Pasado el sábado, al amanecer del primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a visitar el sepulcro.De pronto, se produjo un gran temblor de tierra: el Ángel del Señor bajó del cielo, hizo rodar la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella. Su aspecto era como el de un relámpago y sus vestiduras eran blancas como la nieve. Al verlo, los guardias temblaron de espanto y quedaron como muertos. El Ángel dijo a las mujeres: “No teman, yo sé que ustedes buscan a Jesús, el Crucificado. No está aquí, porque ha resucitado como lo había dicho. Vengan a ver el lugar donde estaba, y vayan en seguida a decir a sus discípulos: Ha resucitado de entre los muertos, e irá antes que ustedes a Galilea: allí lo verán. Esto es lo que tenía que decirles”.Las mujeres, atemorizadas pero llenas de alegría, se alejaron rápidamente del sepulcro y fueron a dar la noticia a los discípulos. De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo: “Alégrense”. Ellas se acercaron y, abrazándole los pies, se postraron delante de él. Y Jesús les dijo: “No teman; avisen a mis hermanos que vayan a Galilea, y allí me verán”.
Ha pasado el sábado para Mateo, ya es la madrugada del nuevo día. Ha
amanecido una nueva era, la era definitiva, la escatológica. María Magdalena y
la otra María van al sepulcro. Van de visita; ni para embalsamar el cuerpo ni
para verificar nada. Sólo visitan, como cualquier amigo concurre a la tumba del
compañero muerto. Son mujeres apenadas, doloridas, sin consuelo. La muerte
parece haber ganado. Es la era escatológica que ya comenzó, pero ellas no lo
saben. No lo entienden. La introducción de esta escena es el limbo entre lo que ya ocurrió en el plan
divino y lo que los humanos no saben; entre el proyecto concretado de Dios y la
interpretación de los humanos sobre ese proyecto. Las mujeres no van a la tumba
a buscar a un resucitado. Todo lo contrario: buscan visitar el cadáver de
Jesús. Lo que Mateo especificó en el relato de la crucifixión, con los muertos
saliendo de las tumbas, el velo del Templo de Jerusalén rasgado y las rocas
partidas (cf. Mt. 27, 51-52), no fue suficiente para estas mujeres. Mateo ya lo
ha dejado claro: ha comenzado algo nuevo, han llegado los tiempos
apocalípticos. Para ellas no. Hubo otro acto de injusticia, mataron a un
inocente, pero nada más. El mundo sigue girando y el Reino de Dios sigue siendo
una ilusión. No han sabido interpretar la pasión, la cruz, la muerte. No han
sabido leer los signos de los tiempos (cf. Mt. 16, 3). Igualmente van al
sepulcro, a diferencia de los varones que han desaparecido en la noche terrible
y no volvieron a dar señales de vida. Aunque ellas no entendieron aún el
mensaje total y pleno, sí han captado algo de la esencia, y por eso se acercan
al sepulcro. Van a visitar un cadáver, pero van. Los demás están refugiados,
ocultos, escondidos. Esta introducción que hace Mateo al relato de la tumba
vacía es el símbolo eclesial de las interpretaciones. Hay un suceso injusto, un
atropello, una barbaridad. Algunos se refugian y ocultan, otros tratan de
comprender, de acercarse a lo sucedido. Algunos dan por sentado que ya nada
puede hacerse; otros vislumbran esperanzas, visitan sepulcros buscando sólo
visitar o, al menos, entender una parte de lo sucedido. Ir a la tumba de los
justos asesinados, aunque sea una visita, es reconocerlos como víctimas. María
Magdalena y la otra María van a ver una víctima, que es su amigo, que podría
ser su hermano, que podría ser su hijo, su esposo, su primo. Van a la tumba de
la víctima y, por ir, se encuentran con la vida. Donde esperaban hallar muerte,
gracias a Dios, hallan resurrección.
Cuando los autores de los Evangelios ponen la figura del ángel (o los
ángeles) hablando a las mujeres, están argumentando la validez divina de la
creencia en la resurrección de Jesús. Es una manera de decir que la
resurrección de Jesús no fue un invento comunitario, sino una manifestación del
amor de Dios. No lo salió a publicar un lunático discípulo de Jesús, sino que
un ángel, una figura envestida del poder divino, lo reveló. Es interesante cómo
Mateo y Marcos ponen en boca del ángel un micro-discurso muy similar a lo que
fue la prédica de Pedro según Hechos de los Apóstoles: “Nuestro Señor Jesucristo de Nazaret, al que ustedes crucificaron y
Dios resucitó de entre los muertos” (Hch. 4, 10). Lucas, en cambio, hace
decir a los ángeles algo similar a los discursos paulinos: “Sobre un tal Jesús que murió y que Pablo asegura que vive” (Hch.
25, 19). En ambos esquemas de predicación, el cambio de situación es rotundo:
el crucificado es el resucitado, el que murió ahora vive. Lo imposible ha sido
realizado. Las mujeres ahora tienen la información completa para entender lo
que pasa. Dios no dejará que la muerte sea más potente que Él. Dios es capaz de
revertir el poder del mal. Las víctimas son resucitadas, las víctimas son
exaltadas, las víctimas no son el premio de la opresión. A las mujeres que
visitan la tumba se les anuncia la Buena
Noticia del amigo que no ha luchado en vano, el hermano que
está vivo, el Señor que ha inaugurado la era escatológica.
El temblor de tierra y el aspecto de relámpago del ángel son signos
escatológicos. El primero es la palabra griega seismos que sólo aparece cuatro veces en el Evangelio según Mateo;
una es la que leemos hoy; la otra está en Mt. 27, 54, cuando se concluye la
referencia a los acontecimientos que suceden al morir Jesús y que demuestran su
filiación divina y el carácter escatológico de su muerte; la tercera referencia
es en el discurso apocalíptico (cf. Mt. 24, 7), cuando se describe el terremoto
como parte de las manifestaciones de la llegada del Hijo del Hombre.
Finalmente, lo que conocemos como el relato de la tempestad calmada, en
realidad, para Mateo es un seismos.
El terremoto acompaña las manifestaciones divinas que tienen que ver con la
consumación de los tiempos. Jesús derrota el mal (ese es uno de los sentidos de
la tempestad calmada), Jesús es el Hijo del Hombre que viene con su muerte y su
resurrección. La idea del relámpago es similar. En Mt. 24, 27 dice el Señor que
la venida del Hijo del Hombre será como un relámpago que abarcará desde oriente
hasta occidente. De esta manera, el autor pinta la escena de la resurrección
con elementos escatológicos que avisan al lector sobre lo que ha ocurrido: es
el tiempo final. Lo que había que esperar, donde estaba nuestra esperanza, se
ha concretado. Si seguimos esperando con la mirada perdida en el horizonte,
entonces estamos malinterpretando la resurrección. Nuestra esperanza es Jesús,
y Jesús está vivo. Él es la suma de nuestros anhelos. Es la vida. Las mujeres
en el sepulcro tiene que develar eso: la esperanza que es activa y presente en
el hoy. Inclusive, la esperanza que se nos adelanta. Por eso el Resucitado
llega antes a Galilea. Ya nos está esperando hacia donde tenemos que ir. Está
en la meta antes que nosotros. La esperanza de Dios se nos adelanta, nos gana
la carrera, nos recibe en la meta.
Los guardias que caen como muertos son la antítesis de las mujeres. Sólo
Mateo los menciona dentro de los Evangelios canónicos. Entre los apócrifos, el
llamado Evangelio de Pedro también lo
hace. Si bien algunos suponen (como lo hace X. L. Dufour) que la inclusión de
los guardias es un tema apologético para desmentir la versión circulante ya en
los años 80 d.C. sobre los discípulos que roban el cuerpo de Jesús, también es
cierto que, en la composición del cuadro, los guardias cumplen una función
dramática. Dos mujeres, compañeras de la víctima, van al sepulcro; unos
guardias, al servicio del poder que genera víctimas, custodian el cuerpo.
Cosmológicamente, es como si los opresores (el mal) y los oprimidos (el bien)
lucharan una batalla (por el cuerpo de Jesús). Si Jesús es la esperanza, los
opresores quieren quitarle esa esperanza a los oprimidos. Uno de los mecanismos
más antiguos de dominación es, justamente, hacer creer al otro que no hay
salida, que la única salvación es el
poder que lo está oprimiendo. Con la resurrección, los opresores (representados
por los guardias) quedan como muertos. La resurrección es la esperanza de los
oprimidos, es lo que derrota a las fuerzas del mal. La víctima vuelta a la vida
es la palabra definitiva de Dios, su opinión tajante sobre la situación humana:
Dios está del lado de las víctimas. Por eso los guardias (Roma) quedan como
muertos y las mujeres (discriminadas, menospreciadas, tenidas por menos)
reciben el anuncio de la vida. Con la
Pascua queda claro que Dios no es imparcial.
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