Uno de la gente le dijo: “Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo”. Él le respondió: “¡Hombre! ¿Quién me ha constituido juez o repartidor entre ustedes?”. Y les dijo: “Miren y guárdense de toda codicia, porque, aunque alguien posea abundantes riquezas, éstas no le garantizan la vida”.Les dijo una parábola: “Los campos de cierto hombre rico dieron mucho fruto; y pensaba entre sí, diciendo: ¿Qué haré, pues no tengo dónde almacenar mi cosecha?. Y dijo: Voy a hacer esto: Voy a demoler mis graneros, edificaré otros más grandes, reuniré allí todo mi trigo y mis bienes y diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa, come, bebe, banquetea. Pero Dios le dijo: ¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?Así es el que atesora riquezas para sí y no se enriquece en orden a Dios”.
(Esta parábola está abordada en el libro que editamos el año pasado con Editorial Claretiana de Argentina: Discípulos de este Siglo)
Pistas exegéticas (qué dice
el texto)
A Jesús se le propone mediar una disputa familiar. Quizás, el fondo del
problema sea el mismo que el de la parábola del padre misericordioso de Lc 15,
11-32: un hermano pide su parte de la herencia en vida. Lo usual es esperar la
muerte del padre para repartir la herencia, pero en casos excepcionales se
podía pedir por anticipado. Eso es lo que hace el hermano menor de la parábola
del padre misericordioso, y eso es lo que pide hoy el que habla desde la
multitud. En ambos casos el resultado parece ser la disputa familiar. Al
regreso del hermano menor en el capítulo 15 de Lucas, es el hermano mayor quien
se enoja y no quiere compartir la alegría del regreso. En la lectura de este
domingo, la disputa fraternal ya parece estar instaurada; quien viene a pedir
la mediación de Jesús, la pide porque su hermano no quiere partir la herencia
todavía.
Hasta aquí, sin avanzar más allá del primer versículo de la perícopa,
podemos dar cuenta de la destrucción que genera el dinero. Tanto en Lucas 15
como en Lucas 12, el dinero (la herencia) quiebra las relaciones humanas. Por
cuestiones monetarias, la fraternidad se ve amenazada. Si las obras literarias
son, en general, un reflejo de lo que acontece en la sociedad de su época y,
más precisamente, en el micro-clima donde se gestan, podemos decir que el
Evangelio según Lucas refleja la economía del Imperio Romano y la tensión
ricos-pobres de la comunidad cristiana a la que pertenece el autor.
Lucas sabe que las diferencias económicas, que la brecha entre ricos y
pobres, que la abundancia de algunos pocos y la carencia de muchos, destruye la
comunidad. Lucas sabe que la religión
no puede ser ajena a la realidad socio-económica. Lucas sabe que el cristianismo
no se vive desencarnado, sino en una opción concreta que es opción por el
pobre, marginal y desvalido. Los hermanos de sangre que se pelean por el dinero
son, en proyección, los hermanos cristianos que se pelean también por el
dinero. Por eso Jesús no puede legislar sobre una disputa concreta; no hay
solución real en un arbitrio específico. La solución real es la que ataca la
raíz del problema; raíz que reside en la codicia/avaricia.
La codicia es el afán desordenado por obtener cada vez más bienes materiales;
la avaricia es el afán desordenado por acumular e incrementar el tamaño de lo
que se acumula. De una u otra manera, el problema es que el ser humano se mira
el ombligo y deja de mirar el rostro del hermano. Sólo importa mi necesidad en este instante y en este
lugar. Sólo importa acumular por el hecho de acumular. Lucas sabe que la
codicia/avaricia es diametralmente opuesta al Evangelio del darse por entero
sin pedir nada a cambio.
La parábola del codicioso no viene a dar solución a la disputa de los hermanos
en un término inmediato. La solución que trae Jesús es a todos los hermanos de
la gran familia humana. Si no se destierra la codicia/avaricia, si todos son
como el hombre de la parábola, desesperados por agrandar los graneros mientras
falta el pan a diestra y siniestra, el mundo se cae, se despedaza, y la vida es
pisoteada. En un segundo plano, pero muy importante, la lectura de hoy opone
los términos vida a riquezas. Éstas últimas no aseguran la
vida de nadie, ni mucho menos la vida que transmite Dios. Filosóficamente,
sería ilógico que un don tan grande como la existencia, regalada por el Padre,
pueda encontrar sus cimientos en lo mercantil, en la compra/venta. La
codicia/avaricia se opone al Evangelio porque se opone a la gracia, y la gracia
es amor que genera vida. El codicioso no vive (muere en la parábola) porque, en
realidad, está viviendo para sí mismo, y al encerrarse en él, se ahoga hasta
morir. El que se entrega por los hermanos, en cambio, vive porque se va
haciendo pleno en la entrega. El que se entrega no se preocupa por la herencia
que le corresponde, sino por la que le corresponde al hermano.
Dios llama al codicioso de la parábola con el término griego afron, compuesto por la partícula
negativa a y el término derivado de fren, que significa mente. O sea, se trata del que no tiene mente figuradamente, el que
no tiene sentido común, el sin-razón. El mismo término utilizó Jesús para
referirse a los fariseos en Lc 11, 40 en una disputa sobre la pureza ritual que
derivará en los ayes (cf. Lc 11, 42-52). Así como es sentido común que Dios no
puede condenar por el supuesto incumplimiento de prescripciones litúrgicas,
debiese ser sentido común que no se puede vivir para almacenar bienes que no se
comparten. Es un insensato, un sin-razón quien hace de la avaricia/codicia su
estilo de vida.
Pistas hermenéuticas (qué
nos dice el texto)
Quizás, actualizar la lectura hoy signifique algo más que plantearse el
sentido definitivo de los valores solidarios. Quizás, la lectura en un mundo
capitalista y consumidor tenga que ver con el dinero depositado en los bancos
que no vuelven al pueblo para generar mejor calidad de vida. Quizás, tenga que
ver con el capitalismo eclesial que ha generado un mercado propio y que se ha
amigado con las fuerzas mercantilistas. Las luchas iniciadas y mantenidas por
la codicia/avaricia son las luchas de todos los días. Se arman guerras y se
desarman relaciones en pos de aumentar el capital personal o grupal. Se
destruye la vida del otro por creer que así se asegura la vida propia. Se
desalojan pueblos originarios, se deforesta, se niegan derechos fundamentales,
se hacen campañas de desprestigio, se compra como baratija la tierra, se engaña
y manipula, se envían matones, se quitan fuentes de trabajo… todo se hace con
el objetivo de asegurarse una estabilidad que provenga de lo económico.
La premisa de la madurez, en el mundo que habitamos, es lograr una
situación laboral que asegure un futuro relajado,
sin preocupaciones, donde el dinero se genere (en beneficio propio) sin mover
un dedo. De ninguna manera puede pretenderse Reino de Dios donde el rey es el
dinero, donde el amo y señor es la acumulación que asegura bienestar. No se
puede vivir la gran utopía de la humanidad, por ejemplo, cuando la desnutrición
se solucionaría con los depósitos bancarios inmóviles. En la época de Jesús no
existían las bancas, y sin embargo la raíz del problema era la misma: la
avaricia/codicia.
No está de más recordar, constantemente, que el ser humano mure de todas
formas, con bienes o sin bienes, pero que la vida (la manera de vivir) se hace
plena dándose al otro o se atrofia en uno mismo. Lo que se puede elegir es cómo
vivir, porque el hecho de la muerte ya está asegurado. En esa perspectiva, es
insensato acumular hacia la muerte; lo lógico sería desprenderse para vivir
plenamente.
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