Cuando se acercaron a Jerusalén y llegaron a Betfagé, al monte de los Olivos, Jesús envió a dos discípulos, diciéndoles: “Vayan al pueblo que está enfrente, e inmediatamente encontrarán un asna atada, junto con su cría. Desátenla y tráiganmelos. Y si alguien les dice algo, respondan: El Señor los necesita y los va a devolver en seguida”. Esto sucedió para que se cumpliera lo anunciado por el Profeta: “Digan a la hija de Sión: Mira que tu rey viene hacia ti, humilde y montado sobre un asna, sobre la cría de un animal de carga”.Los discípulos fueron e hicieron lo que Jesús les había mandado; trajeron el asna y su cría, pusieron sus mantos sobre ellos y Jesús se montó. Entonces la mayor parte de la gente comenzó a extender sus mantos sobre el camino, y otros cortaban ramas de los árboles y lo cubrían con ellas. La multitud que iba delante de Jesús y la que lo seguía gritaba: “¡Hosana al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosana en las alturas!”. Cuando entró en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió, y preguntaban: “¿Quién es este?”. Y la gente respondía: “Es Jesús, el profeta de Nazaret en Galilea”.
Hay un tema central en la entrada a Jerusalén que presenta Mateo: el
mesianismo davídico. Sobre ese tópico gira la escena. El segundo tópico,
desprendido del primero, es lo escatológico. Si el Rey-Mesías ha llegado,
entonces se han precipitado los últimos tiempos, la historia alcanza su fin
último, se resuelve, encuentra sentido. El Rey-Mesías trae la culminación de
los anhelos y esperanzas. Ya no hay que esperar más: el Reino de los Cielos nos
dio alcance (cf. Mt. 3, 2; Mt. 4, 17; Mt. 10, 7).
Estas ideas se van desarrollando con acentos literarios. La primera gran
señal, por más obvia que resulte, es la llegada a la ciudad santa, a Jerusalén.
Allí está el Templo, la presencia efectiva de Yahvé, y esa es la ciudad de
David, la ciudad de los reyes. Lo escatológico no puede suceder en otro lugar.
El Rey-Mesías no puede tomar posesión en otro punto geográfico. Toda la
historia de Israel parece converger, poéticamente, en Jerusalén. Los Evangelios
sinópticos lo recalcan más que Juan, debido a que reducen las visitas de Jesús
a la ciudad a una sola, justamente para morir allí. Juan, en cambio, relata
otras subidas a Jerusalén con sendas estadías (cf. Jn. 2, 13; Jn. 5, 1; Jn. 7, 10;
Jn. 10, 22-23). En los sinópticos, la ciudad capital es el final del viaje, es
una meta, un elemento más de la trama que, constantemente, atrae a Jesús hacia
sí. Es una atracción mortal. Jesús ha anunciado que sube para morir, sube para
la cruz (cf. Mt. 16, 21; Mt. 20, 18). Más allá de la historicidad o no del
conocimiento de Jesús sobre lo que iba a sucederle, en el relato juega un papel
importante esa pre-conciencia de lo que le espera. No se trata de un
determinismo fatalista, de un destino que cae como pesada vara de Dios; la
atracción mortal que desempeña Jerusalén en la vida de Jesús es como un lamento
del que Él quisiera librarse: “¡Jerusalén,
Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados!
¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, como la gallina reúne bajo sus alas a
los pollitos, y tú no quisiste!” (Mt. 23, 37). Jerusalén es nombrada al
inicio del relato que leemos hoy y al final, constituyendo una inclusión que
enmarca lo que sucede en medio. La transformación geográfica (estar cerca de
Jerusalén para pasar a estar dentro) es una transformación de la vida de Jesús,
que pasa de esta caminando hacia su pasión para entrar de lleno en ella.
La referencia a Betfagé es curiosa. Mientras Marcos y Lucas nombran a Betfagé
junto a Betania (cf. Mc. 11, 1 y Lc. 19, 29), Mateo sólo nombra la primera. Betfagé
está más cerca de Jerusalén (1 kilómetro ) que Betania (3 kilómetros ), e
inclusive se la consideraba un barrio más de Jerusalén; allí, los peregrinos se
purificaban antes de entrar a la ciudad santa. Betfagé, para Mateo, tiene la
importancia de estar localizada en el
Monte de los Olivos. Según Zac. 14, 4, el Señor asentará sus pies sobre el
Monte para la batalla final, para el desenlace escatológico. Esto enlaza con
otra profecía de Zacarías: “¡Alégrate
mucho, hija de Sión! ¡Grita de júbilo, hija de Jerusalén! Mira que tu Rey viene
hacia ti; él es justo y victorioso, es humilde y está montado sobre un asno,
sobre la cría de un asna” (Zac. 9, 9). Mateo no deja lugar a dudas sobre la
inspiración de la escena; a diferencia de los otros sinópticos, cita
explícitamente la Escritura
profética y habla de un asna con su cría, para recalcar la similitud con
Zacarías. Es el momento esperado. Lo que los profetas de Israel anunciaban ha
llegado. Es el Mesías montado en un asno, entrando a Jerusalén desde el Monte
de los Olivos, para determinar la historia finalmente. Esquivando el lenguaje
apocalíptico, Mateo pinta un cuadro de apocalipsis. No hay tormentas ni signos
en los cielos ni terremotos ni guerras evidentes, pero ha llegado la hora. El
Rey Mesías está haciendo suya la ciudad santa. Jesús es tan plenamente rey que
manda buscar el animal bajo el argumento de que el Señor lo necesita. No hay
por qué oponerse; el Rey quiere entrar en ese animal. Jesús es Señor de lo que
sucede, Señor de la historia.
A este Rey Mesías, la gente le muestra la entrega de sus vidas poniendo sus
mantos en el piso. El manto es símbolo de la persona que lo lleva. Sacarse el
manto es dejarse a uno mismo de lado, abandonar el manto es abandonarse o
abandonar lo que uno era. Poner el manto para que pase Jesús es entregarle la
vida, como el pueblo entrega la vida a su Rey. Las ramas cortadas y agitadas
hacen recordar la Fiesta
de los Tabernáculos, donde cada familia tenía que construir en los alrededores
de Jerusalén una choza de ramaje en donde vivir durante una semana (cf. Lev. 23,
41b-42a). Sabemos que en el relato evangélico la entrada mesiánica está
relacionada a la proximidad de la
Pascua , pero no es inverosímil pensar que, en un principio
histórico, el episodio de la entrada mesiánica sucedió para la Fiesta de los Tabernáculos,
y con el tiempo, las primeras comunidades cristianas lo unieron a la Pascua , donde cobra sentido
más pleno. Aún así, no estarían fuera de contexto los Tabernáculos, pues se
trataba de una fiesta para recordar el éxodo, la estancia en el desierto, para
afirmar la nacionalidad judía y para esperar al Mesías que cerraría una etapa
de la historia y abriría la etapa definitiva. Cercano al oráculo de Zac. 14, 4,
utilizado por Mateo como trasfondo de la entrada a Jerusalén, en Zac. 14, 16,
leemos: “Los supervivientes de todas las
naciones que atacaron Jerusalén subirán de año en año a postrarse ante el Rey
Yahvé Sebaot y a celebrar la
Fiesta de las Tiendas”. En ese ámbito festivo, también,
cobran mayor sentido las aclamaciones de la gente, el Hosanna, o el bendito el que
viene en nombre del Señor tomado del Sal. 118, 26 (salmo cantado en la Fiesta de los
Tabernáculos). Son expresiones escatológicas dirigidas al Señor que viene, que
se manifiesta definitivamente. Hosanna
fue en un principio una invocación para pedir ayuda, pero el tiempo lo
transformo en un vítor para el Señor que vence, como si entonáramos un ¡viva!.
¿Quién es este que entra en Jerusalén? Es Jesús, es el Mesías, es el Rey.
Los títulos nos parecen difíciles. La figura del rey, en tiempos de democracia,
nos asusta, y a veces nos parece cómica. Pero para Mateo es la figura perfecta
que, imperfectamente, representa a Jesús en su comunidad. Lo mismo nos sucede
con el concepto del mesianismo. ¿De qué necesitamos ser salvados? ¿Qué clase de
ungido resolverá nuestra historia? Para Mateo, nuevamente, el Mesías es la
figura que mejor encaja con su cristología. Ni la idea mesiánica ni la idea
monárquica son conceptos que engloben por completo a Jesús, que lo agoten, que
lo expliquen en totalidad. Jesús es mucho más. Pero estamos obligados a
utilizar imágenes finitas para representar lo infinito. Hasta la palabra Dios nos queda chica, porque es una
palabra sometida al lenguaje humano.
Mateo ha intentado narrar una concepción de Jesús, una experiencia
cristológica. Nos invita, de la misma manera, a experimentar. Ponernos en la
piel de los dos discípulos que van a busca el animal de carga, en la piel del
dueño del animal, en la piel de los que tienden sus mantos. Podemos elegir
cualquier personaje, pero no podemos esquivar la preguntar sobre quién es este
hombre. Ante la parafernalia desplegada en los versículos anteriores, uno
espera una respuesta gigantesca, de densidad teológica. Pero no, la respuesta
es más simple: se trata de Jesús, el profeta de Nazaret en Galilea. Se trata de
un hombre, un galileo que nació en una aldea muy pequeña; se trata de un
profeta. El contraste es total.
Ese es el misterio. En Jesús, profeta de aldea desconocida, está concentrado
Dios y todos los conceptos que puedan aplicarse a Dios. Ese es el misterio. En
la historia cotidiana, la historia que busca su desenlace escatológico, está
Dios actuando desde la periferia, desde las aldeas, desde Galilea,
proféticamente. Sabemos que Jesús puede ser rey, mesías, todopoderoso, señor,
pero también sabemos que es profeta, ser humano, pobre, desconocido. Tanto
misterio puede ser la causa final de que haya que matarlo. En nuestras pequeñas
mentes, si Dios no es notorio, rico, poderoso, famoso y fácilmente detectable
entre los señores del mundo, entonces no es Dios.
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