1 Jesús fue al monte de los Olivos. 2 Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles. 3 Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, 4 dijeron a Jesús: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. 5 Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?”. 6 Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo. 7 Como insistían, se enderezó y les dijo: “El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra”. 8 E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo. 9 Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos.Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, 10 e incorporándose, le preguntó: “Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?”. 11 Ella le respondió: “Nadie, Señor”. “Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante”.
Como último domingo de esta
Cuaresma, la propuesta es acercarse al texto que propone la liturgia para
orarlo. Este comentario va sólo como ayuda-memoria, como guía en el camino,
prescindible ante la elocuencia del relato en sí. Está dividido en tres partes:
una profundización, más exegética; una meditación, más hermenéutica; y una
contemplación, con algunas preguntas para cuestionar y cuestionarse.
Primera mirada: la
profundización
La situación de la mujer traída ante el Maestro está claramente codificada
en la Torá. Si
un varón y una mujer casada son encontrados teniendo relaciones, los dos se
merecen la pena de muerte (cf. Dt 22, 22; Lev 20, 10). Si se trata de una mujer
desposada, pero que aún no convive con el esposo (lo que nosotros podríamos
entender como una prometida, pero que en el judaísmo tenía carácter sagrado ya
de matrimonio), ambos infieles deben ser llevados a la puerta de la ciudad y
ser lapidados (cf. Dt 22, 23-24). Esas son las disposiciones. La mujer traída
ante Jesús, legalmente, tiene todas las de perder. Sin embargo, como bien lo
indica el texto, la respuesta no es tan fácil. Por eso este caso es puesto como
tentación para Jesús. Si la solución fuese demasiado evidente y no causara
compromiso, no se la habrían presentado. La treta reside en que tanto una
respuesta tajantemente positiva, como una tajantemente negativa, complican a
Jesús. Si afirma con seguridad que la adúltera debe ser lapidada, contradice su
práctica habitual de comer y convivir con publicanos y pecadores (cf. Lc 5, 30;
Lc 7, 34; Lc 15, 1); contradice su mensaje, el Reino que predica. Si aceptase
la condenación de la adúltera, ya no podría volver a sentarse con los
despreciados del sistema. Les daría la espalda. En la otra opción, negando
rotundamente la pena de muerte, se opondría al mismísimo Moisés y a la Ley sagrada, contraviniendo lo
que se consideraba Palabra de Dios. Si Jesús se presentaba como Mesías, como
agente mesiánico o, al menos, como la voz autorizada para anunciar la venida
definitiva cercana de Dios, no podía oponerse a la mayor figura de la historia
israelita, aquel que los había sacado de Egipto y les había dado las tablas de
la alianza.
Ese es el dilema del caso de la adúltera. Las respuestas de Jesús pueden
ponerlo en un aprieto. La famosa pregunta sobre el tributo debido al César (cf.
Lc 20, 20-26) seguía la misma lógica, y el parecido de esa situación con la
leída hoy es interesante. En ambos casos lo tratan a Jesús como Maestro. La
pregunta es una trampa en las dos ocasiones y los textos se encargan de aclarar
que los interlocutores están buscando un sustento para acusarlo de algo. Jesús
conoce la intención de quienes le preguntan. Sus respuestas son inesperadas y,
siendo precisas, superan el dualismo con el que creían haberlo atrapado.
Mientras pareciese que la única solución es sí
o no, Jesús propone una alternativa
que cada uno debe responderse; al César hay que dar lo que es del César y a
Dios lo que es Dios, y el que está libre de pecado puede arrojar la primera
piedra. El interlocutor puede creer que tal cosa pertenece a Dios y tal al
César, o puede considerarse lo suficientemente justo para apedrear. Tras la
respuesta jesuánica, los que preguntaron sobre el tributo callaron y los que
trajeron a la mujer se fueron. Algunos comentaristas consideran que, así como
en la pregunta sobre el tributo se jugaba la fidelidad al César, en el episodio de la mujer adúltera también, ya
que los judíos tenían prohibido ejecutar la pena de muerte (como parece
entender Jn 18, 31), y si Jesús aceptaba lapidarla, estaba tomando atribuciones
romanas, usurpando el poder político. Pero conviene no apoyar demasiado esta
opción, ya que el dato de Jn 18, 31 no es lo suficientemente histórico, al
menos no en la época de Jesús.
La respuesta que elige el Maestro en este caso se ha hecho famosísima por
sus dos partes: en primer lugar hace silencio, escribiendo en el suelo, luego
invita al que se considere libre de pecado, que arroje la primera piedra. Sobre
la escritura de Jesús en la tierra se han realizado extensas especulaciones.
Por lo pronto citaremos a Jer 17, 13: “Esperanza
de Israel, Yahvé: todos los que te abandonan serán avergonzados, y los que se
apartan de ti, en la tierra serán escritos, por haber abandonado el manantial
de aguas vivas, Yahvé”. Respecto a la segunda parte de la respuesta, según
la legislación deuteronomista, la pena de muerte (como la que pesa sobre la
adúltera) sólo puede dictarse si existen, por lo menos, dos o tres testigos
(cf. Dt 17, 6); estos testigos serán los encargados de lanzar las primeras
piedras ellos mismos, y después seguirán los demás (cf. Dt 17, 7).
Comprendiendo esto se puede dar marco a la dimensión desafiante de la respuesta
de Jesús. Si los acusadores principales, los escribas y fariseos que le hacen
la pregunta, se consideran lo suficientemente justos como para ejecutar juicios
sobre los demás, y juicios que quitan la vida, entonces deben hacerse cargo de
esa decisión y atreverse a derramar la sangre de los condenados. Más profundo
todavía: si realmente creen que Dios es capaz de exigir la muerte de un ser
humano, entonces no tienen por qué andar preguntando a Jesús ni a nadie la
opinión al respecto; deberían ejecutar la pena de muerte y punto. Este planteo
afecta la médula del concepto de divinidad del judaísmo. ¿Es posible que Yahvé
contemple como necesario que existan
víctimas del sistema religioso? ¿Tiene sentido matar en nombre de Dios?
Segunda mirada: la meditación
La tradición más genuina de los patriarcas memoriza que Yahvé es el Dios de
Abraham, de Isaac y de Jacob (cf. Ex 3, 6), y Jesús interpretará que esa
tradición es la prueba fehaciente de que Yahvé “no es Dios de muertos, sino de vivos” (Lc 20, 38). Un Dios vivo
que quiere la vida, no un dios que exige condenados. Ese es el Padre de Jesús.
Al final de la escena de la adúltera, el Maestro le pregunta si alguien la ha
condenado. Ella sabe que nadie. Ni los fariseos y escribas que la trajeron ni
el Dios verdadero. Será este amor manifestado por Jesús el que sea capaz de
generar la conversión en la mujer, así como la conversión de aquellos
acusadores que estén dispuestos a reconocer la verdadera naturaleza de Dios.
Es necesario animarse a buscar el Dios verdadero, el Dios de la vida. Tenemos
instalada la imagen del dios que exige chivos expiatorios, como si fuese un ser
que se alimenta de excomulgados y condenados. Esa imagen falsa alimenta
tribunales eclesiásticos, condenas cotidianas y señalización de pecados
públicos. ¿A quiénes estamos condenando? ¿Quiénes son nuestras mujeres
adúlteras? ¿Quiénes se quedan afuera de la mesa de la vida? En sus rostros no
está tanto su condenación como la nuestra. Creemos que las estamos presentando
ante Jesús como víctimas necesarias del sistema religioso, pero Él nos sigue
respondiendo lo mismo, nos sigue confrontando con su Dios, con su Padre. Él no
quiere víctimas, sino hijos. No quiere condenación, sino posibilidad. Ser un
Dios de vida es ser un Dios de posibilidades, de oportunidades. Encontrarse con
Dios es encontrarse con la posibilidad de cambiar, de hacer las cosas nuevas,
de dejarse transformar. Con el Dios de Jesús no hay excomuniones, pero sí
segundas oportunidades. En el amor divino lo supuestamente condenable es
salvable. El Hijo del Hombre no ha venido a lapidar personas, sino a
rescatarlas (cf. Jn 3, 17). Esa es la máxima manifestación del amor de Dios,
como lo explica la Primera Carta
de Juan: el Hijo vino para que todos vivan por Él (cf. 1Jn 4, 9). Dios no es más Dios por su fuerza para condenar. Al
contrario, Dios es verdaderamente Dios porque ama salvando, porque rescata al
que está perdido, porque levanta al caído, porque fortalece al debilitado,
porque comparte su mesa con publicanos y pecadores. Esa es la esencia de Dios:
el amor que salva, que perdona, y que por ser amor fidedigno provoca la
conversión.
Tercera mirada: la
contemplación
1. ¿Cómo es el Dios de Jesús que me presentaron desde la infancia?
2. ¿Qué rasgos novedosos del Padre me presenta Jesús?
3. ¿Me sentí alguna vez condenado por Dios? ¿Puedo creer en un Dios
condenador?
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