41 Sus padres iban todos los años a Jerusalén en la fiesta de la Pascua.42 Cuando el niño cumplió doce años, subieron como de costumbre, 43 y acabada la fiesta, María y José regresaron, pero Jesús permaneció en Jerusalén sin que ellos se dieran cuenta. 44 Creyendo que estaba en la caravana, caminaron todo un día y después comenzaron a buscarlo entre los parientes y conocidos. 45 Como no lo encontraron, volvieron a Jerusalén en busca de él.46 Al tercer día, lo hallaron en el Templo en medio de los doctores de la Ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas. 47 Y todos los que lo oían estaban asombrados de su inteligencia y sus respuestas. 48 Al verlo, sus padres quedaron maravillados y su madre le dijo: “Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados”. 49 Jesús les respondió: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?”. 50 Ellos no entendieron lo que les decía.51 El regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba estas cosas en su corazón. 52 Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres.
Pistas de exégesis (qué dice
el texto)
Los dos Evangelios que contienen relatos de la infancia de Jesús (Mateo y Lucas),
estructuralmente, tienen por lo menos dos partes: los relatos de la infancia y
la vida pública. Mt 1-2 y Lc 1-2 aparecen como una unidad literaria propia,
coherente en sí misma y discontinuada del resto de los libros, no por carecer
de relación con el ministerio de Jesús, sino porque entre la infancia y la vida
pública acontecen, en silencio, unos veinte años. Mientras Mateo comprime unos
10 años en los primeros dos capítulos y luego salta hasta el bautismo para dedicarle de ahí en adelante lo que resta
del libro, y mientras Lucas comprime 12 años en los dos primeros capítulos y
luego salta hasta los treinta años
del Maestro (cf. Lc 3, 23), la juventud e inicio de la adultez de Jesús se
esconden bajo Lc 2, 40: “El niño crecía y
se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él”
y Lc 2, 52: “Jesús crecía en sabiduría,
en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres”.
Puede hablarse de los relatos de la infancia como unidades literarias con
peso específico. Y aún más, muchos biblistas coinciden en afirmar que estas
unidades son un mini-Evangelio, o sea, que son resumen, simbolismo y anticipo
de lo que se narrará después. Son resumen porque, en apenas dos capítulos, los
temas principales de la vida y muerte de Jesús se hacen presentes; son
simbólicos porque las imágenes, las situaciones y las figuras suelen señalar
una realidad mayor que se terminará de entender al final de la lectura completa
del libro; y son anticipo porque, desde la infancia de Jesús (presente
literario) anuncian los sucesos de la vida pública y de su muerte y resurrección
(futuro literario).
La familia sube a Jerusalén para la fiesta de la Pascua, celebración que
obligaba a todo judío a peregrinar hasta el Templo, como bien lo indica Dt 16,
16, asegurando que tres son las liturgias que obligan una asistencia personal: la Pascua (fiesta de los
ázimos), Pentecostés (fiesta de las semanas) y la fiesta de las tiendas o
tabernáculos. Pero subir a Jerusalén es, en lenguaje de los Evangelios, ir
hacia la pasión (cf. Lc 9, 51; Lc 13, 33-35; Lc 18, 31-33), porque allí el Hijo
del Hombre será crucificado. En la misma línea, al suceder durante la pascua se
nos trae a la memoria que una pascua judía es el marco de la pasión, muerte y
resurrección de Jesús (cf. Lc 22, 1.7-8.13.15).
En el centro de la escena hallamos que María y José buscan a Jesús, pero no
lo encuentran, como sucede la mañana de resurrección, cuando las mujeres van al
sepulcro, pero no encuentran el cuerpo (cf. Lc 24, 3). Igualmente, María y José
lo hallan al tercer día, lo que recuerda al tercer día de la muerte de Jesús
que es, paradójicamente, fin de la muerte y resurrección, o sea, fin de la
búsqueda del cuerpo porque es posible encontrarse con el Resucitado (cf. Lc 24,
7.21.46).
A pesar de este encuentro transformado, el capítulo 24 del Evangelio según
Lucas no duda en presentar la incomprensión de los discípulos ante la presencia
del Resucitado; los discípulos de Emaús se dan cuenta tarde y no lo reconocen
durante el camino (cf. Lc 24, 31-32), los Once y los que estaban con ellos
creían ver un espíritu (cf. Lc 24, 37) y parecen no acabar de entender (cf. Lc
24, 41). Cuando María y José finalmente hallan a Jesús en el Templo, tampoco
comprenden. Son como los discípulos tras la pascua, pero también como los
discípulos durante el camino a Jerusalén, que “no entendían lo que les decía; les estaba velado su sentido de modo
que no lo comprendían” (Lc 9, 45), “no
captaban el sentido de estas palabras y no entendían lo que decía” (Lc 18,
34b).
Y es que Jesús sólo puede ser comprendido en su relación con el Padre, por
eso sus primeras palabras en el relato de Lucas hacen referencia al Padre, y
las últimas, en la cruz, antes de expirar (cf. Lc 23, 46), también. Los
discípulos, María y José, no entienden porque no pueden llegar a lo profundo de
la filiación de Jesús que configura toda su vida. María lo llama hijo en un nivel terrenal, pero Él habla
inmediatamente de su Padre en un nivel trascendente, no por eso menos real.
La edad de los doce años es importante. Los niños judíos comenzaban su
formación desde pequeños, algunos historiadores dicen que desde los cinco años,
para alcanzar a los trece el título de hijos
de la Ley. Allí concluía la formación básica y, los que habían resultado buenos
estudiantes, tenían la posibilidad de capacitarse a los pies de un rabino para
ser ellos, posteriormente, maestros del pueblo. Obviamente, eran los menos
quienes accedían a esta segunda formación. Si bien a los trece culminaba la
formación primera y básica, desde los doce se consideraba que el joven
ingresaba a una cierta mayoría de edad, donde la obligación de peregrinar a
Jerusalén para las fiesta de la pascua lo demostraba. Ahora tenía adultez, y con
eso venían responsabilidades.
Por lo tanto, quizás la traducción niño
para designar la época madurativa de Jesús no sea la más adecuada. A los doce
estamos frente a un joven con todas las letras, un hombre que mira su futuro
con cercanía y con compromiso. A los doce años, el varón judío debe aprender el
oficio de su padre, y no es bien visto que a esa edad no se dedique a aprender
una labor.
¿Qué oficio debe aprender Jesús? Al plantear la cuestión del parentesco,
reformulando la relación de hijo (con minúsculas) por la de Hijo (con
mayúsculas), se plantea en consonancia la posición de la familia alrededor del
Mesías y la actitud del Mesías frente a ella. María y José tienen que aprender
y asumir dos cuestiones importantes: que el niño se convierte en adulto
comenzando a tomar sus propias decisiones, emancipándose de alguna manera; y
que el joven posee un vínculo particular con Dios que lo lleva a tomar
determinadas decisiones, a veces en contradicción con el querer familiar.
Tenemos aquí la crisis del núcleo hogareño con un hijo en crecimiento autónomo,
junto con un momento vocacional. A los doce años se es llamado al trabajo, a
aprender lo que te acompañará hasta la muerte; a los doce años, Jesús es el
Hijo del Padre que atiende sus cosas.
Jesús se hace adulto madurando su relación con Dios. El episodio que
acontece a sus doce años está enmarcado por dos frases similares. Una de ellas
es la de Lc 2, 40: “El niño crecía y se
fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él”.
La otra es la de Lc 2, 52: “Jesús crecía
en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres”. Antes
de la perícopa, se trata de un niño, luego es designado por su nombre propio.
Antes se iba llenando de sabiduría y la gracia estaba sobre Él, pero luego del
episodio en Jerusalén su crecimiento es en
la sabiduría y la gracia, como si hablásemos de algo externo que lo invade
lentamente primero, pero dentro de lo cual se inserta su existencia a
posteriori, como algo natural.
Estos dos versículos de Lucas son muy similares a 1Sam 2, 26: “Cuanto al niño Samuel, iba creciendo y haciéndose
grato tanto a Yahvé como a los hombres”. Así se resume la infancia de
Samuel antes de su vocación que se narrará en el capítulo 3. De la misma
manera, el grueso de la vida de Jesús queda compactado en ambos versículos
antes del comienzo de su ministerio público. Ni Samuel ni Jesús son abandonados
por Dios ni víctimas de la indiferencia divina hasta que los cielos se dignan a
comunicarse con ellos. Desde siempre, el crecimiento no se hace en soledad,
sino con la cercanía del Padre.
Pistas hermenéuticas (qué
nos puede decir hoy)
La niñez como anticipo de los acontecimientos futuros y como resumen de la
vida es una niñez-sacramento. En los pequeños deberíamos ver el rostro de Dios,
deberíamos prestar atención a cómo transparentan lo divino, a cómo trascienden
con sus miradas el plano material. Y un día estos niños crecen, y se hacen
jóvenes y se hacen adultos, y toman decisiones. Algunos se hacen oyentes de la
llamada y entienden que la vida es vocación. Otros ingresan a un remolino de
malas decisiones encadenadas, o simplemente sobreviven, como si eso fuese lo
más natural del mundo.
Y en las decisiones tomadas durante el período de bisagra del crecimiento,
muchos reconocen el punto de quiebre de sus vidas. No se han sentido cómodos en
el hogar ni han descubierto el seno del Padre. A la deriva han crecido como si
nada los acompañase, como si los hubiese olvidado alguien, o todos. No creen
que su niñez haya sido sacramento, sino desventura, mala suerte, maldición.
A la Iglesia le corresponde, por su realidad sacramental, ser acompañante
del crecimiento, ser la que defienda a toda costa la sacramentalidad de los
niños. No le corresponde crear modelos arquetípicos de personas adultas. La
Iglesia debe guiar a los niños a la libertad de escuchar la voz de Dios y a la
libertad de responderle.
No podemos hacer una catequesis que encasille, encuadre o limite la
creatividad del niño o del joven. La Iglesia no da soluciones pre-fabricadas
para el futuro, sino que tomando el ejemplo de la libertad del joven Jesús, quiere
que todos los varones y mujeres, en su infancia, sean capaces de abrirse a la
Palabra.
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