La parábola del
padre misericordioso (mal llamada del hijo pródigo), no es un texto aislado en
Lucas. Cuidadosamente está ubicada en el capítulo 15, junto a otras dos
parábolas, la de la oveja perdida (cf. Lc. 15, 4-7) y la de la dracma perdida
(cf. Lc. 15, 8-10). Las tres parábolas están contadas en un contexto preciso:
Jesús rodeado de publicanos y pecadores (cf. Lc. 15, 1) y fariseos y escribas
que lo critican por comer con esta clase de gentes (cf. Lc. 15, 2). La
tradición ha llamado a esta sección las
parábolas de la misericordia, porque de una u otra manera, el amor/gracia
de Dios se manifiesta superando los límites previsibles. El pastor deja noventa
y nueve ovejas para buscar una sola; la mujer da vuelta la casa hasta encontrar
la dracma; el padre recibe al hijo menor que se había ido y que había
despilfarrado su herencia. En las tres escenas, el tema de la alegría es
evidente. La conversión del pecador genera un gozo indescriptible en el cielo,
entre los ángeles, y en el mismísimo padre. Hay fiesta y celebración porque los
muertos regresan a la vida, los extraviados encuentran el camino, los perdidos
son encontrados. Hay fiesta y celebración porque el amor es más grande que el
mal.
La liturgia saltea
los versículos de las dos primeras parábolas y, acertadamente, nos deja
comunicados los versículos de la introducción con el relato del padre
misericordioso. A partir de esta unificación es más fácil entender hacia dónde
apunta la parábola. En el Evangelio según Lucas, hay tres referencias a Jesús
comiendo con publicanos y pecadores. La primera es la de Lc. 5, 29, en casa de
Leví, seguida de las murmuraciones de fariseos y escribas (cf. Lc. 5, 30). La
tercera es la de Lc. 19, 1-10, en el episodio de Zaqueo, donde Jesús se hospeda
en casa del jefe de los publicanos (es evidente que comió allí); la gente
murmura por este comportamiento. La segunda referencia es la que leemos hoy,
con la misma estructura de siempre: Jesús come con los impuros y los supuestos
puros murmuran y critican su actitud. Por lo tanto, las tres parábolas de la
misericordia no son sólo mensajes para los pecadores, y quizás sean todo lo
contrario: mensajes para los que practican el farisaísmo, para los que se creen
justos y condenan a los demás. Precisamente en el relato del padre
misericordioso, que es una parábola compuesta por dos partes, la primera hasta Lc.
15, 24, y la segunda hasta Lc. 15, 32, es la sección final la más importante. El
centro de interés no es la conversión del hijo menor, sino la conversión que no
quiere realizar el hijo mayor. El menor se arrepintió, volvió, y aceptó ser
hijo digno nuevamente. El mayor no se comporta como hijo ni como hermano; él
necesita aprehender la enseñanza. Basados en el contexto que ya citamos, el
hijo mayor se corresponde a los fariseos y a los escribas. En clave
hermenéutica, el hijo mayor se puede corresponder con cualquiera de nosotros.
Pero veamos el
centro de la estructura literaria, que corresponde al padre y a su recepción
del hijo menor que volvió. Esta recepción y las actitudes que la acompañan son
lo que irrita al hijo mayor, que no está tan molesto con el hermano como con su
progenitor, incapaz de castigar, juez injusto que no sobrecarga con penas el
pecado que se ha realizado en su contra. Seguramente, el hijo mayor no tendría
problemas en recibir a su hermano si éste fuese reducido a la condición de
jornalero y recibiese un trato de inferioridad. Pero lo que hace el padre es
todo lo contrario. Al verlo venir de lejos, como si lo estuviese esperando,
oteando el horizonte, se conmueve. La palabra en griego para esta compasión es splagcnizomai, que puede traducirse casi
literalmente como ser movido en las
entrañas. Splagcna designa las
vísceras, los órganos más internos. Es una compasión que se manifiesta hasta
físicamente, con un nudo en el estómago, por ejemplo. Es la compasión que nace
de lo profundo. El mismo término es utilizado en Lc. 7, 13 cuando Jesús se
compadece de la viuda de Naín que ha perdido a su único hijo, y en Lc. 10, 33
para describir el sentimiento del buen samaritano de la parábola respecto al
hombre asaltado y maltratado por los salteadores. Es la compasión que mueve a
la acción efectiva, que revive y que asiste al prójimo. En el caso del padre,
es la compasión que lo pone en movimiento, que lo hace correr, como corre
Zaqueo para ver pasar al Maestro (cf. Lc. 19, 4) y Pedro para ver el sepulcro
vacío la mañana de resurrección (cf. Lc. 24, 12). En la cultura mediterránea, a
un hombre notable no se le permitía correr, pues era indecoroso. Sin embargo,
eso no es impedimento para el padre. Al llegar ante el hijo menor, se echa
sobre su cuello, se deja caer sobre él, y lo besa efusivamente. La palabra
griega para este beso es katafileo,
la misma con la que se describe en Lc. 7, 38 cómo la pecadora pública besa los
pies de Jesús tras haber derramado lágrimas y perfume sobre ellos. En Hch. 20,
37, nuevamente se utiliza el vocablo cuando los presbíteros de Éfeso se despiden
de Pablo, arrojados sobre su cuello y afligidos porque ya no lo volverían a
ver. Katafileo, entonces, no son
besos decorosos, sino expresiones genuinas y pasionales de amor. Son los besos
que no se dan por compromiso, sino por un sentimiento verdadero, en situaciones
extremas.
Todas estas
acciones del padre no son sólo expresiones arrebatadas. Son provocaciones del
amor que siente por su hijo, y al mismo tiempo conductoras del status
restituido, de la dignidad recuperada. Un status y una dignidad que tienen
sentido porque el amor del padre no está estructurado bajo las categorías
humanas. En la cultura mediterránea del siglo I, si un padre acogía a uno de
sus hijos libertinos sin castigarlo, en cierta medida se hacía partícipe de ese
libertinaje. Su deber como padre era imponer una sanción. En la parábola, el
padre parece desentendido de esas usanzas. Su alegría es superior a cualquier
disposición social. Su hijo menor, muerto y vuelto a la vida, perdido y
hallado, tiene derecho a la dignidad sin condena. Por eso le hace poner el
mejor vestido, un anillo y sandalias. El vestido es, figuradamente, la
configuración de la persona, aunque de manera no figurada, la manera de vestir
puede reflejar la personalidad. Para Pablo, debemos revestirnos con fe, caridad
y esperanza (cf. 1Tes. 1, 12), y nuestros cuerpos corruptibles serán revestidos
en la resurrección con inmortalidad (cf. 1Cor. 15, 53-54). Pero sobre todo, los
cristianos somos revestidos de Cristo (cf. Rom. 13, 14; Gal. 3, 27), como
también lo expresan las cartas deutero-paulinas (cf. Ef. 4, 24; Col. 3, 10).
Ser re-vestido, nuevamente vestido, es asumir un nuevo ser. Por otro lado
tenemos el anillo, símbolo de autoridad. El anillo de los reyes contenía el
sello real, con el que se rubricaban los dictámenes, las leyes, las cartas,
etc. Tener un anillo es tener la autoridad para firmar lo que se dispone, y que
esa firma tenga valor. Cuando Faraón instituye a José como su mano derecha, se
quita el anillo de su mano y se lo da (cf. Gn. 41, 42), haciéndole saber que “sin tu licencia no levantará nadie mano ni
pie en todo Egipto” (Gn. 41, 44b). Finalmente, tenemos las sandalias. Sólo
los hombres libres pueden utilizar calzado; los esclavos van descalzos. Las
sandalias, antiguamente, eran símbolo de posesión de la tierra, por eso Moisés
debe descalzarse frente a la zarza ardiente (cf. Ex. 3, 5), porque ese suelo es
sagrado, no le pertenece, es de Dios. Estar calzado es ser libre y propietario,
dueño de uno mismo y de donde pisa.
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