Después de esto, designó el Señor a otros setenta y dos y los envió por delante, de dos en dos, a todas las ciudades y sitios adonde él había de ir. Y les dijo: “La mies es mucha y los obreros pocos. Ruegen, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies. Vayan; miren que los envío como corderos en medio de lobos. No lleven bolsa, ni alforja, ni sandalias. Y no saluden a nadie en el camino. En la casa en que entren, digan primero: Paz a esta casa. Y si hubiere allí un hijo de paz, su paz reposará sobre él; si no, se volverá a ustedes. Permanezcan en la misma casa, coman y beban lo que tengan, porque el obrero merece su salario. No vayan de casa en casa. En la ciudad en que entren y los reciban, coman lo que les pongan; curen los enfermos que haya en ella, y díganles: El Reino de Dios está cerca de ustedes. En la ciudad en que entren y no los reciban, salgan a sus plazas y digan: Sacudimos sobre ustedes hasta el polvo de su ciudad que se nos ha pegado a los pies. Sepan, de todas formas, que el Reino de Dios está cerca. Les digo que en aquel Día habrá menos rigor para Sodoma que para aquella ciudad”.Regresaron los setenta y dos, y dijeron alegres: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”. Él les dijo: “Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Miren, les he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones y sobre todo poder del enemigo, y nada les podrá hacer daño; pero no se alegren de que los espíritus se les sometan; alégrense de que sus nombres estén escritos en los cielos”.
El texto conocido de la Misión de los 72 es propiamente lucano.
Ninguno de los otros evangelistas lo narra. Es fácil hallar en esta inclusión
de Lucas una herramienta literaria para hacer parangón con el envío de los Doce
sucedido en Lc 9, 1-6.10. Comparando ambos episodios encontramos en común el
tema de los enviados, la descripción de una serie de actividades que deben
realizar y el regreso en el que los discípulos cuentan al Maestro la
experiencia.
Si bien el esquema es similar, las diferencias se hacen notables. En primer
lugar está la cuestión del número. Mientras el envío del capítulo 9 se realiza
sólo con los Doce (número reducido y grupo fácilmente identificable según Lc 6,
13 y Lc 8, 1, con el nombre particular de apóstoles),
el envío que leemos hoy comprende a setenta y dos discípulos (número amplio y
grupo difícil de detallar porque no tenemos otra referencia específica a ellos
en el Evangelio ni en Hechos de los Apóstoles). En estos números debemos
buscar, como muchas veces nos obliga la Biblia a hacerlo, el simbolismo detrás de la
cifra. Como ya aclaramos en otras ocasiones, el doce es el número de la
elección, y por extensión, es el número del pueblo judío. Siempre son doce los
elegidos, y en el caso de Israel, doce son las tribus que forman la nación, porque
es el pueblo que Yahvé ha elegido entre las demás poblaciones. Por lo tanto,
tenemos que suponer que el envío de los Doce es el envío propiamente judío. En
el otro extremo, abriendo el capítulo 10 del libro, están los setenta y dos.
Para entender este número hay que referirse a Gn 10, donde se conserva la lista
de los descendientes de Noé a partir de sus tres hijos: Sem, Cam y Jafet.
Habiendo acontecido el diluvio anteriormente, en la pre-historia bíblica, Gn 10
es el momento en que la tierra se repuebla tras las devastadoras aguas. Esa
repoblación que se hace a partir de estos tres hermanos da origen a todos los
pueblos del mundo, que resultan ser setenta. A punto de partida de esta
historia, se cree popularmente, en la tradición israelita, que los pueblos de
la tierra son setenta. Entonces, cada vez que se usa esa cifra, la referencia
parece ser universal, y por ende, referencia a las naciones paganas, que
constituyen la gran mayoría de esos setenta. El envío de setenta y dos,
entonces, parece ser la contrapartida a los Doce judíos. Los setenta y dos son
los misioneros del mundo, de lo gentil, de la tierra toda. Por eso son tantos
(mucho más que doce) y por eso no se los identifica con un grupo particular,
pues tienen que estar sumergidos en el mundo para evangelizarlo, y no
distinguirse por una posible jerarquía que devenga de una elección divina, sino
todo lo contrario; en medio del mundo demuestran que viven en la sintonía de
Dios.
Van de dos en dos, respetando la disposición del Deuteronomio que exige,
como mínimo, la palabra de dos personas para que un testimonio sea válido (cf.
Dt 17, 6 y Dt 19, 15). Lo que estos setenta y dos tienen para decir merece la
máxima atención y la máxima fiabilidad. Ellos anuncian que viene el Señor, que
va a pasar Jesús, y eso es cierto. Extendiendo este artificio literario del
parangón, podemos presentar en estos enviados la re-figura de Juan el Bautista.
Como Juan, los setenta y dos hacen el adviento, anuncian la llegada del más
fuerte (cf. Lc 3, 16), se adelantan en el camino que recorrerá el Cristo.
Es tan novedoso esto que transmiten, y tanta prisa genera en el corazón del
que se encontró con la Buena Noticia ,
que el tiempo no puede ser desperdiciado. No pueden detenerse a saludar a nadie
en el camino. Y eso no es antipatía. La costumbre oriental que considera el
saludo como un rito fundamental y, sobre todo, largo, es relativizada por la
urgencia del Reino. Debemos saber que los orientales, cuando se saludan,
invierten muchísimo tiempo, porque no es un mero apretón de manos, sino una
conversación establecida culturalmente, en la que el diálogo se extiende para
saber cómo está la familia, la salud, el trabajo y las cosas de la vida. Los
enviados no pueden detenerse a saludar porque tienen la prisa del Reino.
Es inquietante analizar qué quiere decir la expresión sobre no llevar
bolsa, alforja ni sandalias. Tradicionalmente se la interpreta como el
desprendimiento propio de la actividad misionera, pero quizás sea necesario
profundizar el significado. Según se sabe, a los peregrinos que anualmente
marchaban a Jerusalén para las fiestas en el Templo, se les prohibía entrar a
la explanada del mismo con bastón, calzado o alforja, y se les prohibía también
alojarse para hacer noche. Las pertenencias, entonces, quedaban fuera del lugar
considerado sagrado, y al mismo tiempo impedían que el peregrino se instalara,
perdiendo su condición de viajero. Debido a esto, es posible que la frase
jesuánica advierta sobre lo sagrado de la tarea universal que tienen por
delante los setenta y dos. No pueden llevar pertenencias prohibidas en el
Templo porque para ellos es sagrado todo el suelo que pisan. Y no pueden
instalarse con comodidad en cualquier lugar porque pertenecen al mundo, al
Reino de Dios, y no a una zona específica. El concepto de lugar sacro se
traslada al mundo, al espacio que habita el ser humano, el destinatario de la Buena Noticia. Y como ese mundo
es basto y la prisa por el amor de Dios apremia, y los obreros son pocos, es
preciso estar en movimiento. Nadie puede instalarse o creerse dueño de una
parcela de tierra. Es preciso moverse, ser peregrino, ser varones y mujeres en
éxodo. Justamente, el gran sentido de las peregrinaciones judías a Jerusalén es
el de recordar el largo éxodo por el desierto. Por eso no puede dejar de ser
viajero un judío; porque su identidad es el viaje. De la misma manera, un
discípulo de Jesús no puede quedarse quieto, cómodamente instalado, porque su
esencia está en el camino. Los cristianos son discípulos en viaje, en constante
traslado, listos para partir.
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