(Mc 4, 26) Y Jesús decía: “El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra”
Mc 4, 26 da inicio a una parábola que es propia del Evangelio según Marcos,
y que ni Mateo ni Lucas han reproducido en sus obras. La frase inicial
reproduce un esquema literario de inicio de las parábolas: el Reino de Dios se parece a, el
Reino de Dios es como, puede decirse
del Reino de Dios lo mismo que. Estas expresiones que parecen adelantar una
comparación, deben tomarse con precaución para no confundir la parábola con el
género comparativo, siendo dos formas diferentes de relatos. Clásicamente se
traduce: el Reino de Dios es como; pero
parece ser más correcto traducir: el
Reino de Dios sucede como sucede lo de un hombre que echa la semilla en la
tierra. No estamos ante una imagen estática, ante una pintura sin
movimiento del Reino; Jesús lo describe dinámicamente, como un proceso, como
algo en movimiento y en constante fluidez. Por eso estamos ante una parábola y
no ante una comparación, así sin más.
La parábola se prolonga desde el versículo 26 hasta el 29. Es un relato muy
breve, muy conciso. Los comentaristas se han dividido en cuanto al nombre que
debe recibir la parábola, divididos, por tanto, respecto al eje de la misma. Para
algunos es una parábola sobre la semilla que crece por sí sola; para otros es
la parábola del labrador que espera pacientemente; un tercer grupo considera
que el centro de la parábola está al final, en un mensaje escatológico sobre la
cosecha. El Reino de Dios, entonces, puede suceder como sucede el crecimiento
de la semilla, o como el tiempo que tarda en dar fruto, o como la paciencia, o
como la hoz que siega la humanidad. La situación narrada es una situación
clásica de la agricultura: un hombre sembrará, esa semilla sembrada crecerá y,
llegado el momento, se cosechará. Pues bien, el Reino de Dios se parece a esta
situación; a toda esta situación. El Reino de Dios no es como ese hombre ni
como esa semilla precisamente; sino que el Reino de Dios sucede como se da esa
situación que describe la parábola. Creo que el centro de la misma no son los
personajes, sino los tiempos, y tampoco los tiempos en sí, sino la idea del
crecimiento sostenido.
Establezcamos que la parábola, a pesar de describir un hecho común de la
agricultura, se olvida de algo que los sembradores de Palestina sí hacían:
trabajar alrededor de la semilla sembrada, sobre todo quitando las malezas. El
hombre de la parábola no se preocupa demasiado. El crecimiento sucede y él no
sabe cómo. Hoy por hoy, con los conocimientos biológicos de los que disponemos,
la afirmación parece caduca. Quizás este labrador no lo sepa, pero la ciencia
sí; sabemos cómo crece la semilla. En tiempos de Jesús eso era desconocido. La
semilla crecía bajo tierra de alguna forma misteriosa, desconocida, y sólo Dios
podía saber el proceso real de la transformación. Por eso tiene tanto sentido
para una parábola sobre el misterio del Reino y de su crecimiento.
La semilla tiene una potencia, y la tierra una fuerza intrínseca. No
sabemos más que eso. Sólo Dios sabe el proceso real. Se conoce el inicio y el
final (por fe, por esperanza), pero el trayecto es algo que sólo Dios conoce. Y
sin embargo, la fuerza sigue empujando, llevando hacia delante, hacia una
realización que lleva a la cosecha. La hoz y la siega son dos imágenes propias
de la apocalíptica dramática (cf. Jl 3, 13), del Día del Señor en que la ira
divina arrasa con lo malvada. Pero la parábola de Marcos parece culminar con una
cosecha de júbilo. El hombre sale a cosechar con su hoz porque finalmente el
misterio de la semilla y la tierra (misterio de Dios) han revelado el fruto contenido.
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