Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús.Pedro dijo a Jesús: “Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: “Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo”.Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: “Levántense, no tengan miedo”. Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: “No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”.
La transfiguración es la lectura elegida para el segundo domingo de
cuaresma en todos los ciclos litúrgicos. El texto es conservado en toda la
tradición sinóptica. Mc. 9, 2-9 y Lc. 9, 28-36 son los paralelos a la perícopa
de Mateo que se lee hoy. La ubicación no varía en el esquema general de los
tres Evangelios: se ubica a continuación del anuncio de la pasión del Hijo del
Hombre y el llamado a asumir la cruz para seguir a Jesús (cf. Mc. 8, 31-37; Mt.
16, 21-26; Lc. 9, 22-25). Que se haya mantenido ese esquema general es
significativo. Ninguno de los tres autores consideró oportuno variar o
modificar la relación que se establece entre la referencia a la crucifixión y
la inmediata transfiguración que refiere a la gloria y la resurrección. Se
trata de un díptico, y un díptico que se quiere remarcar. No se puede creer,
leer o pensar a Jesús separando su vida terrena de su glorificación, su cruz de
su resurrección, su entrega de la vida de su recuperación de la vida en
plenitud. Es una cristología que pone de manifiesto la imposibilidad de un
cristianismo esquizofrénico entre lo material y lo espiritual, del Jesús
histórico separado del Cristo de la fe. Hay una línea de continuidad que, si se
quiebra, desfigura a Jesús y nos desfigura como cristianos. La desfiguración
puede darse en cualquier dirección. Puede que un grupo de las primeras
comunidades creyese en un Maestro que llega hasta Jerusalén y muere
injustamente dejando un mensaje digno de perpetuar en el tiempo, y puede que
otro grupo se focalizara tanto en el Resucitado que se haya olvidado de la
praxis y el mensaje con incidencia histórica. En respuesta a la falsa
dicotomía, los evangelistas creen conveniente mostrar, en una imagen de anverso
y reverso, la unión íntima entre el Hijo del Hombre que debe sufrir mucho y el
Hijo del Hombre que viene en la gloria.
La teofanía aclara la condición de Hijo predilecto y la urgencia de
escuchar sus palabras, pero a la par recuerda que han llegado los tiempos
escatológicos. Ese profeta sucesor tan esperado para recuperar la gloria del
tiempo en que Dios liberaba a su pueblo, se hace patente hoy, en el Cristo. La
propuesta de Pedro de levantar tres tiendas es la clave para entender esta
hermenéutica escatológica. Las tiendas recuerdan la fiesta de los Tabernáculos que
Israel celebraba al comienzo del año, donde las familias judías construían
chozas con ramajes para habitarlas durante siete días, haciendo memorial de los
antepasados que habitaban tiendas en su peregrinaje de cuarenta años por el
desierto. Este recuerdo (memorial) de un pasado en el desierto, con la compañía
de Dios, estaba proyectado hacia el futuro. La fiesta marcaba un ritmo
cronológico, que si bien no se ubicaba en el estricto principio del nuevo año
(correspondiente a la fiesta de Rosh
Hashanah), estaba en las proximidades del mismo. Se cerraba un ciclo de
cosecha y recolección para comenzar otro de siembra. Era una fiesta de fin y
comienzo, una fiesta de los ciclos, si se quiere. Será la corriente profética
la que traducirá ese fin y comienzo de año en fin y comienzo de una era (eón en lenguaje más estricto). Para el
siglo I d.C., la fiesta marcaba el ritmo anual, es cierto, pero mucho más,
siendo también espera del ritmo mesiánico, de la irrupción del Mesías para
abrir el año nuevo definitivo, la nueva era, el eón del Reinado de Dios
absoluto. Pedro cree que es el momento de esa inauguración definitiva. Hay que
armar las tiendas para la celebración eterna de los Tabernáculos. Pedro no está
completamente errado, pero falta algo todavía. La propuesta se vuelve absurda porque
falta bajar del monte y seguir caminando hasta Jerusalén. La voz del cielo
recuerda que hay que escuchar al Hijo del Hombre, y lo que el Hijo del Hombre
ha dicho es que debe subir a Jerusalén para ser rechazado y crucificado.
Transfigurarse no es desprenderse de la realidad. Jesús no se transfigura
para olvidarse por un momento de su camino a Jerusalén. Al contrario. La
transfiguración confirma su camino y lo hace trascendente (de una manera más
patente). Muchas veces, nuestro camino, nuestras obras, nuestros quehaceres,
parecen no tener trascendencia. Hacemos las cosas porque las hacemos, por la
cotidianeidad, por costumbre. No hay algo mayor que nos impulse, no hay algo
más grande, no hay alguien en el horizonte. Caminamos hacia Jerusalén, hacia el
rechazo, hacia la muerte, pero parece no tener sentido. Es la desilusión que no
nos animamos a comentar, porque creemos que ni siquiera tiene sentido
comentarlo. Cuando llegamos al final del camino, al no trascender,
desesperamos. Al final de la teofanía, Jesús dice a sus discípulos que se
levanten, que no tengan miedo. Una expresión similar les dirá en Getsemaní,
tras la oración agónica: levántense,
vamos (cf. Mt. 26, 46). Getsemaní se hace más entendible gracias a la
transfiguración, se hace más llevable, se hace trascendente. Jesús puede ser un
revoltoso político apresado, así sin más, o puede ser el Hijo de Dios que da la
vida por el Reino. Esa diferencia profunda de sentido lo da la trascendencia.
Nosotros podemos ser buenas personas,
trabajadores de tiempo completo, ciudadanos no escandalosos, así sin más, o
podemos ser los discípulos de Jesús que se comprometen con el pobre, que creen
en un Dios personal, que luchan contra la injusticia. Esa diferencia la
establece la trascendencia.
Podemos transfigurarnos con la intención de desaparecer en una energía
cósmica impersonal, o transfigurarnos para que la presencia de Dios se haga
transparente entre los seres humanos. Podemos sentirnos en la era escatológica
de una manera terrorífica o ser escatológicamente activos. Si no encauzamos la
transfiguración de una forma evangélica, ceden nuestras fuerzas, o se desvían
en intentos fútiles. La
Iglesia que, transfigurada, se aleja en nubes luminosas, es
igual a Pedro proponiendo armar tres tiendas para quedarse en el monte. Moisés
bajaba con la cara resplandeciente, Jesús también desciende para continuar el
camino, la Iglesia
tiene que transfigurarse en los lugares más oscuros. La luz ha sido hecha para
iluminar. En la realidad hace falta un mensaje de trascendencia que podemos
llevar. Para que los que luchen contra las injusticias lo hagan con un sentido,
y no por mero rencor. Para que los pobres descubran en su Getsemaní la cercanía
de Dios. Para que el ser humano promedio deje de ser, tristemente, promedio, y se destaque desde el
profundo compromiso con su vida y la vida de los otros. La trascendencia es una
enemiga acérrima de la mediocridad. Los mediocres no trascienden, no encuentran
sentido a las cosas, no saben leer los acontecimientos. La trascendencia viene
a despertar al ser humano, viene a decirle a los varones y a las mujeres que
vale la pena el tiempo invertido en el otro, vale la pena desgastarse por el
más desfavorecido, vale la pena orar, leer, escuchar música, contemplar un
paisaje. La trascendencia devuelve a la vida el por qué, la explica, la eleva. La
transfiguración no separa de la realidad, sino que la plenifica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario