1 Tres días después se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. 2 Jesús también fue invitado con sus discípulos.3 Y como faltaba vino, la madre de Jesús le dijo: “No tienen vino”. 4 Jesús le respondió: “Mujer, ¿qué tenemos que ver nosotros? Mi hora no ha llegado todavía”. 5 Pero su madre dijo a los sirvientes: “Hagan todo lo que él les diga”. 6 Había allí seis tinajas de piedra destinadas a los ritos de purificación de los judíos, que contenían unos cien litros cada una. 7 Jesús dijo a los sirvientes: “Llenen de agua estas tinajas”. Y las llenaron hasta el borde. 8 “Saquen ahora, agregó Jesús, y lleven al encargado del banquete”. Así lo hicieron. 9 El encargado probó el agua cambiada en vino y como ignoraba su origen, aunque lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua, llamó al esposo 10 y le dijo: “Siempre se sirve primero el buen vino y cuando todos han bebido bien, se trae el de inferior calidad. Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este momento”.11 Este fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él.
Para este domingo dejo posteado el primer capítulo
de un libro que anda dando vueltas, que escribí hace un tiempo, y que explora
algunos milagros de Jesús. Puede que algún día se haga papel y se publique, o
puede que no. De todas maneras, aquí está lo que serían algunas de las páginas
iniciales.
Podemos comenzar comentando el pasaje desde su final, desde el versículo
11, cuando se enumera la conversión del agua en vino como el comienzo de los
signos, o según otras traducciones, como el
primero de los signos. La palabra griega que está detrás de estas
traducciones es arche. El inicio del
relato joánico también la posee (cf. Jn 1, 1: en el principio: en arche). Algunos exegetas consideran
que su utilización en Jn 2, 11 no debería entenderse como una enumeración, como
una consideración cuantitativa de los signos jesuánicos, sino en sentido
cualitativo. Estaríamos hablando del signo prototípico
antes que del primer signo de una lista. Lo prototípico es aquello que es
modelo de lo demás, lo que resume e idealiza. El proto-tipo es el primer-molde.
Así comprendidas, las bodas de Caná son la condensación de Jesús, y quedarse en
la superficialidad del texto (Jesús asiste a una fiesta) sería un error grave.
Si este episodio es prototípico, entonces hay un mensaje profundo y trascendental
en él.
Jn 2, 1 nos da el contexto y el grueso de las claves hermenéuticas para
situarnos frente al relato. La escena sucede tres días después. Pero, ¿después de qué? Aquí se nos propone una
sucesión temporal que comienza en Jn 1, 29, cuando se habla del día siguiente
al que Juan es interrogado por los sacerdotes y levitas. Hasta allí
contabilizamos dos días. Luego, en Jn 1, 35 vuelve a mencionarse el día
siguiente. Van tres. Finalmente, Jn 1, 43 habla de otro día siguiente. Ya
tenemos cuatro días. Jn 2, 1 sucede tres días después de todo el capítulo 1, y
se completan así siete días, en una clara evocación a la semana inicial del
primer relato de la Creación
en Génesis (cf. Gn 2, 3). Por lo tanto, podemos afirmar que la vida terrena de
Jesús será una re-creación, un re-comienzo de la historia.
Pero la significación de los tres días no se queda allí. El capítulo 19 del
Éxodo relata la llegada de Israel al monte Sinaí (cf. Ex 19, 1), el monte de la
alianza con Dios. Yahvé dice a Moisés lo siguiente: “Ve al pueblo y que se
purifiquen hoy y mañana; que laven sus
vestidos y estén preparados para el tercer día; porque el tercer día descenderá
Yahvé sobre el monte Sinaí a la vista de todo el pueblo” (Ex 19, 10-11). El
tercer día es, entonces, la manifestación gloriosa de Dios frente a su pueblo
para realizar la alianza, que será expresada en los mandamientos del capítulo
20 del Éxodo. Por lo tanto, también podemos afirmar que la vida de Jesús es la
manifestación de la gloria de Yahvé que quiere hacer alianza con las gentes. El
tópico es retomado al final del episodio de las bodas, cuando Juan especifica
que con la conversión del agua en vino el Maestro “manifestó su gloria” (Jn 2, 11).
Por último, los tres días son también la anticipación del tercer día pascual,
cuando el Crucificado es levantado de entre los muertos (cf. Jn 2, 19.21-22).
Podemos agregar a las afirmaciones anteriores que la vida de Jesús, su
re-creación y la manifestación de la gloria de Dios, sólo se entienden desde el
episodio pascual.
A este contexto temporal agregamos ahora el contexto situacional. Estamos
en una boda. Los desposorios, de más está decir, son una imagen clásica de la
relación entre Dios y su pueblo, y una imagen mesiánica (cf. Is 54, 5; Os 2,
16-19; Ap 21, 2). Según las costumbres judías, la fiesta de bodas duraba una
semana o más (cf. Jc 14, 12; Tob 10, 8), excepto cuando la desposada era una
viuda, en cuyo caso se celebraba por sólo tres días. La ocasión era de gran
alegría y gozo. Se realizaba un banquete donde la comida y la bebida eran la
expresión visible de la importancia de la unión. Debido a estas características
festivas prolongadas, no fue difícil ni extraño utilizar la imagen de la boda
para aplicarla a la alianza. Yahvé es el esposo de Israel, y eso es motivo de
gran regocijo. Pero también es cierto que la vida de Israel no fue siempre de
festejo, y por eso, junto con la espera escatológica, con la resolución de la
historia por la intervención divina, se asoció la imagen de la boda a los
tiempos finales, cuando la fiesta se haría eterna y el banquete no tendría fin.
El desposorio constituía, por lo tanto, figura de la relación actual con Dios y
figura de lo que vendría.
Si en las fiestas de una semana el vino era abundante, mucho más lo sería
en la boda eterna. Sin vino, podría decirse, no hay verdadera boda. El Cantar
de los Cantares eleva el vino a la categoría esponsal (cf. Cnt 1, 2.4; 8, 2),
haciéndolo parte integrante del amor entre el esposo y la esposa. La llegada
del Mesías debía venir, por cierto, con un derroche de vino, pues sería la
culminación y plenitud del banquete. Ya los profetas habían anunciado esta
realidad de sobreabundancia vinícola (cf. Jl 2, 19.24; Is 25, 6; 55, 1), con el
paisaje de montes que destilan la bebida (cf. Am 9, 13). Conociendo esto, no
estamos lejos del centro del pasaje que leemos hoy: la boda no tiene más vino,
la alianza no tiene más esencia, los desposorios entre Yahvé y su pueblo no
pueden ser celebrados. Si el vino se acabó es porque se acabó la boda. Si se
acabó la boda, se acabó la relación entre Israel y Dios, se acabaron la alegría
y la esperanza.
Es la madre de Jesús la que advierte la situación y se lo comunica a su
hijo. Ella, partícipe de la boda, ha comprendido que la alianza se está
muriendo. En el diálogo con Jesús, éste la llama, irrespetuosamente, como los judíos designan a sus esposas. Ningún
hijo se dirigiría a su madre tratándola de mujer.
Debemos buscar a esta situación una explicación simbólica. En el Evangelio
según Juan hay cuatro personajes femeninos que son llamados así. En primer
lugar, la madre de Jesús (cf. Jn 2, 4 y Jn 19, 26), también la samaritana (cf.
Jn 4, 21), la adúltera (cf. Jn 8, 10) y María Magdalena (cf. Jn 20, 13-15). La
mayoría de los biblistas coinciden en que el episodio de la mujer adúltera no
pertenece a la redacción original del Evangelio según Juan y encaja mejor en el
relato de Lucas, por lo que se supone ha sido incorporado en un momento
posterior. Así las cosas, nos quedamos con tres mujeres llamadas con el
apelativo que el esposo utiliza para dirigirse a su esposa. Si Jesús es, como
lo afirma la tradición cristiana, el Esposo de la Iglesia , el Esposo del
Pueblo de Dios, estas tres mujeres están representando a esa comunidad
desposada con el Mesías. María sería, por lo tanto, la representante del Israel
fiel que ha permanecido en la alianza, que no se ha olvidado de su Dios, que
descubre cómo el vino se ha ido acabando y, por ello, reclama al Esposo que
renueve la boda, que re-cree, que reviva la relación de amor con su pueblo. La samaritana
es la representante del Israel adúltero (ella ha tenido cinco maridos y vive
con uno que no es su esposo según Jn 4, 18), del pueblo que abandonó la alianza
y al Esposo en busca de otros, traicionando la confianza y el amor de Dios.
Finalmente, la Magdalena
es la nueva esposa, la esposa eclesial/discipular que nace al pie de la cruz y
que participa con el Mesías en la re-creación del mundo, inaugurando una nueva
era y una nueva humanidad (la escena del diálogo entre Jesús resucitado y María
Magdalena del capítulo 20 ocurre en un huerto/jardín, evocando el Edén del
Génesis).
María/Israel fiel, entonces, reclama el vino de la alianza, reclama la
renovación del desposorio entre Dios y su pueblo. Sus últimas palabras sobre
hacer lo que diga Jesús evocan dos episodios del Antiguo Testamento. El primero
es el de Gn 41, 55 cuando el hambre asola Egipto y el faraón dice al pueblo
hambriento: “Acudan a José: hagan lo que
él les diga”. María, como el faraón, da respuesta al hambre de Egipto
indicando un salvador, señala el que trae la saciedad definitiva al hambre de
alianza. La segunda referencia es la de Ex 19, 8, cuando Israel, acampando
frente al monte Sinaí, asegura: “Haremos
todo cuanto ha dicho Yahvé”. María es como este Israel fiel dispuesto a
vivir la alianza en la confianza depositada sobre la Palabra de Dios. Los
sirvientes, acatando la exhortación de María, serán los testigos privilegiados
de la transformación del agua en vino.
Seis tinajas había allí. El seis es el número de la imperfección, es siete
(número de la plenitud) menos uno. Las tinajas son de piedra, como las tablas
de la ley dada a Moisés (cf. Ex 24, 12). Están allí para los ritos de
purificación y su capacidad equivale a dos o tres medidas cada una. Lo que
traducimos por medida es en griego metretas, una unidad para mensurar
líquidos que equivale a 36
litros , aproximadamente. En total, las seis tinajas
pueden contener unos 600
litros . ¿Por qué es necesaria tamaña cantidad en un
pequeño poblado de Galilea durante una boda? Porque, en el relato, están
simbolizando la pureza ritual judía atada a la antigua alianza, a los
mandamientos de la ley grabada en piedra. En lugar de vivir la alianza con la
alegría del vino, Israel está padeciendo la opresión del ritualismo y la
legislación. En vez de celebrar, el Pueblo de Dios padece.
Jesús es el Esposo que trae el vino. Él es, en esencia, nuestra alegría y
nuestra esperanza. La Iglesia
no está desposada con el vino, sino con el que nos da el vino. El pueblo clama
la renovación, grita desesperado porque tiene hambre de un Dios que es capaz de
festejar y de hacer las cosas nuevas. Las gentes están cansadas de los mismos
esquemas, las repeticiones solemnes, los ritos que atan y no liberan. ¿Podemos
responder, desde la evangelización, a ese pedido? ¿Podemos reconocer esa
necesidad? ¿O estamos lo suficientemente asustados para aferrarnos a nuestras
seis tinajas de piedra con agua? Evangelizar no puede consistir en la
aplicación metódica de reglas y modelos preestablecidos. Evangelizar no puede
ser nunca repetición. Al contrario, es la repetición lo que deteriora la Buena Noticia y le quita ese
sabor particular a vino/alegría. Nada puede representar alegría a los seres
humanos de nuestra contemporaneidad si les hablamos con palabras que no
entienden, si perpetuamos sistemas que ya los han dañado, si los invitamos a
purificarse con agua en lugar de hacerles un lugar en el banquete del vino.
En una época donde el matrimonio es visto como una carga impositiva, como
una esclavitud, vale la pena descubrir que la boda es celebración, fiesta y
liberación cuando estamos con el Esposo del vino bueno y abundante. Este Esposo
no llega con las prédicas de siempre, con las acusaciones de todos los días,
con la catequesis repetida en el último siglo ni con los rituales estancados en
la Edad Media.
Este Esposo ha venido a re-crear las palabras, a perdonar, a catequizar desde
los problemas de hoy, a celebrar la vida con los gestos de cada cultura. Este
Esposo no tiene nada que ver con los que tienen miedo de cambiar.
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