(Mt 11, 11-12) Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista; y sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él. Desde la época de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos es combatido violentamente, y los violentos intentan arrebatarlo. [Lc 7, 28]
Una paradoja describe la posición del personaje de Juan el Bautista. No hay
nadie más grande que él, sin embargo, todos los pequeños del Reino son más
grandes que él. Es una paradoja que debe entenderse desde la figura de los pequeños
del Evangelio según Mateo, expresada en varias oportunidades y con distintos
términos griegos: mikros (cf. Mt 10, 42;
11, 11; 13, 32; 18, 6.10.14) como pequeños en tamaño; pais (cf. Mt 2, 16; 8, 6.8.13; 12, 18; 17, 12; 21, 15) como
esclavos o niños; paidion (cf. Mt 2, 8.9.11.13.16.20.21;
11, 16; 14, 21; 15, 38; 18, 2.3.45; 19, 13-14) como diminutivo de pais, que solía utilizarse para niños
menores de dos años; thelazonton para
los lactantes (cf. Mt 21, 16; 24, 19); elakistos
como mínimo o menor (cf. Mt 2, 6; 5, 19); pobre como ptokoi (cf. Mt 5, 3; 11, 5; 19, 21; 26, 9.11). Todo este elenco de
pequeños, mínimos y menores constituye el elenco de los desprotegidos de la
sociedad, el elenco de los últimos, de los despreciados, y por lo tanto, el
elenco privilegiado del Reino. El Reino de los Cielos es de ellos; no hay
vuelta atrás.
Ahora bien, ¿qué lugar ocupa, entonces, el Bautista? La paradoja no está
definiendo lugares reales o posiciones de honor; llegar a la expresión desde
esa idea complica todo el entendimiento posterior. Juan el Bautista es un gran
profeta, el mayor profeta pues termina anunciando la inminencia del Mesías, y
eso lo convierte en un gran hombre. Pero en la lógica del Reino, si bien es un
honor haber sido el profeta más cercano al Mesías, mayor centralidad tienen los
pequeños despreciados. Si lo trasladamos a categorías actuales, podría ser que
Jesús dijera: los cristianos son seres humanos excepcionales, sin embargo, los
pobres (cristianos o no) son los que importan. No quiere decir que el discípulo
cristiano no importe, sino que no es el centro. El cristiano ya sabe dónde está
parado, sabe a quién tiene de Padre, y puede (debería) leer la historia desde
el Reino; el cristiano es (debería ser) conciente de la gracia que lo abraza, y
allí está su felicidad; por eso no puede ser el centro; el centro es la
preocupación por el que la está pasando mal. Un cristiano demasiado preocupado
por él mismo, o más preocupado por otras cosas que por el pequeño indefenso, ya
deja de ser excepcional. En el caso del Bautista, la paradoja revela que es un
hombre digno de respeto, pero no es el centro del Reino de los Cielos; mayor
respeto y mayor atención debe darse a los pequeños excluidos.
Como personaje, Juan el Bautista causa tanta perplejidad como la paradoja
de la que venimos hablando. Es la voz que clama en el desierto, es el gran
último profeta, es el que excita a las masas, es el que bautiza, el anunciador,
el predicador. Es el enemigo de Herodes. Para Lucas era un pariente de Jesús,
hijo de Isabel (cf. Lc 1, 24.36); para Mateo, la conexión con Jesús es distinta.
No es una relación de sangre lo que los une, sino el Reino de Dios. La oración
que resume sus prédicas es la misma: “Conviértanse,
porque el Reino de los Cielos está cerca” (Mt 3, 2; Mt 4, 17). Marcos ya
había utilizado en su Evangelio la expresión, pero sin ponerla en labios del
Bautista (cf. Mc 1, 15); Mateo va más allá y la hace compartida entre los dos:
Jesús y Juan. Esto determina un punto de contacto. Aunque, ¿hablaban de lo
mismo ambos personajes?, ¿la Buena Noticia de Jesús es idéntica a la prédica
exhortativa de Juan?
En Juan la ira de Dios es lo inminente, y no se puede escapar de ella. Dios
está de veras enojado, según parece. Tiene un hacha (su instrumento
escatológico), y con esa hacha va a limpiar la humanidad. Lo que no sirve se
corta y es arrojado al fuego. Para realizar esta acción de limpieza, Dios tiene
un enviado, uno más fuerte o más poderoso que Juan. Es el agente
mesiánico, la mano derecha de Dios. Si la herramienta escatológica divina es el
hacha, la del agente mesiánico es la horquilla para recoger el trigo (y
guardarlo) y quemar la paja en un fuego eterno (cf. Mt 3, 7-12). El plan
programático del Reino que predica Jesús parece, en cambio, apuntar en otra
dirección. De lo primero que se habla es de los bienaventurados (cf. Mt 5, 3ss),
de poner la otra mejilla (cf. Mt 5, 39), de amar a los enemigos y rogar por los
perseguidores (cf. Mt 5, 44), de un Padre que hace llover sobre justos e
injustos (cf. Mt 5, 45). Es un Reino difícil de congeniar con el hacha y la
horquilla. No estamos afirmando que haya una total oposición entre un mensaje y
el otro, pero sí que no son exactamente lo mismo. Jesús no reproduce la idea de
Reino del Bautista. Sí hablará del árbol que no produce buenos frutos y es
quemado (cf. Mt 7, 19) o de la cizaña que es separada para ser arrojada al
fuego (cf. Mt 13, 40), pero estas menciones, típicamente joánicas, no enmarcan
el total del Evangelio jesuánico.
La diferencia es notoria cuando el Bautista, desde la cárcel, manda a
preguntar a Jesús si Él era el que debía venir o es preciso esperar a otro (cf.
Mt 11, 2-3). Juan hablaba del más fuerte,
y llegó a creer que ese agente mesiánico era Jesús, pero en un momento dudó,
justamente por las maneras y las palabras de Jesús. ¿No debía llegar con el
hacha y la horquilla? ¿No debía quemar a los pecadores? ¿No era el momento
oportuno para la ira de Dios? Jesús parecía más concentrado en el amor del
Padre que en su enojo, en su capacidad de perdonar que en su capacidad de
hachar. Por eso le devuelve al Bautista una constatación profética de su
mesianismo: “Vayan a contar a Juan lo que
ustedes oyen y ven: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son
purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es
anunciada a los pobres” (Mt 11, 4b-5); estos son los signos que Isaías
atribuye a la llegada del Reino (cf. Is 29, 18-19; 35, 5-6a).
Queda un problema final, y es la violencia que arrebata el Reino. Entre
estas dos visiones diferentes del Reino, hay una oposición constante y
agresiva. Así como el Bautista es perseguido por predicar lo que predica,
también Jesús sufre tribulaciones; y así como el Bautista muere por decisión de
los poderosos, por la incomodidad que genera, también Jesús muere por la
presión de los que manejan el poder y porque se ha vuelto una carga pesada para
ellos. Las dos muertes son violentas, desde una situación de injusticia, y con
alevosía: una decapitación y una crucifixión. Jesús sabe que existe una
violencia contra el plan originario de Dios, contra la vida plena para todos,
contra la Buena Noticia para los pequeños. Jesús sabe que los profetas del
Reino son perseguidos y asesinados, porque resultan una molestia al poder. Muchas
veces se ha interpretado, en la exégesis, a los violentos que arrebatan el
Reino como una invitación a ser violentos para ingresar a la dinámica del Reino
de los Cielos, pero resulta que esto contradice la visión jesuánica general. La
violencia que arrebata el Reino es, justamente, lo que Jesús desprecia. La
violencia se fundamenta en poderes opresores y fabrica muerte. La violencia que
arrebata el Reino es la artimaña desesperada de muchos que intentan detener la
realización histórica del sueño de Dios. Es una violencia anti-Dios, que
repercute directamente en los que toman el lado de Dios. Jesús propone una
contra-violencia, que resulta violenta para los poderosos, y que hasta puede
ser catalogada como acción peligrosa, pero en el fondo, es una generadora de
vida; no es una violencia de muerte ni ejercida desde el poder opresor. Esa es
la diferencia, y por eso el Bautista y Jesús no han matado a nadie, sino que
han sido asesinados ellos.
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