor aún, la niña. En
cuanto a la educación formal, no existe hasta los seis años, edad en la que hay
que iniciarlos en el conocimiento de la Torá; lo que pueden hacer los propios
padres o la sinagoga. Los menores de seis años no son conocedores de la Torá, y
por ello, en una religión fuertemente ligada al Libro Sagrado, estos menores no
tienen nada ante Dios, porque no conocen su palabra.
Ante este contexto, desfavorable a la figura del niño, Jesús lo propone
como modelo para el Reino. El Reino de Dios es de los niños y de los que los imitan.
En griego, Jesús denomina a los niños como paidion,
que es un diminutivo de pais (niño). El Reino de Dios es de los
niñitos, de los niños pequeños, quizás de los menores de seis años que no
conocen la Torá. Como el Reino es gracia, es don divino, el niño que no conoce
la Torá puede entrar en él. No se necesita recitar la larga lista de
mandamientos; se necesita estar con un corazón dispuesto para receptar lo que
viene de Dios. Y en ese sentido, el niño pequeño es la figura ideal. Su mente
no está contaminada por vericuetos religiosos ni cavilaciones ni disposiciones
litúrgicas. Su corazón cree y espera, su corazón es simple, no en un sentido
despectivo, sino frente a Dios y las cosas de Dios. Los adultos reciben el
Reino de Dios con cuestionamientos, con miramientos, poniendo obstáculos para
sus exigencias, devaluándolo frente a los dictámenes políticos, económicos y
religiosos. El niño es más receptivo, y es capaz de asumir rápidamente el
misterio.
Alguien podría interpretar que Jesús ofrece el Reino a los obedientes
ciegos, a los que no cuestionan la autoridad como los niños pequeños, obligados
a respetar a rajatabla a sus padres. Pero el sentido, en el macro-contexto del
Evangelio, es distinto. A sus discípulos, Jesús les propone tomar la condición
de niños. No para obedecer ciegamente, sino para ponerse en el lugar de los
marginados. El niño pequeño está en los últimos lugares de la escala social y
religiosa. Es un despreciado, no tenido en cuenta. Los discípulos deben tomar
la condición de últimos, de olvidados sociales, porque de esos últimos es el
Reino. Ser como niños, recibir el Reino como pequeños, es achicarse un poco, ir
decreciendo socialmente para encontrarse con los decrecidos obligados, los que
nacen condenados a ser últimos. A sus discípulos, Jesús les propone ser últimos
por elección. Porque el Reino se trata de eso, de ir hacia abajo para estar con
los que están más abajo, en lugar de intentar escalar a toda costa. Los niños palestinos
son la imagen: últimos en su sociedad, dependientes, no tenidos en cuenta,
considerados a-religiosos. Los discípulos de Jesús deberían tomar esa
condición, no para la humillación que degrada, sino para estar junto al otro
oprimido, para acompañar, y para entender mejor el Reino. Porque una gran
paradoja de este Reino es que parece ser mejor entendido por los pobres,
ignorantes y marginales, que por los estudiosos y religiosos.
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