Estando una vez orando a solas, en compañía de los discípulos, les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Ellos respondieron: “Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que un profeta de los antiguos ha resucitado”. Les dijo: “Y ustedes, ¿quién decís que soy yo?”. Pedro le contestó: “El Cristo de Dios”. Pero les mandó enérgicamente que no dijeran esto a nadie.Dijo: “El Hijo del Hombre debe sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día”. Decía a todos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará”.
Pistas de exégesis (qué dice
el texto)
Lo que hace Lucas es un artificio literario, una arquitectura en sándwich que comienza con las
suposiciones populares sobre la identidad de Jesús, disparadas por la
curiosidad de Herodes (cf. Lc 9, 7-9), luego la multiplicación de los panes
(cf. Lc 9, 10-17), y para cerrar el esquema, el texto de hoy, donde se dilucida
con mayor precisión quién es Jesús. En definitiva, podemos rescatar que la
multiplicación de los panes, para la tradición lucana, es la clave hermenéutica
de la identidad jesuánica, pero que si se la malinterpreta, se altera la
percepción sobre Jesús (como le sucede a Pedro en la perícopa de hoy).
La famosa confesión de fe petrina que tanta importancia tiene en esta
sección del relato evangélico, es distinta en la visión de cada autor evangélico.
Marcos, el más primitivo de los redactores, pondrá en boca de Pedro la frase: “Tú eres el Cristo” (Mc 8, 29). La
declaración es simple y contundente, en concordancia con lo que el evangelista
pre-anunció en el título de su libro, en Mc 1, 1: “Comienzo del Evangelio de Jesús, el Cristo, Hijo de Dios”. Sin
embargo, a pesar de lo acertado que simula ser la declaración, a continuación
ocurre una disputa entre Jesús y Pedro, llegando al punto en que el Maestro
llama Satanás a su discípulo (cf. Mc
8, 33). Por lo visto, Pedro no había entendido qué tipo de Cristo era Jesús.
Tenemos luego la visión de Mateo. Según él, las palabras de la confesión
fueron: “Tú eres el Cristo, el Hijo de
Dios vivo” (Mt 16, 16). A lo referido por Marcos, éste agrega la filiación
divina. Recordando que los destinatarios del texto mateano eran
mayoritariamente judíos convertidos al cristianismo, tiene sentido que se haya
recalcado uno de los puntos de mayor conflicto: la condición divina de Jesús y
su relación filial particularísima con el Padre. Jesús no es sólo el Mesías
esperado, sino que es el Mesías Hijo de Dios. A punto de partida de esta
confesión, Pedro recibe la bienaventuranza sobre la revelación que ha tenido, y
cómo se constituirá en piedra de la Iglesia naciente (cf. Mt 16, 17-19). Hasta
aquí la singularidad de Pedro y su protagonismo son elocuentes. Para bien o
para mal, está en el primer plano de la escena. Es un revelador de la verdadera
identidad de Jesús, aunque sin hacerlo en plenitud.
Saltando hasta Juan, el título que utiliza Pedro es Santo de Dios (cf. Jn 6, 69). Para el Antiguo Testamento, y particularmente
para Isaías, Yahvé es el Santo de Israel (cf.
Is 1, 4; 5, 19.24; 12, 6; 17, 7; 29, 19; 2Ry 19, 22). En esta cristología, la
naturaleza de Jesús es la naturaleza de santidad que pertenece a Yahvé.
En el caso lucano, la fórmula puesta en labios de Pedro es Cristo de Dios. Lucas la utiliza aquí y,
nuevamente, en Lc 23, 35, cuando los magistrados dicen al Crucificado: “Ha salvado a otros; que se salve a sí mismo
si él es el Cristo de Dios, el Elegido”. Estas dos ocasiones dan una idea
del problema de fondo que tiene la confesión petrina. Los magistrados creen
que, por ser el Cristo de Dios, está obligado a realizar un acto milagroso y
con parafernalia para demostrarlo. De la misma manera, parece que Pedro ha
entendido mal.
Lucas no conserva la imprecación de Jesús a su discípulo ni el
ensalzamiento con la bienaventuranza, pero el contexto lanza las pistas para
reconocer que Jesús hace una corrección. En primer instancia, porque en Lc 9,
21, cuando el autor explica que Jesús les ordenó callar, el verbo en griego
utilizado es epitimao, utilizado
también en Lc 4, 35 (exorcismo del endemoniado de la sinagoga); Lc 4, 39
(curación de la fiebre de la suegra de Pedro), Lc 4, 41 (exorcismos masivos);
Lc 8, 24 (al calmar la tempestad en la barca) y Lc 9, 42 (curación del niño
endemoniado). Como vemos, es el verbo de los exorcismos, de la expulsión del
demonio y del mal. A los poseídos los libera el Maestro con este verbo, a las
enfermedades las increpa, y a la tormenta/mar, símbolo del mal, también la
derrota conminándola. Por esto, podemos decir que los discípulos son
exorcizados de su visión mesiánica equivocada. No se les manda simplemente a
guardar silencio, sino que se los libera de su concepción limitante. El segundo
punto que refuerza el hecho de la corrección es lo que viene a continuación de
la confesión petrina: el Hijo del Hombre sufrirá, lo matarán y resucitará. El
primer anuncio de la pasión en el relato de Lucas abre la puerta a lo que será
la larga sección del camino a Jerusalén. Caminando hacia la capital, hacia el
Templo, hacia el centro de la opresión, Jesús hace el éxodo de su vida. No es
un Mesías que ha venido para quedarse, sino un Mesías que libera dando la vida.
No es un déspota, un tirano, alguien que pretende perpetuarse en el poder. Su
verdadero poder está en el servicio. Para entender eso, los discípulos deben
transitar con Él este largo éxodo del que hablamos, subiendo a Jerusalén, desde
el capítulo 9 del Evangelio según Lucas hasta el 19, cuando entre a Jericó y,
finalmente, a la ciudad santa montado en un pollino.
Pistas hermenéuticas (qué
nos dice el texto)
La condición crística para el seguimiento, que es la propia condición de
Jesús, está en cargar la cruz todos los días, que no es lo mismo que la cruz de todos los días. La confusión respecto
a esta expresión causa estragos en las vivencias espirituales de muchísimos
cristianos. Tradicionalmente se interpreta que la cruz de todos los días es la
vida dolorosa de por sí, que hay que soportar, martirialmente, para acceder a
la resurrección. Como si la
Creación de Dios fuese mala por naturaleza en vistas a
generar un sufrimiento que redima. Como si Dios fuese lo diametralmente opuesto
al Padre de Jesús.
Cargar la cruz todos los días, en el contexto cristiano primitivo, es
hacerse crucificado a diario, cada mañana, cada jornada, cada tarde, cada
noche. Es atreverse a ser señalado por el resto como un maldito, un
despreciable. Es auto-marginarse a la par de los ya marginados, por propia
decisión, por convicción, por vocación, para promover al marginado hacia la plena
igualdad. Quien quiere ser discípulo se ve instado a negarse, no por un
desprecio de lo que se es, ni por rechazo de lo que Dios ha hecho en uno, sino
como despojo que libera. No es negarse para dejar de reconocerse, sino negación
que positiviza, negación que permite cambiar y convertirse, negación que nos
hace dispuestos a abandonar lo que sobra por el Evangelio, por la Buena Noticia del amor. Es la
paradoja de perder la vida para encontrarla, la paradoja de ir disminuyendo
para ir creciendo, la paradoja de hacerse invisible entre los que la historia
hizo invisibles, para que se vuelvan a ver. Es difuminarse, diluirse para
concentrarse. Es hacerse crucificado para la resurrección de todos. Es asumir
la situación marginal de unos tantos que no deberían ser tantos ni ser
marginales.
En conclusión, no se trata de soportar la vida que Dios regala, sino de que
todos disfruten en pleno esa vida regalada. Nos hacemos crucificados para que
no haya más crucifixiones. Por esta razón no puede malentenderse el mesianismo
de Jesús. Si lo vemos como el militar triunfante, damos la razón a la historia
perversa de que gana el más fuerte. Si lo vemos como un elegido que está por
encima del cosmos, por encima del universo, y separado del ser humano, hacemos
a Dios un solitario despreocupado de sus creaturas. Si nos dejamos exorcizar de
nuestra visión reducida y ampliamos la visión hacia el sentido real del Cristo
de Dios, trascendemos hasta la identidad que es el meollo de Jesús: Cristo de
los crucificados. Evangelizar con una Buena Noticia basada en otros mesianismos
es caer en el mismo error de Pedro de poner a Dios títulos que no lo
representan. La Buena Noticia
de la evangelización es una persona que, siendo la elegida, siendo Mesías,
siendo Cristo, siendo Salvador, eligió a los últimos, a los que cargaban la
cruz impuesta por la sociedad. La Buena
Noticia de la Iglesia es que Dios no se ha quedado quieto en
su eterna santidad, separado para no contaminarse. El Dios de Jesús ha cargado
cruz para liberar a los que padecen el yugo. Y la Iglesia está obligada a ser
crucificada en lugar de fabricar
nuevos crucificados con sus condenas, anatemas y maldiciones.
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