1. La paz de Dios: sabemos que Dios quiere
la paz; nuestro Dios es un Dios de paz. Pablo no duda en saludar a los romanos
diciéndoles: “Que el Dios de la paz esté
con todos ustedes” (Rom. 15, 33). No quiere Dios la guerra, no quiere la
violencia carente de sentido, no quiere que los intereses de unos pocos
determinen enfrentamientos de muchos. Claramente, el cristiano no puede
justificar acciones propias o acciones de otros que resulten en violencia. Una
acción cristiana impulsada por el Espíritu Santo producirá paz como fruto (cf.
Gal. 5, 22). Ahora bien, no podemos entender esto como una separación tajante
entre conflictos sociales e Iglesia. Podemos rechazar la violencia, no siempre
el conflicto. Podemos rechazar la guerra, pero no siempre podemos dar el visto
bueno a ciertas situaciones aparentes de paz. Pongamos el siguiente ejemplo:
dos vecinos han tenido un altercado, una discusión por cualquier motivo, pero
suficiente para producir un distanciamiento entre ellos; actualmente no se
agraden, no se insultan, jamás han llegado a una riña, directamente no se
hablan; es más, ninguno planea molestar al otro, incomodarlo o vengarse. Entre
esos vecinos hay paz falsa. No se violentan el uno al otro, pero se ignoran,
cultivan pasivamente la discordia. Como en el mundo de los países, la ausencia
de guerra no es sinónimo de paz, sino sólo eso, falta de enfrentamiento armado.
Cuando hay discordia no hay paz de Dios, porque no hay hermandad, no hay
fraternidad, uno de los valores del Reino. Ese es el mayor problema que suscita
un desentendimiento de la verdadera paz, y es que la separamos, la aislamos del
resto de valores evangélicos. La realidad del Reino debe mirarse como un todo,
en el cual una carencia significa ausencia de la plenitud del Reino. El Reino
no es sólo paz, ni es sólo justicia, ni es sólo verdad, ni es sólo fraternidad,
sino que es todo eso. La paz de Dios es un estado personal y comunitario basado
en la verdad, la justicia y la hermandad; cuando falta uno, difícilmente haya
paz. Es deber del cristiano y de la
Iglesia instaurar la paz, pero la de Dios, la única absoluta.
Si existen situaciones de falsa paz, necesariamente el cristianismo entrará en
conflicto contra los que promueven la injusticia, la discordia o la mentira,
enemigos naturales de la paz.
2. Buscar el diálogo: el cristiano debe
ser un reconciliador, elemento integrante de la identidad como agente de paz.
El cristiano debiera caracterizarse por buscar, siempre que sea posible, el
acuerdo, la conciliación. Las comunidades cristianas tienen la obligación
primera de cultivar paz y diálogo en su seno. Leemos: “Que sea cuestión de honor para ustedes vivir en paz” (1Tes. 4,
11a). Dialogar es la herramienta de acercamiento, de encuentro de opiniones, de
conocimiento del otro, de comprensión, y de reconciliación. La Iglesia está llamada a
dialogar con el mundo, a dialogar con otras religiones, a dialogar con el
gobierno de turno, con los trabajadores, con los ricos, con los pobres, con sus
propios miembros. La Iglesia
no puede carecer de espacios de encuentro y diálogo. Sin embargo, el diálogo no
siempre acarreará reconciliación, y son esas situaciones particulares,
irreconciliables, en las que el diálogo debe ser bien entendido. A gran escala,
la mayor diferencia irreconciliable es entre el bien y el mal. Luego, en los
conflictos sociales, los opresores contra los oprimidos. La Iglesia debe buscar el
diálogo como un medio para presentar la Verdad , pero no en la pesquisa de crear una
situación intermedia de negociación. Ante un opresor, la Iglesia no puede
solicitarle que se aliviane en sus
esclavitudes, que conceda algunos pocos derechos para acallar las quejas de los
oprimidos, sino que debe presentarle el mensaje liberador de Cristo e instarlo
a convertir sus actitudes para abandonar su posición. El diálogo puede resultar
en una vía de conflicto, y hasta en una vía necesaria de conflicto, si el
objetivo es eliminar la injusticia, la discordia o la mentira. Cuando están en
juego los valores del Reino, negociar en el diálogo es admitir que nada debe
cambiar, que las modificaciones superficiales son suficientes, que el pecado
estructural es un hecho y debemos adaptarnos a él. Al concertar el diálogo de
partes en un conflicto social, si una de las partes es oprimida, el cristiano
deberá tomar partido por ella y dialogar con los opresores, pero desde la Verdad , anunciando la
liberación de Cristo y exigiendo la instauración de los valores evangélicos; la
reconciliación será la conversión del opresor y la consiguiente paz verdadera.
3. Amar a los enemigos: la
consigna ofrecida por Jesús es clara y resuena en nuestra mente y espíritu con
las palabras específicas: “Amen a sus
enemigos, hagan el bien a los que los odian” (Lc. 6, 27). Suena
descabellado, irrealizable, una meta que nunca alcanzaremos. Sabemos que es
distintivo de la espiritualidad cristiana, pero reconocemos su dificultad.
Jesús nos pide amar a personas que no sólo no nos aman, sino que nos
desprecian, nos persiguen, nos odian, nos aborrecen, nos desean el mal. No se
trata de amar al que nos trata con indiferencia, sino al que verdaderamente
siente antipatía por nosotros, el que nos trata hostilmente. En lo básico de la
consigna, Jesús admite que tenemos enemigos, que existen personas e
instituciones a las que podemos catalogar de enemigos. Partir de allí
desmitificará un poco el concepto y nos dará nuevas perspectivas. El Maestro no
nos pide que veamos en los enemigos a santos, que tapemos con amor sus pecados,
que aceptemos sus injusticias, porque entonces, en nombre del amor avalaríamos
sus actitudes. Jesús quiere que veamos la realidad: son enemigos nuestros, nos
odian verdaderamente, se oponen a nuestro pensar y sentir, nos desprecian. A
ellos debemos amar, no a la caricatura que fabricamos de ellos transformándolos
en nuestras mentes en lo que no son, justamente para facilitar nuestro acto de
amor. Entonces, si son pecadores, si tienen actitudes que no están acordes al
Reino, debo amarlos y corregirlos, amarlos y exhortarlos a cambiar, amarlos y
ofrecerles el mensaje de
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