Y refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola: “Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: 'Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas'. En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: '¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!'. Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado".
Pistas exegéticas (qué dice
el texto)
Para muchos estudiosos de la vida de Jesús, es imposible comprenderlo a Él
sin el movimiento fariseo. Para algunos, Jesús era fariseo, para otros
pertenecía a un partido completamente opuesto. Para otros tantos, su mensaje
evangélico es heredero del farisaísmo con modificaciones pequeñas y
sustanciales. Quizás, uno de los mejores resúmenes a este problema esté en Mt
23, 3: “Ustedes hagan y cumplan todo lo
que ellos les digan [escribas y fariseos], pero no se guíen por sus obras, porque no hacen lo que dicen”. Lo
que Jesús critica es la hipocresía de algunos que se consideraban más justos
que el resto del pueblo, y las reglas que, devenidas de ese sentimiento,
creaban una separación social deformando la relación con Dios. La doctrina
farisea no es totalmente errónea ni mucho menos, pero si el espíritu que la
impulsa es la comercialización con Dios y la división entre justos e injustos,
entonces no es compatible con el Evangelio. Seguramente, Jesús sentía cierta
afinidad por algunos grupos de fariseos, lo cual explica, paradójicamente, sus
enfrentamientos; si hay tanta interrelación entre el Maestro y ellos, es porque
se encontraban en varios puntos.
El texto de hoy comienza aclarando a quiénes se dirigirá la parábola. Hay
algunos que se tienen por justos y desprecian a los demás; ellos son los que
tienen que prestar más atención. El concepto de justo en el Antiguo Testamento es simple y complejo a la vez. La
raíz tsaddaq (justo, justicia) se
encuentra 523 veces en todo el Antiguo Testamento. El Salmo 112 establece
algunas características de esta condición: es justo el que teme al Señor y se
deleita con sus mandamientos, el que presta con generosidad y no es fraudulento
en los negocios, el que tiene el corazón firme en el Señor, el que reparte sus
bienes entre los pobres. Esta definición, no obstante, tiene un componente peligroso, porque el mismo Salmo asegura
que el justo abundará en riquezas y sus hijos dominarán el país. Encontramos
allí una doctrina de retribución. Por las obras buenas recibe una recompensa
terrenal económica. Por dar dinero a los pobres, se aumentan sus riquezas. Por
no ser fraudulento en los negocios, su descendencia domina al resto. Explícitamente,
la justicia conllevaría un estado de bienestar material.
Por la tergiversación en el sentido de la justicia es que muchos fariseos
predicaban la limosna, por ejemplo, pero no la realizaban como verdadero acto
de amor al prójimo, sino buscando la recompensa divina. La limosna era el pequeño sacrificio para obtener un beneficio mayor: riquezas. Y así como
nombramos la limosna, tenemos el ayuno, el diezmo y la oración.
Justamente, la parábola que leemos hoy está estructurada de acuerdo a estos
tres últimos ejemplos. Uno de los protagonistas es un fariseo orando y
alardeando de su ayuno y su diezmo. Está presentando el recibo de lo que Dios
le adeuda. Pero como si esto fuera poco, duplica la apuesta. Según su oración,
él no es como los demás seres humanos. No es, según el original griego, jarpax (rapaz), adikos (sin derecho), moicos
(adúltero) o telones (publicano). Todo
lo contrario. Él ayuna dos veces por semana cuando la Ley lo exige un solo día al
año, para la Fiesta
de la Expiación
(cf. Lv 16, 29-31; 23, 27-29; Num 29, 7), y paga el diezmo de todas sus
entradas cuando la Ley
sólo exige la décima parte de lo que produce la tierra (cf. Lv 27, 30) y la
décima parte del ganado (cf. Lv 27, 32). En tanto y en cuanto el fariseo cree hacer de más, supone que Dios le
retribuirá también de más.
El publicano está en el otro extremo de la oración. Los dos oran de pie,
porque esa es la posición judía para la oración. En su oración lleva lo que es,
no lo que hace. No viene a exigir ni a comparar. Su expresión está inspirada en
el Salmo 51, a
la vez inspirado en la situación de arrepentimiento del rey David tras su
pecado con Betsabé y la recriminación del profeta Natán (cf. 2Sam 11-12). No
hay más que una oración para el arrepentido: que Dios tenga piedad. Así como
David, a pesar de sus pecados, es el rey predilecto de Yahvé, este publicano
vuelve a su casa justificado. El secreto de ambas situaciones está en la
capacidad de arrepentirse y pedir perdón.
Este Dios del perdón es el Dios justo. Por eso el publicano vuelve a su
casa justificado. El tema de la justificación es un concepto complicado, sobre
todo por la historia que arrastra en el veterano enfrentamiento de católicos y
protestantes. Lo cierto es que la justificación puede resumirse como la
condición de justo que recibe un injusto. El publicano vuelve a su casa
convertido en justo a los ojos de Dios. Al reconocerse pecador, asume y
transforma su pecado. Es justo porque Dios lo ve como tal. El fariseo, en
cambio, al no reconocer sus pecados, al no asumirlos y transformarlos desde el
arrepentimiento, no está justificado. Al creerse completo, perfecto, cierra la
puerta al amor de Dios. Si es perfecto, entonces Dios no tiene nada que hacer
en su vida. El problema del farisaísmo que recalca Jesús es la sensación de
plenitud. El fariseo se cree completo con las obras que realiza. No necesita,
en realidad, de Dios, porque todo lo puede en su ayuno, en su limosna, en su
acudir al Templo.
Pistas hermenéuticas (qué
nos dice el texto)
El Evangelio de Jesús predica al Dios en el que cree el publicano. El Dios
de los pecadores. Muchos, en la
Iglesia , pretenden comercializar la salvación con Dios. Que
se salven los que traigan una lista más grande de buenas obras. Pero Jesús
propone que el ensalzado sea humillado y el humillado ensalzado. La salvación
no está en la cantidad de buenas obras, sino en la capacidad de reconocer las
limitaciones. Saberse débil para ser completado por Dios. Saberse pequeño para
ser engrandecido. Saberse último para ser primero. La evangelización, por ende,
no puede focalizarse en determinar las condiciones de la salvación. Muchos
misioneros organizan reuniones para transmitir cuáles son las exigencias que
abren la puerta del Reino, a saber: no robar, no matar, no levantar falso
testimonio ni mentir, no codiciar bienes ajenos, etc. Pocos comunican la
plenitud que viene de Dios. Pocos explican que a Dios no se le presenta la
historia buena, sino la historia per-vertida para que Él la vuelva historia
con-vertida. Eso es lo que hace el publicano: lleva al Templo su per-versión
para hacer efectiva su con-versión.
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