1 Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. 2 Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: “Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos”. 3 Jesús les dijo entonces esta parábola:11 “Un hombre tenía dos hijos. 12 El menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de herencia que me corresponde. Y el padre les repartió sus bienes. 13 Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa. 14 Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. 15 Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. 16 El hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. 17 Entonces recapacitó y dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre! 18 Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; 19 ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros. 20 Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. 21 El joven le dijo: Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo. 22 Pero el padre dijo a sus servidores: Traigan en seguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. 23 Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, 24 porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado. Y comenzó la fiesta.25 El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. 26 Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó que significaba eso. 27 El le respondió: Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo. 28 El se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, 29 pero él le respondió: Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. 30 ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!. 31 Pero el padre le dijo: Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. 32 Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado.
Nuevamente, como ocurrió el
domingo anterior, ofrezco otro capítulo de mi libro “Discípulos de este Siglo”,
editado por Editorial Claretiana de Argentina, en este caso analizando la
parábola del padre misericordioso de Lucas 15. Litúrgicamente, el texto está
elegido con precisión para esta última etapa de la Cuaresma. Es la posibilidad
de ver el camino hacia la Pascua desde la óptica de dos hijos, uno que recorre
los pasos de la conversión y otro que vive farisaicamente su relación filial.
Son dos opciones que nos instan a tomar una actitud de vida.
La parábola del padre misericordioso (mal llamada del hijo pródigo), no es un texto aislado en Lucas. Cuidadosamente está
ubicada en el capítulo 15, junto a otras dos parábolas, la de la oveja perdida
(cf. Lc 15, 4-7) y la de la dracma perdida (cf Lc. 15, 8-10). Las tres
parábolas están contadas en un contexto preciso: Jesús rodeado de publicanos y
pecadores (cf. Lc 15, 1) y fariseos y escribas que lo critican por comer con
esta clase de gentes (cf. Lc 15, 2). Es lo que la tradición ha llamado como las parábolas de la misericordia, porque
de una u otra manera, el amor/gracia de Dios se manifiesta superando los
límites previsibles. El pastor deja noventa y nueve ovejas para buscar una
sola; la mujer da vuelta la casa hasta encontrar la dracma (como ya analizamos
anteriormente); el padre recibe al hijo menor que se había ido y que había
despilfarrado su herencia. En las tres escenas, el tema de la alegría es
evidente. La conversión del pecador genera un gozo indescriptible en el cielo,
entre los ángeles, y en el mismísimo padre. Hay fiesta y celebración porque los
muertos regresan a la vida, los extraviados encuentran el camino, los perdidos
son encontrados. Hay fiesta y celebración porque el amor es más grande que el
mal.
Decidimos repetir los primeros versículos del capítulo 15 de Lucas, a pesar
de haberlos ya citados en el acápite anterior, porque a partir de esta
unificación es más fácil entender hacia dónde apunta la parábola.
En el Evangelio según Lucas, hay tres referencias a Jesús comiendo con
publicanos y pecadores. La primera es la de Lc 5, 29, en casa de Leví, seguida
de las murmuraciones de fariseos y escribas (cf. Lc 5, 30). La tercera es la de
Lc 19, 1-10, en el episodio de Zaqueo, donde Jesús se hospeda en casa del jefe
de los publicanos (es evidente que comió allí); la gente murmura por este
comportamiento. La segunda referencia es la que leemos ahora, con la misma
estructura de siempre: Jesús come con los impuros y los supuestos puros
murmuran y critican su actitud. Por lo tanto, las tres parábolas de la
misericordia no son sólo mensajes para los pecadores; quizás sean todo lo
contrario: mensajes para los que practican el farisaísmo, para los que se creen
justos y condenan a los demás. Precisamente en el relato del padre
misericordioso, que es una parábola compuesta por dos partes, la primera hasta
Lc 15, 24, y la segunda hasta Lc 15, 32, es la sección final la más importante.
El centro de interés no es la conversión del hijo menor, sino la conversión que
no quiere realizar el hijo mayor. El menor se arrepintió, volvió, y aceptó ser hijo
digno nuevamente. El mayor no se comporta como hijo ni como hermano; él
necesita aprehender la enseñanza. Basados en el contexto que ya citamos, el
hijo mayor se corresponde a los fariseos y a los escribas. En clave
hermenéutica, el hijo mayor se puede corresponder con cualquiera de nosotros.
Pero veamos el centro de la estructura literaria, que corresponde al padre
y a su recepción del hijo menor que volvió. Esta recepción y las actitudes que
la acompañan son lo que irrita al hijo mayor, que no está tan molesto con el
hermano como con su progenitor, incapaz de castigar, juez injusto que no
sobrecarga con penas el pecado que se ha realizado en su contra. Seguramente,
el hijo mayor no tendría problemas en recibir a su hermano si éste fuese
reducido a la condición de jornalero y recibiese un trato de inferioridad. Pero
lo que hace el padre es todo lo contrario. Al verlo venir de lejos, como si lo
estuviese esperando, oteando el horizonte, se conmueve. La palabra en griego
para esta compasión es splagcnizomai,
que puede traducirse casi literalmente como ser
movido en las entrañas. Splagcna
designa las vísceras, los órganos más internos. Es una compasión que se
manifiesta hasta físicamente, con un nudo en el estómago, por ejemplo. Es la
compasión que nace de lo profundo. El mismo término es utilizado en Lc. 7, 13
cuando Jesús se compadece de la viuda de Naín que ha perdido a su único hijo, y
en Lc 10, 33 para describir el sentimiento del buen samaritano de la parábola
respecto al hombre asaltado y maltratado por los salteadores. Es la compasión
que mueve a la acción efectiva, que revive y que asiste al prójimo. En el caso
del padre, es la compasión que lo pone en movimiento, que lo hace correr, como
corre Zaqueo para ver pasar al Maestro (cf. Lc 19, 4) y Pedro para ver el
sepulcro vacío la mañana de resurrección (cf. Lc 24, 12). En la cultura
mediterránea, a un hombre notable no se le permitía correr, pues era
indecoroso. Sin embargo, eso no es impedimento para el padre. Al llegar ante el
hijo menor, se echa sobre su cuello, se deja caer sobre él, y lo besa
efusivamente. La palabra griega para este beso es katafileo, la misma con la que se describe en Lc 7, 38 cómo la
pecadora pública besa los pies de Jesús tras haber derramado lágrimas y perfume
sobre ellos. En Hch 20, 37, nuevamente se utiliza el vocablo cuando los
presbíteros de Éfeso se despiden de Pablo, arrojados sobre su cuello y
afligidos porque ya no lo volverían a ver. Katafileo,
entonces, no son besos decorosos, sino expresiones genuinas y pasionales de amor.
Son los besos que no se dan por compromiso, sino por un sentimiento verdadero,
en situaciones extremas.
Todas estas acciones del padre no son sólo expresiones arrebatadas. Son
provocaciones del amor que siente por su hijo, y al mismo tiempo conductoras
del status restituido, de la dignidad recuperada. Un status y una dignidad que
tienen sentido porque el amor del padre no está estructurado bajo las
categorías humanas. En la cultura mediterránea del siglo I, si un padre acogía
a uno de sus hijos libertinos sin castigarlo, en cierta medida se hacía
partícipe de ese libertinaje. Su deber como padre era imponer una sanción. En
la parábola, el padre parece desentendido de esas usanzas. Su alegría es
superior a cualquier disposición social. Su hijo menor, muerto y vuelto a la
vida, perdido y hallado, tiene derecho a la dignidad sin condena. Por eso le
hace poner el mejor vestido, un anillo y sandalias. El vestido es,
figuradamente, la configuración de la persona. Para Pablo, debemos revestirnos
con fe, caridad y esperanza (cf. 1Tes 1, 12), y nuestros cuerpos corruptibles
serán revestidos en la resurrección con inmortalidad (cf. 1Cor 15, 53-54). Pero
sobre todo, los cristianos somos revestidos de Cristo (cf. Rom 13, 14; Gal 3,
27), como también lo expresan las cartas deutero-paulinas (cf. Ef 4, 24; Col 3,
10). Ser re-vestido, nuevamente vestido, es asumir un nuevo ser. Por otro lado
tenemos el anillo, símbolo de autoridad. El anillo de los reyes contenía el
sello real, con el que se rubricaban los dictámenes, las leyes, las cartas,
etc. Tener un anillo es tener la autoridad para firmar lo que se dispone, y que
esa firma tenga valor. Cuando Faraón instituye a José como su mano derecha, se
quita el anillo de su mano y se lo da (cf. Gn 41, 42), haciéndole saber que “sin tu licencia no levantará nadie mano ni
pie en todo Egipto” (Gn 41, 44b). Finalmente, tenemos las sandalias. Sólo
los hombres libres pueden utilizar calzado; los esclavos van descalzos. Las
sandalias, antiguamente, eran símbolo de posesión de la tierra, por eso Moisés
debe descalzarse frente a la zarza ardiente (cf. Ex 3, 5), porque ese suelo es
sagrado, no le pertenece, es de Dios. Estar calzado es ser libre y propietario,
dueño de uno mismo y de donde se pisa.
El hijo menor recupera algo más que comida. Recupera dignidad, y
recuperándola vuelve a la vida. Eso es lo que celebra el padre. Ha triunfado el
amor. Hay un esclavo menos en el mundo. Es justamente ese amor el que elimina
la esclavitud y devuelve la vida. El hijo mayor, por supuesto, no lo entiende.
Su recriminación es que ha estado siempre junto a su padre cumpliendo las
órdenes, y ahora llega éste que se había ido por su propia decisión y todos
festejan, cuando deberían castigarlo. La pregunta que el hijo mayor no realiza
a su padre es por qué no lo castiga. Sabe la respuesta, y eso le aterra.
Entiende que lo único que está en juego para su padre es el amor; lo demás es
accesorio. Para él es al revés: el castigo del pecador está primero, lo demás
es accesorio.
Esa actitud farisaica del hijo mayor no es sólo de algunos fariseos
históricos. Es de muchos cristianos actuales. Hay que estar bien parados para
admitir que el Padre ama de más. Hay que conocer lo suficiente a Dios como para
suponer y creer que para Él estamos todos invitados a la fiesta, porque todos
somos hijos. Si el problema es que no hemos entendido de qué clase de filiación
se trata, entonces la cuestión es otra. Si creemos que los verdaderos hijos son
los que ven al Padre como un juez administrador de castigos, nos equivocamos;
si creemos que la relación con el Padre debe ser de acatamiento y no de amor,
estamos equivocados; si hemos inventado un complicado juego de reglas que deben
ser cumplimentadas para acceder más tarde (mucho más tarde) al novillo cebado,
también estamos equivocados. Los hijos pueden comer el novillo cuando sea,
porque lo que es del Padre, también es nuestro. Los hijos no se enojan cuando
los perdidos son encontrados, cuando los muertos vuelven a la vida. Ese aumento
de hijos no significa que haya menos para compartir, sino que ahora hay alguien
nuevo para hacerlo. Eso es motivo de suficiente alegría, en el cielo y para los
ángeles. Eso es lo que ocultamos, sistemáticamente, cuando predicamos la Buena Noticia. Terminamos
evangelizando con noticias secundarias, con el discurso institucional, pero nos
olvidamos que la compasión de Dios, su amor infinito, es la mayor atracción que
podemos generar. La Buena Noticia
es que hay un espacio donde todos somos dignos e iguales porque somos amados:
ese espacio es el seno del Padre. ¿Podrá serlo para nosotros? ¿O preferimos
refunfuñar desde afuera creyendo que estamos adentro? Porque para ser
verdaderos hijos, más que acatar las órdenes de un padre, tenemos que reconocer
que tenemos hermanos.
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