a. Oración: “Dos
hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano”
(Lc. 18, 10). Orar implica el riesgo de adularse. Cuando Jesús cuenta la
parábola del fariseo y el publicano que oran en el Templo, queda claro que el
primero ha ido para auto-exaltarse, mientras que el segundo ha llegado
arrepentido. La posición desde la que hablan con Dios es totalmente diferente. El
fariseo está subido a un pedestal, se cree superior al resto, y el centro del
monólogo es él. El publicano sabe que el centro del diálogo está en Dios, que
ha venido al Templo para ponerse en sus manos, que no es ni mejor ni peor que
el resto de los seres humanos. Es sólo eso: un ser humano. En cuaresma podemos rezar
todos los días, pero puede que recemos desde arriba, subidos a escalones y
tronos. Una oración así pone el punto gravitacional en nuestro propio poder,
despreciando el poder que realmente libera, el poder de Dios. De nada vale orar
a manera de monólogo, deleitándonos en nuestra voz. En la oración abrimos las
posibilidades al futuro que proyecta Dios para nosotros. Ese futuro es siempre
de plenitud, y es una propuesta divina. Cuando creemos que la plenitud la hemos
construido con nuestras manos, solitarios, entonces la oración es una falsedad.
La oración verdadera es la del publicano, arrepentido y confiado, sabiendo que
Dios lo puede convertir, lo puede hacer nuevo, lo puede liberar.
b. Ayuno: “Este
es el ayuno que yo amo -oráculo del Señor-: soltar las cadenas injustas,
desatar los lazos del yugo, dejar en libertad a los oprimidos y romper todos
los yugos” (Is. 58, 6). La
Iglesia ayuna para que puedan comer los que tienen hambre
hoy. No se ayuna para poner la cara larga ni para cumplir un ritual
eclesiástico prescripto. Un ayuno que no repercute en el hermano es una
tontera, una falacia. ¿Para qué ayunar? ¿Para mortificarse? ¿Para purificarse?
El ayuno que ama el Señor es el que impide que los pobres tengan que ayunar a
la fuerza. Sino, es un circo. Nos privamos de alimento voluntariamente como una
burla a los que quisieran tener alimento y les es negado. El ayuno real, el
ayuno del Reino, el ayuno deseado para esta cuaresma, habrá de ser el que
suelte las cadenas injustas (los aprisionados por el hambre), el que desate los
lazos del yugo e, inclusive, rompa los yugos (los esclavizados por el hambre),
el que deje en libertad a los oprimidos (los que no pueden ni caminar por el
hambre). No debemos mentirnos. Dios no se regocija cuando nos ve ayunar solos,
en una habitación, con un mínimo vaso de agua que dosificamos durante 24 horas,
sin contacto con la realidad. Dios se regocija cuando un hermano que no tenía
para comer recibió el pan nuestro de cada día, cuando los padres de familia que
trabajan de sol a sol llegan con algo para llenar la olla, cuando la matrona
revuelve la olla para los pequeños. Dios se regocija cuando los discípulos de
su Hijo se quedan sin pan en la mano porque han decidido compartirlo, han
decidido darlo.
c. Limosna: “No
explotarás al jornalero pobre y necesitado, ya sea uno de tus compatriotas, o
un extranjero que vive en alguna de las ciudades de tu país” (Dt. 24, 14).
El libro del Deuteronomio defiende una ley con claridad: no se puede explotar
al hermano. Eso es un principio mayor que la limosna. Si se acaba la
explotación deberían acabarse los que están necesitados de pedir limosna. Dios
busca la raíz del problema, no los parches que prolongan la injusticia. ¿Cuánto
cambio social produce la limosna? ¿A cuántos seres humanos les devuelve la
dignidad? ¿A cuántos libera definitivamente del yugo de la pobreza y la
indigencia? Probablemente, la limosna no cambie otra cosa que la conciencia del
que la da; ahora más tranquilo, más relajado, porque ha cumplido su deber de
cuaresma. ¿No sería grandioso que, en lugar de la limosna, eliminemos la
explotación del jornalero, que las empresas paguen sueldos dignos, que no haya
trabajadores en condiciones infrahumanas? El verdadero camino de la cuaresma
que desemboca en la pascua es el que desemboca en un mundo más justo, en una
re-creación de las condiciones de desigualdad para hacernos más iguales, más
hermanos. La simple limosna practicada socialmente, en su fondo sostiene un
estado de las cosas que es contrario al Reino: hay algunos que pueden dar
limosna y otros que están obligados a pedirla. A simple vista, sin
disquisiciones teológicas, se nota que el abismo entre ambos es el abismo de
los que no viven como hermanos.
Gracias Leonardo por tus inspiradoras palabras!
ResponderEliminarGracias, Sergio, por tomarte el tiempo para leer y comentar. Un gran abrazo.
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