Si el catequista no asume, en su espiritualidad, el sentido trascendente de
la esperanza, si no cree vehementemente en ella, si no la experimenta en la
cotidianeidad de su vida, no podrá enseñarla, construirla ni transmitirla.
Ahora bien, la espiritualidad está entendida aquí como la acción del Espíritu
Santo en el catequista y la respuesta a esa acción. El terreno de la
espiritualidad es el terreno de lo que nos inspira, lo que nos emociona, lo que
nos atrae, lo que nos apasiona. La esperanza tiene que apasionar al catequista.
Y cuando mencionamos la esperanza, indefectiblemente mencionamos futuro. No
porque se trate siempre de quimeras que nunca se hacen realidad en el hoy, sino
porque la esperanza está ligada a una modificación del presente que se
prolongue hasta el futuro. Por eso el catequista tiene que estar apasionado por
lo que se puede transformar en nombre del Reino, y lo que el Reino por su
propia dinámica va transformando. Esta pasión, en definitiva, es pasión por el
ser humano que se beneficia de esa esperanza. Se beneficia cuando la esperanza
se concreta y modifica su vida, su calidad de vida; y se beneficia cuando tiene
esperanza, cuando cree en un futuro mejor.
Pero volviendo al principio; si el catequista no degusta la esperanza, no la siente, no la percibe, no la asume, no puede hacerla presente en la catequesis. El mero hecho de educar en la fe, educar en el Evangelio, tiene que ser motivo de esperanza. Porque el Evangelio ha demostrado, con sobras, que es capaz de cambiar las vidas y la historia. El Evangelio es capaz de levantar al caído y liberar al que está esclavo. El Evangelio tiene una fuerza propia en la que podemos confiar. Un trabajador del Evangelio, que lo conoce y lo relee, y lo intenta comprender para darlo a comprender, no puede menos que maravillarse de ello. Allí debe gestarse y expandirse la espiritualidad de la esperanza. El catequista, mano a mano con la Biblia, mano a mano con la vida de Jesús, mano a mano con los seres humanos que han sido transformados por la Palabra, puede esperanzarse. Hay una acción del Reino de Dios, una presencia constante y misteriosa, pequeña y gigantesca a la vez, que puede esperanzarnos.
Parte de la esperanza cristiana se sostiene en la
certeza de que no estamos solos. Descubrimos el Reino actuando, descubrimos a
Jesús presente, la mano de Dios, el soplo del Espíritu. Descubrimos al otro
necesitado y que suple nuestra necesidad. La esperanza tiene un fuerte arraigo
en la experiencia del otro, la experiencia de alteridad. Está el Gran Otro,
Dios, y está el otro-prójimo. El catequista debe experimentar, más que nadie,
al otro. La existencia de esa alteridad nos da esperanza. Una de las mayores
frustraciones, de las mayores depresiones del ser humano, es sentirse
abandonado, solo, sin nadie que se acuerde de él, nadie que lo quiera. ¿Cómo
puede haber esperanza en la soledad? ¿Y si estamos solos en el universo? Es la
desesperanza total.
En la catequesis, para construir esperanza,
indefectiblemente hay que construir comunidad y sentido del otro. El
catequizando debe saber que existe otro, tan igual y tan importante como yo,
con necesidades y con potencialidades que yo necesito. Sin esa premisa,
cualquier juego, dinámica o explicación sobre el Evangelio que se desarrolle en
el encuentro de catequesis, cae en vacío. Sin el principio-comunidad, sin el
principio-alteridad, la catequesis no hace más que reforzar el individualismo
que atenta contra el Evangelio. Y refuerza la desesperanza de sentirse
abandonado, de sentirse solo, en constante competencia con los demás. El otro
no es un hermano, sino un enemigo, o al menos, un potencial enemigo. No hay
esperanza en un mundo de seres enfrentados, de guerras constantes. No se puede
construir esperanza desde la catequesis si le damos la espalda a la realidad de
que el otro no existe para la mayoría, no se lo ve como hermano. Hay que
revertir esa visión para revertir la desesperanza. Y sobre todo, hay que hacer
hincapié en que el catequizando reconozca al otro que sufre, el otro marginal,
el otro olvidado, el otro pobre. Recordar y hacer algo por ese otro caído en
desgracia es el inicio inmediato y necesario.
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