El Domingo de Ramos
es una de las celebraciones litúrgicas más queridas por la gente y, por esto,
una de las que más asistencia tiene. Pero a la vez es una de las menos
entendidas. El acento suele caer en el lugar equivocado, o sea, en los ramos
mismos y en el gesto de la bendición. Se sabe que es el comienzo de la Semana Santa y el portal a la Pascua , pero no se
dimensiona la importancia que tiene la lectura del relato de la pasión en este
día que precede una semana a los acontecimientos centrales. Inclusive este
ciclo C, leyendo la entrada mesiánica a Jerusalén según Lucas, los ramos son
inexistentes; sólo hay mantos que se tienden en el piso para que pase el
pollino. El autor puede prescindir de los ramos porque no son fundamentales
para la escena; en cambio, no puede obviar el pollino, los mantos que se depositan
en el piso y las aclamaciones de la multitud, todas señales del reinado de
Jesús. Porque el Domingo de Ramos es eso: la fiesta de Cristo Rey. Cuando
celebramos Cristo Rey durante el tiempo ordinario, la intención está, quizás,
más volcada hacia el reinado escatológico, a la dimensión universal y a la
mirada futura sobre ese Reino ya instaurado. En cambio hoy nos encontramos la
crudeza del Cristo Rey, que entra aclamado y que muere rechazado; un Rey
rodeado de intrigas, con acusaciones y persecuciones; un Rey que fracasa y que
es desacreditado en la cruz. Hoy nos acercamos a la clave hermenéutica del
reinado de Jesús.
Dijimos que uno de
los elementos imposibles de obviar para Lucas era el pollino. ¿Cómo se
relaciona este animal con su reinado? En primer lugar, cualquier habitante de
Palestina que tuviese un vehículo tracción sangre ya se encontraba en una
situación diferente a la gran mayoría que se trasladaba a pie. En animales
circulaban, por ejemplo, los gobernantes. De esta manera, Jesús no ingresa a
Jerusalén a pie, como un ciudadano común, sino montado, como los reyes. Pero
esto no desdice los dichos de Jesús sobre los reyes de las naciones que las
oprimen (cf. Lc. 22, 25-26) ni su práctica de vida en el pueblo y con el
pueblo, porque el animal elegido es un pollino, y no un caballo. El caballo es
el vehículo de la guerra, el animal de los ejércitos. Los que promueven las
batallas montan en caballo y pelean desde ellos. Jesús es el promotor de la
paz, y monta un pollino, un animal pacífico. Su reinado no conquista
territorios con la fuerza de la espada y con la sangre derramada de los otros;
Él es rey que convierte los corazones y que derrama su propia sangre. No envía
a morir a sus súbditos, sino que da la vida por todos. La profecía que está
detrás del Mesías montando el pollino es de Zacarías y dice: “Alégrate sobremanera, hija de Sión, grita
exultante, hija de Jerusalén. He aquí que viene a ti tu Rey, justo y
victorioso, humilde, montado en un asno, en un pollino hijo de asna. Extirpará
los carros de Efraim y los caballos en Jerusalén, y será roto el arco de
guerra, y promulgará a las gentes la paz, y será de mar a mar su señorío y
desde el río hasta los confines de la tierra” (Zac. 9, 9-10). Quien más
desarrolla el cumplimiento de la profecía es Mateo, que menciona al pollino al
lado de la burra, específicamente como Zacarías (cf. Mt. 21, 2), y que luego
cita la Escritura
(cf. Mt. 21, 4-5).
El segundo elemento
que no obvia Lucas son los mantos de las gentes que se extienden por el camino
para que el pollino montado por Jesús avance. La figura del manto tiene unos
tres significados, por lo menos. En algunos episodios de la Biblia el manto es el
símbolo del reino. En el libro de los Reyes, por ejemplo, Ajías, el profeta,
para hacer visible la división del reino de Salomón, parte su manto nuevo en
doce pedazos (cf. 1Rey. 11, 29-32). En otros episodios, el manto es el espíritu
de la persona, como cuando Elías arroja su manto sobre Eliseo en señal de
vocación profética (cf. 1Rey. 19, 19), compartiéndole de esta manera su
espíritu. Finalmente, el manto es figura de la persona misma. Cuando Jehú es
ungido rey de Israel, los presentes toman sus mantos y los tienden a sus pies,
demostrando así que someten sus personas al nuevo monarca (cf. 2Rey. 9, 11-13).
Esta escena tiene un paralelismo con la entrada mesiánica de Jesús. Aquí
también los presentes arrojan sus mantos, lo reconocen como rey, están
dispuestos a poner sus vidas a disposición del Mesías.
El tercer elemento no obviado son las aclamaciones de la gente. Cada uno
de los evangelistas que narra este episodio hace hincapié en distintas
expresiones. Para Marcos, el centro de las aclamaciones es el reino que viene
(cf. Mc. 11, 9-10). Para Mateo, el centro es el hijo de David (cf. Mt. 21, 9).
Para Juan es el título de rey de Israel (cf. Jn. 12, 13). En este caso, para
Lucas, la aclamación está compuesta por dos elementos. La primera parte está
tomada del Sal. 118, 26: “¡Bendito quien
viene en el nombre de Yahvé!”, y la segunda es un eco de los cánticos del
ejército celestial que anunció a los pastores
Gracias.
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