Trabajando por lo que podrían decirse dos años arribé a un libro, a lo que sería el final de un libro (que no suele ser más que otro principio). Es un libro que costará publicar, porque su tamaño y su temática posiblemente no se correspondan con lo que se vende. Pero está en mi computadora, aguardando. Trata sobre el Reino de Dios en los Evangelios, tiene como título orientativo La obsesión de Jesús, y aquí dejo un breve fragmento que corresponde al análisis de un versículo que la liturgia católica propone leer este domingo.
(Lc 11, 2) El les dijo
entonces: “Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, que venga tu
Reino” [Mt 6, 10]
La oración ocupa un espacio primordial en el relato lucano, tanto en el
Evangelio como en Hechos de los Apóstoles. Jesús ora al Padre con confianza,
así como la Iglesia primitiva asume esa actitud de su Maestro para perpetuarla
en su seno, como oración comunitaria guiada por el Espíritu Santo.
Jesús se retira a lugares desiertos para orar cuando la muchedumbre lo
persigue porque se hace famoso (cf. Lc 5, 15-16), ora en una montaña la noche
antes de elegir a los Doce (cf. Lc 6, 12), ora a solas cuando pregunta a sus
discípulos quién dice la gente que es Él (cf. Lc 9, 18), tras lo cual
emprenderá la larga subida a Jerusalén (cf. Lc 9, 51). La transfiguración
sucede enmarcada en oración (cf. Lc 9, 28-29). Y Lc 11, 1-13 contiene la
enseñanza del Padrenuestro y la parábola del amigo insistente, en conexión con
la parábola paralela de la viuda insistente (cf. Lc 18, 1-8). Por su parte, la
comunidad apostólica oraba en un mismo espíritu (cf. Hch 1, 14), y el día de
Pentecostés descendió el Espíritu sobre los que se encontraban orando (cf. Hch
2, 4); al culminar ciertas oraciones el Espíritu se hacía presente (cf. Hch 4,
31; 8, 17), y fue el mismo Espíritu Santo el que separó a Bernabé y a Pablo
para la misión (cf. Hch 13, 2).
En plano teológico, podemos observar una continuidad entre el pedido del
Hijo para que se santifique el Nombre de Dios, y la realidad espiritual de la
Iglesia que es santificada por el Espíritu Santo, como si la oración del Hijo
hallara el cumplimiento escatológico en el futuro de la resurrección, que es el
presente eclesial. Esta continuidad, o presencia transformada de Dios, marca un
ritmo histórico que la teología puede interpretar como misiones de la Trinidad,
como una división del tiempo humano en el que cada Persona trinitaria se
manifiesta. A pesar de tratarse del tiempo histórico, esta mirada es
escatológica, porque el Espíritu Santo representa la presencia divina del
tiempo eclesial, y el tiempo eclesial es el tiempo de la espera activa de la
Parusía, de la esperanza en la concreción definitiva del Reino de Dios.
El Padrenuestro pide que venga ese Reino, que se haga manifiesto, que la
presencia de Dios invada toda la realidad de lo humano. Hay una asociación
entre la venida del Reino y la santificación del Nombre. Ambas peticiones
tienen que ver con lo escatológico-histórico. Pedir a Dios que santifique su
Nombre es pedir que se dé a conocer, que se auto-revele. La expresión puede
remontarse al profeta Ezequiel (cf. Ez 20, 41; 36, 23), donde la santificación
del Nombre de Dios es la salvación del pueblo. La Iglesia sabe que esa
manifestación está realizándose mediante el Espíritu Santo, y ahora tiene la
misión de hacer evidente esa manifestación, hacer que la realidad sea conocida.
No es proselitismo, no es por vanagloria propia. La misión de hacer evidente la
manifestación salvadora de Dios es un impulso propio de la Iglesia porque cuando
Dios se revela, cuando se hace manifiesto, el ser humano se salva, es
rescatado.
Porque creemos en un Dios que nos conoce y quiere que lo conozcamos,
creemos en un Dios relacional, y porque nuestro Dios es relacional, creemos que
quiere lo mejor para nosotros. El Padre de Jesús es Padre, valga la
redundancia. Se relaciona con nosotros desde su rol paternal. Jesús lo sabe
mejor que nadie, y comienza el Padrenuestro con la invocación Padre. Seguramente, detrás de este
término griego (pater) se esconde el
arameo de Mc 14, 36: Abbá. Jesús se
dirige a un Dios personal, y abre la puerta para que todos los que creen en un
Dios con las mismas características (personal, dialogal, comunicativo) puedan
dirigirse a Él en intimidad. Es Padre-nuestro porque es Padre-de-Jesús; somos
hijos porque Jesús es Hijo.
La venida en plenitud del Reino es la venida definitiva de la paternidad
universal y divina. Dios es Padre ahora, pero la manera en que nos relacionamos
con su paternidad tiene un velo todavía. Nuestra naturaleza humana, nuestra
restricción temporo-espacial, nuestras circunstancias culturales, son todos
elementos que ponen, de alguna manera, una barrera a la completitud de lo que
podría ser nuestra relación Padre-hijos. Los cristianos, en la fe esperanzada,
ya nos sabemos y nos sentimos hijos, ya vivimos esa paternidad desde el hoy,
pero deseamos que sea una paternidad universal reconocible para todos, y que lo
que actualmente se interpone como barrera, se transforme en un conocimiento
profundo de Dios. Es un deseo escatológico y es un deseo/petición a Dios: que
Él venga, que se revele definitivamente como el Padre de todos, que se rompa el
último velo, que la divinidad sea todo en todos (cf. 1Cor 15, 28).
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