1 El año decimoquinto del reinado del emperador Tiberio, cuando Poncio Pilato gobernaba la Judea, siendo Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Felipe tetrarca de Iturea y Traconítide, y Lisanias tetrarca de Abilene, 2 bajo el pontificado de Anás y Caifás, Dios dirigió su palabra a Juan, hijo de Zacarías, que estaba en el desierto.3 Este comenzó entonces a recorrer toda la región del río Jordán, anunciando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados, 4 como está escrito en el libro del profeta Isaías: “Una voz grita en desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos. 5 Los valles serán rellenados, las montañas y las colinas serán aplanadas. Serán enderezados los senderos sinuosos y nivelados los caminos desparejos. 6 Entonces, todos los hombres verán la salvación de Dios”.
Pistas de exégesis (qué dice
el texto)
Así como en Lc 1, 5 es nombrado Herodes y en Lc 2, 1-2 son mencionados el
César Augusto y Cirino para delimitar las coordenadas históricas de los
acontecimientos, el comienzo del capítulo 3 de Lucas, solemnemente, establece
el panorama de los poderosos al comienzo del ministerio de Juan el Bautista:
Tiberio César: fue el sucesor del Emperador Augusto
entre los años 14 d.C. y 37 d.C., pero su reinado comenzó, aunque no
oficialmente, unos años antes, cuando comenzó a compartir el poder con Augusto.
La variante más aceptada hoy por los historiadores considera que la coordenada
de Lc 3, 1 podía situarse entre los años 27 d.C. y 29 d.C.; entre estos años
comenzaría la historia pública de Jesús de Nazaret.
Poncio Pilato: fue procurador (gobernador) de la
provincia romana de Judea entre los años 26 y 36 d.C. Los historiadores como
Filón y Flavio Josefo hablan negativamente sobre él cuando lo describen.
Aparentemente, se trataba de un anti-semita cruel que, en varias oportunidades,
se enfrentó a los dirigentes judíos y, según Lucas, habría asesinado un grupo
de galileos durante el tiempo de alguna fiesta israelita importante (cf. Lc 13,
1).
Herodes: se trata de Herodes Antipas, hijo de
Herodes el Grande. Fue tetrarca de Galilea entre los años 4 a .C. y el 39 d.C. Según
Lucas, será quien aprenda al Bautista y lo mate (cf. Lc 3, 19-20; Lc 9, 9), y
tendrá una participación casi cómica en el juicio a Jesús (cf. Lc 23, 7-12).
Filipo: estuvo en el poder, gobernando Iturea y
Traconítida entre los años 4 a .C.
y el 33/34 d.C. Lucas no lo volverá a mencionar en su libro.
Lisanias: aquí hallamos un dato histórico no
comprobable actualmente. No se puede identificar a ciencia cierta a este
personaje. Lo más contemporáneo sería Lisanias de Abilene, supuesto tetrarca de
una región al noroeste de Damasco. También existió un tal Lisanias I, rey de
los Itureos, bajo el gobierno de Antonio y Cleopatra, entre el año 40 y el 36 a .C., por lo tanto, fuera
de contexto en estas coordenadas lucanas.
Anás y Caifás: Anás era el suegro de Caifás. Fue sumo
sacerdote judío entre los años 6-15 d.C., pero sus contactos políticos eran tan
importantes, que logró perpetuarse en el poder a través del pontificado de
cinco de sus hijos y de su yerno Caifás, quien pontificó entre el 18 y el 36
d.C. Pero más allá de quien se sucediera en el cargo, el que verdaderamente
tomaba las decisiones y manejaba la situación era Anás, y sus familiares (hijos
y yerno) le obedecían. Él era el verdadero jefe de Israel.
La fórmula utilizada por Lucas para describir el inicio del ministerio del
Bautista es típica del Antiguo Testamento. Este recurso de tomar esquemas
literarios de las Escrituras hebreas para relatar los acontecimientos
cristianos es utilizado frecuentemente por el autor. Así, por ejemplo, las
anunciaciones a Zacarías (cf. Lc 1, 11-20) y a María (cf. Lc 1, 26-38) llevan
la marca, por ejemplo, de la anunciación de Jc 13, 3-21 sobre Sansón; y el
cántico de María, el Magnificat (cf. Lc 1, 46-55), se asemeja al cántico de Ana
de 1Sam 2, 1-10. En el pasaje que leemos hoy, la imagen de la Palabra divina que viene
sobre alguien es clásica de los profetas. A Jeremías “fue dirigida la palabra de Yahvé en tiempo de Josías, hijo de Amón,
rey de Judá, el año trece de su reinado” (Jer 1, 2); a Zacarías, “el octavo mes del año segundo de Darío
dirigió Yahvé la palabra” (Zac 1, 1); y Miqueas recibió la “Palabra de Yahvé […] en tiempos de Jotán, Ajaz y Ezequías, reyes
de Judá” (Miq 1, 1).
La similitud literaria entre la presentación que hace Lucas de Juan y la
introducción de varios libros proféticos, es una señal evidente de que el
Bautista es presentado como un profeta al estilo del Antiguo Testamento. Según
Jesús, en el desierto se había presentado un profeta e, inclusive, uno mayor
que los profetas (cf. Lc 7, 26), pues éste es el que concluye el Antiguo
Testamento para dar paso al Nuevo, es el que asume el acervo profético de
Israel para leer el presente en clave de futuro con esperanza, y por eso,
futuro novedoso, futuro de Mesías. “La Ley y los profetas llegan
hasta Juan” (Lc 16, 16a), recalca Jesús, posicionando al Bautista en un
tiempo que ha pasado, en el contexto de la Antigua Alianza , pero a partir
de allí se comienza a anunciar la Buena
Noticia del Reino (cf. Lc 16, 16b), en un tiempo nuevo,
diferente, aunque enlazado al ministerio joánico.
La cita de Isaías que toma Lucas es Is 40, 3-5. En los Evangelios
sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas), es una constante la relación referencial
entre esta cita de Isaías y la aparición pública del Bautista. Mc 1, 3 y Mt 3,
3 toman solamente el versículo 3 del capítulo 40 de Isaías, pero Lucas expande
esa cita hasta incluir el aspecto universalista del versículo 5a: “Se revelará la gloria de Yahvé, y toda
criatura a una la verá”. El contexto original de este texto isaiano es el
exilio israelita en Babilonia. Por lo tanto, la cita de los sinópticos
pertenece a la sección que invita a salir confiados de Babilonia, y esta salida
es interpretada como un nuevo éxodo, por eso se habla del desierto. En un
principio, el éxodo es cruzar el desierto para abandonar Egipto y llegar a la
tierra prometida; ahora se trata de cruzarlo para abandonar el cautiverio
babilónico y volver a la tierra antes perdida. Es el grito de esperanza por la
liberación.
Pistas hermenéuticas (qué
nos puede decir hoy)
Tiberio es el gran Emperador, el todopoderoso;
Pilato es la voz del Imperio en la región de Judea; Herodes es la decisión
política del día a día; Anás y Caifás son los grandes directores de la orquesta
religiosa. Pero la Palabra
de Dios no elige los palacios, no penetra el Templo, sino que se dirige a un
hombre que vive en el desierto (cf. Lc 1, 80), una especie de inadaptado
social, un radical de espiritualidad dudosa, un pobre hijo de una familia sacerdotal
rural (cf. Lc 1, 5). Ante la magnificencia de los poderes, los títulos y los
nobiliarios, la historia de la salvación se traslada al desierto, se hace
exclamación profética.
Si podemos decir que con Lucas estamos ante la presentación de un Cristo de
los pequeños, podemos decir que lógicamente la Palabra se dirige a los pequeños
de la sociedad, a los insignificantes, y desprecia a los poderosos. Esta es
casi una constante que intenta demostrar Lucas, y una constante de la historia
de la salvación. En los poderes del mundo no hay revelación auténtica del ser
de Dios, porque Dios es de los pequeños, habita en lo pequeño y se revela desde
lo pequeño. Su paradoja de poder se sigue hallando en donde menos lo
imaginamos, o donde menos acusamos ver. Esperamos las revelaciones de los
grandes teólogos con credenciales académicas, las directrices pastorales del
mundo cristiano europeo, la mejor vida para los pobres desde los gobiernos
populistas latinoamericanos; pero todos esos espacios son espacios de poder,
como lo fue el Emperador Romano, como lo fueron las procuradorías y las
tetrarquías, como lo fue el Templo de Jerusalén. Y la Palabra de Dios sigue
hablando por otros lados.
La Iglesia necesita re-conocer sus coordenadas históricas. Cuando las
ignora, se vuelve anacrónica, y uno llega a sentir que está fuera de lugar. Se
determinan liturgias ininteligibles, se publican documentos que responden a
cuestionamientos del siglo pasado, o se programan pastorales que no abarcan a
nadie. Si queremos una Iglesia en diálogo con el mundo, tenemos,
necesariamente, que mirar al mundo, ubicarnos cronológicamente, saber quién
gobierna y bajo qué matiz gobierna, quiénes están al poder y cómo han llegado
allí, dónde se centraliza la vida religiosa y por qué está centralizada allí.
Sin ese conocimiento de la realidad, no proyectamos un Evangelio para la
realidad, sino para nuestras ideas sobre la realidad, y la gente real, el ser
humano de carne y hueso, palpable y vecino, se queda desorientado frente a
comunidades que se dicen tener una respuesta al mundo (el Evangelio) y esa
respuesta termina sin responder nada.
Perder tiempo en conocer la realidad es ganar el tiempo en saber hacia dónde
necesitan caminar los seres humanos, de dónde hay que salir, de qué esclavitud
es preciso liberarse. El tiempo de adviento es una preparación para celebrar la
encarnación, y si queremos ser Iglesia profética no podemos evitar la
encarnación. Hay que tomar las esperanzas de los pueblos en nuestras manos,
embarrarse en el polvo de los acontecimientos. Hay que perder el tiempo en esas coordenadas históricas que nos rodean, no
para limitarnos en ellas, sino para expandirnos con los pies bien asentados.
Sólo es capaz de mirar el futuro aquel que se descubre en su presente con
conciencia. Ser profeta es proyectarse, pero tomando la mano de los cautivos
que necesitan salir.
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