En esa oportunidad, Jesús dijo: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido.Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana”.
Volviendo al tiempo litúrgico ordinario, volvemos al Evangelio según Mateo
en este Ciclo A. Los versículos seleccionados para este domingo son, en su
primera parte, compartidos con Lucas (cf. Lc. 10, 21-22), y en su segunda
sección exclusivos de Mateo. Por esta razón podemos atribuir Mt. 11, 25-27 a la fuente Q y el resto a
la redacción propia del autor. Además, si tuviésemos que optar entre la versión
mateana y la lucana para establecer cuál es la más original o la más primitiva,
nos quedaríamos con Mateo, ya que la presencia tan significativa de aramismos
nos permite remontar las expresiones casi hasta Jesús en persona. Podría
tratarse de un salmo espontáneo del Maestro que la tradición conservó, o algún
tipo de sentencia que, inmediatamente, la Iglesia primera convirtió en oración. De todas
maneras, se trata de una alabanza en su inicio, que sufre una interpolación
teológica y culmina con una invitación tierna, como si se tratase de una
oración de la comunidad que Jesús pone en sus labios, adelantándose al pedido
de alivio de los subyugados.
El marco que el autor da a las expresiones jesuánicas es violento.
Justamente, estos versículos cortan la tensión literaria. El Maestro está
recriminando a las ciudades (y por extensión a sus habitantes) su rechazo del
Evangelio. Tanto Corozaín, como Betsaida o Cafarnaún serán tratadas más
rigurosamente por Dios que Tiro, Sidón (paganas) o Sodoma (ciudad pecadora por
excelencia del Antiguo Testamento). Este enardecimiento de Jesús (cf. Mt. 11,
20-24) tiene mucho que ver con lo que parece ser el fracaso de su ministerio en
Galilea. Les ha hablado, ha realizado milagros y ha convivido con ellos
mostrando y demostrando el Reino de Dios, pero aún así lo rechazan. Los
escribas y fariseos se ponen más firmes en sus opciones, las sinagogas lo excomulgan,
las masas se le acercan y alejan intermitentemente. El gran proyecto galileo de
reforma judía que intentó llevar adelante atraviesa una crisis. Por eso afirma:
“Porque llegó Juan, que no come ni bebe,
y ustedes dicen: ¡Ha perdido la cabeza!. Llegó el Hijo del hombre, que come y
bebe, y dicen: Es un glotón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores”
(Mt. 11, 18-19). Es la confirmación de que, aún separándose del proyecto del
Bautista, más focalizado en el castigo divino que en la misericordia, Galilea
rechaza al Padre. Por mostrar un Reino de los Cielos que se hace concreto
comiendo y bebiendo, entre publicanos y pecadores, se ve obligado a recriminar
lo que sucede. Aunque la recriminación podría concluirse con una mirada
pesimista, Jesús reinterpreta este rechazo galileo en clave de alabanza. El
Reino de los Cielos no ha fracasado, sino que se ha revelado a los pequeños,
mientras que los sabios y prudentes no lo entienden, lo resisten desde su falsa
sabiduría. Dios no ha equivocado el camino; eso descubre Jesús. Dios ha seguido
su opción fundamental por los pequeños, y quien sabe descubrirlo está
capacitado para alabar y adorar al Señor.
Antes de sacar conclusiones apresuradas, es conveniente entender a quiénes
se refiere Jesús cuando habla de sabios prudentes y quiénes serían los
pequeños. En cuanto a los primeros, quizás convenga recordar el inicio del
libro del Deuteronomio, cuando Moisés elige hombres sabios y prudentes para
dirigir a las tribus de Israel (cf. Dt. 1, 13). Estos hombres son los dirigentes
del pueblo, y más precisamente, los shoter
(cf. Dt. 1, 15), que puede traducirse del hebreo como escriba. Recordando el claro sentimiento anti-escribas del
Evangelio según Mateo, y el fuerte simbolismo de Jesús Maestro en
contraposición a los falsos maestros de la religión, no es desacertado
identificar a los sabios y prudentes del texto con los escribas judíos. Ellos,
que ostentan la ciencia del escrutinio de la Palabra , se pierden de la revelación del Padre.
Las cosas importantes de Dios se les ocultan, porque su ciencia bíblica los nubla, los hunde en detalles sin importancia
que desvían la atención. En contraposición, los pequeños son los que reciben la
revelación. Aquí, el pequeño no es el niño, porque los sabios prudentes no son
los adultos así sin más. Tenemos que entender que el pequeño del texto es la
contrafigura del escriba. Para ello es útil saber que la palabra griega del
texto original que traducimos como pequeños
es nepios, que literalmente significa
sin el poder del habla. Con el tiempo,
nepios eran los niños muy pequeños,
los que todavía no habían aprendido a hablar, pero el contexto parece indicar
que Mateo piensa en los que no tienen voz pública como los escribas, o sea,
aquellos que no han estudiado en ninguna escuela rabínica y, por lo tanto, se
los considera ignorantes de las Escrituras. A contrario de lo esperado, el
Padre revela a ellos el misterio del Reino de los Cielos, y no a los que poseen
la ciencia escriturística. Reforzando esta predilección por los pequeños,
podemos rastrear en el libro de Mateo el uso continuo de términos similares
para designar a los más desprotegidos de la sociedad: mikros (cf. Mt. 10, 42; Mt. 11, 11; Mt. 13, 32; Mt. 18, 6.10.14)
como pequeños en tamaño; pais (cf.
Mt. 2, 16; Mt. 8, 6.8.13; Mt. 12, 18; Mt. 17, 12; Mt. 21, 15) como esclavos o
niños; paidion (cf. Mt. 2, 8.9.11.13.16.20.21;
Mt. 11, 16; Mt. 14, 21; Mt. 15, 38; Mt. 18, 2.3.45; Mt. 19, 13-14) como diminutivo
de pais, que solía utilizarse para
niños menores de dos años; thelazonton
para los lactantes (cf. Mt. 21, 16; Mt. 24, 19); elakistos como mínimo o menor (cf. Mt. 5, 19; Mt. 2, 6; Mt. 5, 19);
pobre como ptokoi (cf. Mt. 5, 3; Mt.
11, 5; Mt. 19, 21; Mt. 26, 9.11).
Los pequeños son los que tienen que soportar, por no tener voz (voz
intelectual) que los defienda, el yugo que los escribas (los que tienen voz)
quieran cargarles. Para el Antiguo Testamento, el yugo puede significar el
cumplimiento de la ley que prescribe el pacto de la alianza. Si Israel quiebra
el yugo (o sea, se desentiende de la ley), entonces se prostituye a otros
dioses (cf. Jer. 2, 20; Jer. 5, 5). En el período helenista, la sabiduría tomó
el lugar de la ley, y el yugo se convirtió en la sabiduría de Dios (cf. Sir.
51, 26) que instruye (como lo hacía la ley de Moisés). Pablo utilizará la
imagen, también, para dar a entender que después del Cristo hay libertad, pero
antes había yugo (cf. Gal. 5, 1), o sea, había ley que esclaviza. Evidentemente,
el yugo lo cargan y descargan los intérpretes de la Escritura , los que el
pueblo identifica como portadores de la ciencia y sabiduría suficiente para
decidir qué agrada a Dios y qué no. El pueblo sin estudios, no académico, se
somete a los designios del escriba que, por sus conocimientos intelectuales, es
reconocido como líder espiritual. Jesús sabe y conoce esa realidad. Su mirada
profética lo hace entender el problema y así dice de los escribas: “Atan pesadas cargas y las ponen sobre los
hombros de los demás, mientras que ellos no quieren moverlas ni siquiera con el
dedo” (Mt. 23, 4). Los escribas someten al pueblo sin conocimientos en
Sagrada Escritura al duro peso del yugo de la ley, pero de manera hipócrita,
porque las leyes que interpretan para el pueblo, ellos mismos no pueden
soportarlas. Hay aquí un proceso de subestimación de los pequeños. Como no
tienen estudios, no tienen revelación de Dios, y los intelectuales se ven en la
misión de traer a la gente el verdadero designio divino, decidiendo por ellos,
creyéndolos incapaces de encontrar a Dios, de entrar en diálogo con Él.
La situación parece cercana. Un grupo se adjudica la interpretación oficial
de la Palabra
y de la revelación. Otro grupo tiene que obedecer esa interpretación. Pero
Jesús nos sigue recordando (nos sigue invitando a alabar) que el Padre se
revela a los pequeños. El gran Señor, soberano de la tierra y del cielo, o sea,
rey de todo lo creado, inaccesible para el finito ser humano, quiere revelarse
a los pequeños, a los sin-ciencia, a los que no tienen voz. Los silenciados por
obligación, por falta de oportunidades, por exclusión sistemática de los
ámbitos de decisión, son los que reciben el misterio del Reino. En ellos, la
revelación se hace auténtica, esquivando las hermenéuticas pervertidas de los
que sí tienen voz y la usan de manera prepotente. Esa es la gran tentación del
que tiene voz: enamorarse tanto de su sonido que se deleite egoístamente al
escucharla. Embelesados en sus sonidos, los escribas de nuestro tiempo cargan
al pueblo una liturgia pesada, una moral insostenible, una visión del mundo
anti-evangélica. Y los pobres se siguen quedando mudos, a pesar de sus ansias
de hablar. Pero peor aún es la situación de aquellos pequeños que, de buena
voluntad, deciden creerles a los escribas, confiadamente, y se encuentran
envueltos en una maraña de legislaciones que los asustan y encierran. Lo
terrible de sus vidas es que han admitido, sobre ellos mismos, su incapacidad
de hablar, de comunicar, y de que Dios les hable. Se han auto-excluido de la
revelación.
La historia como primer momento teológico (primer espacio donde Dios
habla y desde donde se puede hablar de Dios) tiene su concreción más delimitada
en los pequeños. Para Jesús, el pequeño es momento teológico por excelencia. Al
pequeño revela Dios su Reino. A partir de ahí es posible construir teologías,
tratados, encíclicas, enciclopedias. El peor pecado del teólogo es desprenderse
de la historia, del pueblo, y sobre todo de los pequeños. Cuando el teólogo
pasa más tiempo en el escritorio que en la calle, en el aula que en las villas,
entre estudiosos que entre los pobres, se está desconectando de Jesús. Al Señor
de los cielos y de la tierra, todopoderoso, infinito, eterno, se lo encuentra
en los finitos que sufren, en los que no pueden hablar, en los cansados y
agobiados por el peso del yugo. A ellos libera Dios con su revelación del
Reino. A ellos se les da el yugo suave y la carga ligera que les aliviana el
camino para la libertad. A ellos tendrían que dirigirse nuestros escribas para
entender el misterio, para llegar a Dios. Porque al Padre se llega por el Hijo,
pero resulta que el Hijo se hizo pequeño para vivir con los pequeños. No hace
falta ser muy lúcido para entender, entonces, que los caminos de Dios no son,
exclusivamente, los pasillos de la academia ni de los institutos, sino
precisamente la vida del que estructural y sistemática fue privado de la voz
para ser dominado.
Gracias, Juanjo. Un abrazo.
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