El texto de hoy
pertenece al Evangelio según Juan, pero no pertenece verdaderamente a él. Las
ediciones actuales de nuestras Biblias lo colocan como inicio del capítulo 8,
pero en un principio, muchos manuscritos no contaban con este pasaje.
Inclusive, en varias oportunidades fue ubicado después de Lc. 21, 38.
Ciertamente, el estilo literario es más semejante a Lucas que a Juan, y el tema
de la perícopa encaja mejor en lo
previo a la pasión lucana que en este capítulo 8 de Juan. Si intentamos leer de
corrido, uniendo Jn. 7, 52 con Jn. 8, 12, la ausencia de la escena de la mujer
adúltera no se notaría en el desarrollo del libro. Si bien Jn. 8, 15 es
coherente con la resolución tomada por Jesús en la controversia (“Vosotros juzgáis según la carne, yo no
juzgo a nadie”), también se presupone que Jn. 8, 15b-17 es un agregado
posterior. Lo que un buen número de comentaristas suponen es que la perícopa
podría haber circulado como texto independiente; pocos se habrían animado a
incluirla en los relatos evangélicos por la sencilla razón de que parece
absolver el pecado de adulterio, uno de los pecados que la Iglesia de los primeros
siglos trataba con mayor dureza; finalmente, el mismo peso tradicional del
texto (conocido por varias comunidades) y la coherencia evangélica (las
actitudes de Jesús en esta escena se corresponden con las actitudes de Jesús a
lo largo de los cuatro Evangelios), hicieron que se reconociera su inspiración
divina y su canonicidad.
La situación de la
mujer traída ante el Maestro está claramente codificada en la
Torá. Si un varón y una mujer casada son
encontrados teniendo relaciones, los dos se merecen la pena de muerte (cf. Dt.
22, 22; Lev. 20, 10). Si se trata de una mujer desposada, pero que aún no
convive con el esposo (lo que nosotros podríamos entender como una prometida,
pero que en el judaísmo tenía carácter sagrado ya de matrimonio), ambos
infieles deben ser llevados a la puerta de la ciudad y ser lapidados (cf. Dt.
22, 23-24). Esas son las disposiciones. La mujer traída ante Jesús, legalmente,
tiene todas las de perder. Sin embargo, como bien lo indica el texto, la
respuesta no es tan fácil. Por eso este caso es puesto como tentación para
Jesús. Si la solución fuese demasiado evidente y no causara compromiso, no se
la habrían presentado. La treta reside en que tanto una respuesta tajantemente
positiva, como una tajantemente negativa, complican a Jesús. Si afirma con
seguridad que la adúltera debe ser lapidada, contradice su práctica habitual de
comer y convivir con publicanos y pecadores (cf. Lc. 5, 30; Lc. 7, 34; Lc. 15,
1); contradice su mensaje, el Reino que predica. Si aceptase la condenación de
la adúltera, ya no podría volver a sentarse con los despreciados del sistema.
Les daría la espalda. En la otra opción, negando rotundamente la pena de
muerte, se opondría al mismísimo Moisés y a la Ley sagrada, contraviniendo lo que se consideraba
Palabra de Dios. Si Jesús se presentaba como Mesías, como agente mesiánico o,
al menos, como la voz autorizada para anunciar la venida definitiva cercana de
Dios, no podía oponerse a la mayor figura de la historia israelita, aquel que
los había sacado de Egipto y les había dado las tablas de la alianza.
Ese es el dilema
del caso de la adúltera. Las respuestas de Jesús pueden ponerlo en un aprieto.
La famosa pregunta sobre el tributo debido al César (cf. Lc. 20, 20-26) seguía
la misma lógica, y el parecido de esa situación con la leída hoy es
interesante. En ambos casos lo tratan a Jesús como Maestro. La pregunta es una
trampa en las dos ocasiones y los textos se encargan de aclarar que los
interlocutores están buscando un sustento para acusarlo de algo. Jesús conoce
la intención de quienes le preguntan. Sus respuestas son inesperadas y, siendo
precisas, superan el dualismo con el que creían los otros haberlo atrapado.
Mientras pareciese que la única solución es sí
o no, Jesús propone una alternativa
que cada uno debe responderse; al César hay que dar lo que es del César y a
Dios lo que es Dios, y el que está libre de pecado puede arrojar la primera
piedra. El interlocutor puede creer que tal cosa pertenece a Dios y tal al
César, o puede considerarse lo suficientemente justo para apedrear. Tras la
respuesta jesuánica, los que preguntaron sobre el tributo callaron y los que
trajeron a la mujer se fueron. Algunos comentaristas consideran que, así como
en la pregunta sobre el tributo se jugaba la fidelidad al César, en el episodio de la mujer adúltera también, ya
que los judíos tenían prohibido ejecutar la pena de muerte (como parece
entender Jn. 18, 31), y si Jesús aceptaba lapidarla, estaba tomando
atribuciones romanas, usurpando el poder político. Pero conviene no apoyar
demasiado esta opción, ya que el dato de Jn. 18, 31 no es lo suficientemente
histórico, al menos no en la época de Jesús.
La respuesta que
elige el Maestro en este caso se ha hecho famosísima por sus dos partes: en
primer lugar hace silencio, escribiendo en el suelo, luego invita al que se
considere libre de pecado, que arroje la primera piedra. Sobre la escritura de
Jesús en la tierra se han realizado extensas especulaciones. Por lo pronto
citaremos a Jer. 17, 13: “Esperanza de
Israel, Yahvé: todos los que te abandonan serán avergonzados, y los que se
apartan de ti, en la tierra serán escritos, por haber abandonado el manantial de
aguas vivas, Yahvé”. Respecto a la segunda parte de la respuesta, según la
legislación deuteronomista, la pena de muerte (como la que pesa sobre la
adúltera) sólo puede dictarse si existen, por lo menos, dos o tres testigos
(cf. Dt. 17, 6); estos testigos serán los encargados de lanzar las primeras
piedras ellos mismos, y después seguirán los demás (cf. Dt. 17, 7).
Comprendiendo esto se puede dar marco a la dimensión desafiante de la respuesta
de Jesús. Si los acusadores principales, los escribas y fariseos que le hacen
la pregunta, se consideran lo suficientemente justos como para ejecutar juicios
sobre los demás, y juicios que quitan la vida, entonces deben hacerse cargo de
esa decisión y atreverse a derramar la sangre de los condenados. Más profundo
todavía: si realmente creen que Dios es capaz de exigir la muerte de un ser
humano, entonces no tienen por qué andar preguntando a Jesús ni a nadie la
opinión al respecto; deberían ejecutar la pena de muerte y punto. Este planteo
afecta la médula del concepto de divinidad del judaísmo. ¿Es posible que Yahvé
contemple como necesario que existan
víctimas del sistema religioso? ¿Tiene sentido matar en nombre de Dios?
¿Predican estos escribas y fariseos un Dios verdadero? La cita de Jeremías
puede volverse significativa. Si Yahvé es manantial de aguas vivas, manantial
que sacia la sed, que vivifica, la muerte no tiene nada que ver con Él.
La tradición más
genuina de los patriarcas memoriza que Yahvé es el Dios de Abraham, de Isaac y
de Jacob (cf. Ex. 3, 6), y Jesús interpretará que esa tradición es la prueba
fehaciente de que Yahvé “no es Dios de
muertos, sino de vivos” (Lc. 20, 38). Un Dios vivo que quiere la vida, no
un dios que exige condenados. Ese es el Padre de Jesús. Al final de la escena
de la adúltera, el Maestro le pregunta si alguien la ha condenado. Ella sabe
que nadie. Ni los fariseos y escribas que la trajeron ni el Dios verdadero.
Nadie la ha condenado porque los acusadores se fueron avergonzados y porque
Dios no quiere la muerte de nadie. Será este amor manifestado por Jesús el que
sea capaz de generar la conversión en la mujer, así como la conversión de
aquellos acusadores que estén dispuestos a reconocer la verdadera naturaleza de
Dios.
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