11 Quiero que sepan, hermanos, que la Buena Noticia que les prediqué no es cosa de los hombres, porque 12 yo no la recibí ni aprendí de ningún hombre, sino por revelación de Jesucristo.13 Seguramente ustedes oyeron hablar de mi conducta anterior en el Judaísmo: cómo perseguía con furor a la Iglesia de Dios y la arrasaba, 14 y cómo aventajaba en el Judaísmo a muchos compatriotas de mi edad, en mi exceso de celo por las tradiciones paternas. 15 Pero cuando Dios, que me eligió desde el seno de mi madre y me llamó por medio de su gracia, se complació 16 en revelarme a su Hijo, para que yo lo anunciara entre los paganos, de inmediato, sin consultar a ningún hombre 17 y sin subir a Jerusalén para ver a los que eran Apóstoles antes que yo, me fui a Arabia y después regresé a Damasco.18 Tres años más tarde, fui desde allí a Jerusalén para visitar a Pedro, y estuve con él quince días. 19 No vi a ningún otro Apóstol, sino solamente a Santiago, el hermano del Señor.
La
segunda lectura de este domingo es de la Carta a los Gálatas. Por los
biblistas, esta carta es considerada original de Pablo, o sea, perteneciente a
su pensamiento y no a su escuela de discípulos. Esto ya es mucho decir. Se
trataría de una carta circular, no enviada a una sola comunidad, sino a las
varias pequeñas comunidades cristianas de la región de Galacia. ¿Cuál es el
motivo de fondo? Parecen ser dos: la defensa de Pablo mismo y la defensa de un
Evangelio no judaizante. En la profundidad, ambos motivos se relacionan: dice
Pablo que predica un Evangelio revelado personalmente por Jesucristo, y que ese
Evangelio es superior a la Ley judía. En cierto sentido, Pablo afirma que el
Evangelio a él revelado es superior a la Iglesia de Jerusalén también,
representada por Pedro y Santiago. El problema está, justamente, en que el
planteo convierte a Pablo en lo que hoy despreciaríamos desde nuestro parangón
clásico eclesial: Pablo es un francotirador,
un hombre que se auto-eleva a la situación de apóstol, y que rechaza el
reconocimiento oficial eclesial (Jerusalén, Pedro, Santiago).
En
este mes de junio, sobre el final (29 de junio), el catolicismo hace la celebración
litúrgica de San Pedro y San Pablo, en recuerdo vívido de los que son considerados
dos columnas de la
Iglesia. La tradición que cada año se remonta a ellos, suele
hacer una distinción clara, pero demasiado simplista, titulando a Pedro como el
apóstol de los judíos y a Pablo como el apóstol de los gentiles, separando
políticamente una tarea evangelizadora que, en la realidad práctica, fue mucho
más complicada y con menos límites precisos de lo que nos parece hoy. Una clave
para introducirnos a esta situación es, justamente, la Carta a los Gálatas. ¿Qué
tendría que hacer la Iglesia de Jerusalén con este apóstol auto-proclamado? ¿Es
válido el argumento paulino de haber recibido personalmente una revelación
directa de Jesús? ¿Puede haber dos Evangelios: uno más petrino y uno más
paulino? Como vemos, los inicios eclesiales sufren los mismos problemas de
interpretación teológica que sufrimos ahora. Y peor aún, la Biblia que usamos de
referencia para resolver esas disputas, conserva la disputa entre Pablo y
Pedro, más específicamente en lo que se denomina el altercado de Antioquía:
“Mas, cuando vino Cefas a Antioquía, me
enfrenté con él cara a cara, porque era censurable. Pues antes que llegaran
algunos de parte de Santiago, comía en compañía de los gentiles; pero una vez
que aquéllos llegaron, empezó a evitarlos y apartarse de ellos por miedo a los
circuncisos” (Gal 2, 11-12).
Para
hacer un panorama rápido, constatemos lo siguiente: Santiago es la autoridad
máxima de la Iglesia de Jerusalén, considerada por mucho tiempo la Iglesia Madre , por
estar ubicada geográficamente en el sitio de la muerte de Jesús. La visión de
esta comunidad, su teología, es judeo-cristiana, apegada aún al Templo y las
legislaciones judías de pureza de las comidas y respeto del sábado, por
ejemplo. En paralelo, en Antioquía, existía otra comunidad cristiana pujante,
con una teología o visión un tanto distinta de Jerusalén, más heleno-cristiana
si se quiere, en clave de ruptura y superación del Templo, la pureza de las
comidas y el sábado. La referencia en la cita superior a Cefas (Pedro), que
viene a Antioquía, es probablemente porque ha abandonado su actividad comenzada
en Jerusalén y, ciertamente, se ha instalado en Antioquía. En la teología
judeo-cristiana, sigue siendo signo de impureza compartir la mesa con paganos;
en la teología heleno-cristiana, esas leyes de pureza son obsoletas, y todos
pueden compartir la misma mesa. Cefas (Pedro) entiende esta mesa compartida e,
instalado en Antioquía, come con paganos tranquilamente. El altercado
surge cuando Santiago, desde Jerusalén, envía delegados a Antioquía, quienes
incomodan a Pedro y, por miedo a ellos, deja de compartir la mesa, rechazando
por cobardía esta nueva teología que había asimilado.
Pablo
se lo dice claramente: es censurable. Pedro no actúa ni siquiera por
convicción, sino por miedo. Los enviados de Santiago lo intimidan, y prefiere
simular por un tiempo, comiendo separado de los paganos, antes que hacerse
cargo de esta teología que lo ha convencido, pero por la que no está dispuesto
a jugarse. Para Pablo, esa actitud de Pedro era una burla, una falta de
respeto, y un rechazo del Evangelio, que implica un Reino donde todos son
iguales y la mesa es la misma. El problema era mucho más que una costumbre
alimenticia; estaba en disputa la Iglesia, la forma de entenderla, la sustancia
de la Buena Noticia.
Pablo
estaba convencido de su teología, convencido de la universalidad eclesial, y
bajo ese convencimiento se enfrentó con Pedro. Pablo no había sido unos de los
Doce, no había conocido físicamente al Jesús de Palestina, no lo había
escuchado en su prédicas de Galilea o Judea. Pedro sí. Pedro había hablado con
Él, lo había confesado Mesías e Hijo de Dios, lo había negado, había visto su
tumba vacía e inclusive lo vio resucitado. Pero nada de eso le impidió ser
cobarde, tener miedo de los enviados de Santiago. No fue un altercado
menor. Fue una discusión sobre la Iglesia, sobre la salvación, sobre el
Evangelio. Pablo se tomó la libertad de reprender la actitud con esa libertad
que viene de Cristo. Se tomó la libertad de reprender a uno de los Doce porque
entendió que la autoridad para decir las cosas es mucho más que una
investidura; la autoridad la da el mismo Evangelio del Reino, que siendo
proclamado por grandes reyes o por humildes paisanos, mientras sea Evangelio,
es Verdad.
Las
connotaciones de este hecho-enfrentamiento, de la visión paulina y su
auto-justificación son inmensas. Debería esto plantearnos el tema de la
libertad para hablar, para cuestionar, para debatir. Deberíamos meditar nuestra
libertad en Cristo y nuestra mirada sobre la Iglesia. Hay muchas
cuestiones y preguntas para hacernos hoy, muchas vías para actualizar el
problema que relata Gálatas con nuestra Iglesia actual. Enumerando
exhaustivamente nos quedaremos cortos. Pero valga el intento de soñar con una
mesa donde los judíos y los paganos actuales se sientan tranquilos, sin
observadores externos, donde Pedro se queda compartiendo la comida sin
cobardía, donde no es necesaria la reprimenda de Pablo. Valga el intento de
soñar con una Iglesia en comunión, sin miradas teológicas tan opuestas, pero
tampoco con miradas teológicas uniformes. Una Iglesia donde Pedro y Pablo
tengan igual cabida, donde todos nos sintamos libres de decir y defender el
Evangelio, donde no haya censores o vigilantes de Santiago. Una Iglesia donde
es posible hacerse preguntas.
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