Pilato volvió a entrar en el pretorio, llamó a Jesús y le preguntó: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Jesús le respondió: “¿Dices esto por ti mismo u otros te lo han dicho de mí?”. Pilato replicó: “¿Acaso yo soy judío? Tus compatriotas y los sumos sacerdotes te han puesto en mis manos. ¿Qué es lo que has hecho?”.Jesús respondió: “Mi realeza no es de este mundo. Si mi realeza fuera de este mundo, los que están a mi servicio habrían combatido para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi realeza no es de aquí”. Pilato le dijo: “¿Entonces tú eres rey?”. Jesús respondió: “Tú lo dices: yo soy rey. Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz”. (Jn. 18, 33-37)
La fiesta de Pío XI
Evidentemente, la cuestión no está en eliminar la celebración por la
intención equívoca de su génesis, sino en reinterpretarla. En un principio, la
fiesta se ubicaba dentro del calendario litúrgico entre el domingo mundial por
las misiones y el día de todos los santos, señalizando que el reinado del
Cristo está asociado a la evangelización y que tiende a la plenitud del final
de los tiempos. Luego, la fiesta terminó ubicándose en el cierre del ciclo
litúrgico, en el Trigésimocuarto Domingo del Tiempo Ordinario.
Pilato adentro, Pilato
afuera
Como bien lo explica Jn 18, 28, Jesús es llevado al pretorio de madrugada,
y los judíos que lo conducían no ingresan allí para no contaminarse y poder
comer la pascua. Las razones de esta decisión están en las legislaciones de
pureza/impureza. En el mundo, según los israelitas, hay cosas puras, sin
contaminación, y cosas impuras que contaminan. Cuando lo puro entra en contacto
con lo impuro, se convierte en impuro, y debe pasar por una serie de rituales
de limpieza. El contacto con lo pagano (impuro por naturaleza), era razón
suficiente para contaminarse y quedar imposibilitado de participar en la
asamblea litúrgica, la asamblea de los santos.
El pretorio, en este caso, designa la residencia de los gobernantes. Pilato
fue procurador de Judea, aproximadamente, entre los años 26 y 36 d.C.; vivía la
mayor parte del tiempo en Cesarea Marítima, pero se trasladaba a Jerusalén para
las grandes fiestas judías. Es a esta residencia en Jerusalén que se denomina pretorio; es a esta residencia que no
entran los judíos.
La cadencia de las escenas del juicio romano que relata Juan es marcada por
las entradas y salidas de Pilato al pretorio. En Jn. 18, 29, Pilato sale y
pregunta por qué le traen a este hombre. Ellos responden que se lo traen porque
es un malhechor, o sea, alguien que realiza algún tipo de mal. No hay
especificación aquí sobre el tipo de mal que se le adjudica a Jesús (puede ser
de índole religioso por considerarse Hijo de Dios según Jn 19, 7 o político por
considerarse rey en oposición al César como lo expresa Jn 19, 12).
Es claro que, para el Imperio Romano, el segundo argumento es el que tiene
verdaderamente peso para una ejecución en cruz. La crucifixión había sido
ideada por los persas, y los romanos la tenían reservada como castigo mayor;
eran crucificados los condenados por homicidio, traición y sedición, siempre y
cuando no fuesen ciudadanos romanos (en tal caso, la ejecución se realizaba
cortando la cabeza). Pilato no condenaría a un pretendiente hijo de la
divinidad judía ni a un blasfemo, pero sí lo haría con un pretendiente a rey,
pues se trataría de un sedicioso, un subversivo.
¿De qué hablan en el
pretorio?
En el diálogo que nos presenta la lectura litúrgica nos hallamos dentro de
la segunda escena del juicio romano, marcada literariamente por la entrada de
Pilato al pretorio para hablar con el acusado.
Los temas de la conversación son, prioritariamente, de orden real. Pilato
pregunta dos veces a Jesús si Él es rey. Su respuesta es afirmativa una vez. Y
en Jn 18, 36, la palabra reino se
repite en tres oportunidades. Pero no es sólo esta escena la que trata sobre la
realeza. Pilato presenta a Jesús como rey de los judíos en cuatro oportunidades
(cf. Jn 18, 39; Jn 19, 14-15; Jn 19, 19), y la escena central de la pasión,
relatada en Jn 19, 1-3, no es otra cosa que la paradójica coronación de Jesús,
donde mientras es azotado, recibe la corona (de espinas), es vestido con un
manto púrpura, y saludado (como burla): “Salve,
rey de los judíos” (Jn 19, 3).
En un momento que sería de poquísima dignidad para un rey de este mundo,
Jesús es coronado para luego ser entronizado en la cruz. Por eso a Pilato se le
explica que no estamos hablando de un Reino según este mundo, un Reino de armas
y violencia, un Reino de ejércitos dispuestos a quitar la vida de los otros.
Este Reino se fundamenta en el testimonio de la verdad, a diferencia de la
politiquería terrenal, espacio por excelencia de la mentira. Para eso ha venido
al mundo Jesús: para contar la verdad de todas las verdades, la verdad que
escuchó directo de Dios (cf. Jn 8, 40), la verdad que sobrepasa la Ley , porque es gracia (cf. Jn
1, 17), porque es autocomunicación.
Jesús no se desentiende del mundo al afirmar que su Reino no es de aquí, ya
que inmediatamente asegura haber venido al mundo con una tarea específica: dar
testimonio de la verdad. Un Reino que no es de este mundo es aquel que rechaza
las modalidades propias de los reinos de la tierra, cargadas de violencia y
opresión. El poder del Reino de Dios no está en su capacidad de subyugar o
destruir. El Reino que trae Jesús, el Reino de la verdad, hace mella en los
corazones que se abren a la verdad. Este Rey no viene a forzar a nadie, no
viene a imponer ni a torturar para obtener declaraciones favorables. Este Rey
no compra los votos.
Pilato quiere obtener una respuesta directa porque en su modelo político no
hay tiempo para discernir, no es posible atenerse a la verdad. En el sistema
imperial se obedece ciegamente y la mentira siempre es un arma que está al
alcance de la mano. Pilato quiere saber si Jesús es el rey de los judíos, pero
recibe una contrapregunta que indaga su corazón: ¿dice eso por él mismo o
porque otros se lo han dicho? Pilato es invitado a cuestionarse, a replantearse
su visión de la política, su visión del mundo. ¿Es verdad lo que Roma le ha
enseñado hasta este día o son verdad las palabras de este artesano galileo? El
procurador se retira de la escena con una pregunta que lo resume todo, una
pregunta que formula en voz alta, pero que resuena en su interior: “¿Qué es la verdad?” (Jn 18, 38).
Acorralado por las responsabilidades de su cargo, Pilato es el verdadero
juzgado en este juicio romano, en lugar de Jesús. Su entrar y salir del pretorio
no es otra cosa que la inconsistencia de sus decisiones. Cree que él formula
las preguntas y dirige el enjuiciamiento, pero como lo deja de relieve su segundo
diálogo con Jesús (cf. Jn 19, 9-11), no tiene ningún tipo de poder, ni para
soltarlo ni para crucificarlo. Pilato es el representante oficial del Imperio,
pero para el Imperio no es otra cosa que un empleado
más. Pilato es prescindible, y por eso la verdad, en su posición, es relativa.
Si quiere permanecer en su cargo, gozando de los privilegios, sin la condena
del Emperador, debe aceptar siempre que la palabra del César es la palabra
verdadera, aún si resultase obvio que no lo es. El Reino que trae el Imperio no
es de libertad, sino que oprime y suprime las conciencias. Los Emperadores
necesitan de la mentira para permanecer; Jesús vino a dar testimonio de la
verdad, y esa es la única manera de ser Rey.
¿Estamos como Pilato?
¿Qué es la Iglesia? ¿Un Imperio o una comunidad? ¿Qué es la evangelización?
¿Una imposición para expandir una ideología o la comunicación de la Buena Noticia que libera? ¿Qué
preferimos? ¿Una verdad negociable según la situación o una verdad por la que
dar testimonio? La fiesta de Jesucristo Rey nace para sustentar una situación
de jerarquía que se veía amenazada, ¿cómo reinterpretarla hoy?
El Reino que trae Jesús exige una conversión radical en la concepción
política, en la idea de bien común, en la manera de entender y vivir el poder.
Ni los discípulos ni Pilato ni nosotros, hoy en día, concebimos un rey
desprovisto de fuerza, un rey que no negocia la verdad, un rey crucificado. Y,
sin embargo, ese es el camino que elige Jesús, por lo tanto, el camino señalado
para la Iglesia. Vale
preguntarse dónde está nuestro mayor parecido, si en el Imperio Romano o en la
utopía del Maestro. Para reinterpretar esta fiesta litúrgica hay que aceptar el
modelo eclesial que no deberíamos tener e identificar la paradoja del poder que
se expresa sirviendo.
Más allá que una de las críticas más frecuentes, desde afuera, hacia la
institución eclesial, sea su burocracia, su codeo
político y su estructura piramidal, es nuestro desafío mirar hacia adentro para
revertir el orden mundano que se nos instala. Entonces, comenzaremos a creer
que no hace falta el poder del dinero, de las armas, de la violencia o del
proselitismo para evangelizar; empezaremos a creer que la evangelización es una
tarea diaconal, una tarea de lavarse los pies los unos a los otros (cf. Jn 13,
3-5). Es la forma más difícil, la forma más lenta, y al mismo tiempo, la forma
más evangélica.
Junto a la reflexión que planteaste, otro efecto no deseado de esta fiesta litúrgica es la institucionalización de la verdad, el empoderamiento de la verdad en y por la lógica de la institución que desde su origen es jerárquica y monárquica a la vez. Para que sea posible una diaconía del servicio, hay que desinstucionalizar la verdad y transformarla en caridad.
ResponderEliminarCiertamente, todo lo que se absolutiza y que Jesús no absolutizó, es una herejía, en cierto sentido. Lo único absoluto para Jesús es el amor y la Buena Noticia del Reino de Dios.
ResponderEliminarSaludos.