“Les aseguro que el que no entra por la puerta en el corral de las ovejas, sino por otro lado, es un ladrón y un asaltante. El que entra por la puerta es el pastor de las ovejas. El guardián le abre y las ovejas escuchan su voz. El llama a cada una por su nombre y las hace salir. Cuando las ha sacado a todas, va delante de ellas y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz. Nunca seguirán a un extraño, sino que huirán de él, porque no conocen su voz”.Jesús les hizo esta comparación, pero ellos no comprendieron lo que les quería decir.Entonces Jesús prosiguió: “Les aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos aquellos que han venido antes de mí son ladrones y asaltantes, pero las ovejas no los han escuchado. Yo soy la puerta. El que entra por mí se salvará; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento. El ladrón no viene sino para robar, matar y destruir. Pero yo he venido para que las ovejas tengan Vida, y la tengan en abundancia”.
La palabra pastor, en el cuarto
Evangelio, sólo aparece en el capítulo 10, pero es suficiente para el denso
significado que encierra. La profesión del pastoreo tenía, en el ambiente
judío, una doble connotación. Respecto a quienes ejercían este trabajo en las
comarcas y los campos, la posición de la sociedad, en general, era de
desaprobación. Los pastores no gozaban de buen crédito entre sus compatriotas,
pues se los consideraba vagos, malhechores, bandidos, poco piadosos. En
repetidas oportunidades eran acusados de no asistir al culto de la sinagoga ni
respetar las reglas de descanso del sábado, sin tener en cuenta que su trabajo
exigía, justamente, el cuidado continuo de las ovejas. Pero de la misma manera
que los pastores de profesión eran despreciados, existía una imagen idealizada
del pastor en el término religioso-político. Israel había elaborado, en base a
su historia de pueblo y a su progresión teológica, una imagen de pastor que se
basaba en la percepción de Dios como pastor de Israel, los reyes como pastores
político-económicos, los sacerdotes como pastores espirituales y el Mesías como
el pastor definitivo que llegaría. Paradójicamente, y se podría decir que
contradictoriamente, en el inconciente colectivo israelita sobrevivían y
convivían los dos conceptos de pastor, el de lacra social y el de figura
emblemática. Así es que sobre el final del libro del Génesis, cuando las doce
tribus de Israel se introducen en Egipto, Faraón les pregunta cuál es su
oficio, y ellos responden: “Pastores de
ovejas son tus siervos, lo mismo que nuestros padres” (Gen. 47, 3b). Por lo
tanto, es la misma Escritura la que afirma que todo judío es descendiente de
pastores de profesión. Pero profundizando un poco más, encontramos que Moisés,
el caudillo de la liberación de Egipto, “pastoreaba
el rebaño de su suegro Jetró, sacerdote de Madián” (Ex. 3, 1a), y a David,
el rey por antonomasia, Dios “lo sacó de
los apriscos del rebaño” (Sal. 78, 70b).
Tomando la escena pastoril, los dirigentes quedan personificados en
pastores de ovejas (o en ladrones). La tradición profética del Antiguo
Testamento se atrevió a denominar como malos
pastores a los gobernantes (o jueces) de Israel que no escuchaban la Palabra de Dios (cf. Jer.
23, 1-8; Ez. 34, 22-27; Sof. 3, 3; Zac. 10, 2-3; Zac. 11, 4-17). La literatura
judía apócrifa también da cuenta de esta metáfora, por ejemplo en 1Henoc y el
Testamento de los Doce Patriarcas. Es en el profeta Ezequiel donde hallamos el
verdadero tejido intertextual del discurso del Buen Pastor del Evangelio según
Juan. En el capítulo 34 del libro del profeta encontramos una acusación directa
contra los pastores de Israel, o sea, contra aquellos que ejercen la autoridad
sobre el pueblo. Como Ezequiel acusa a los magistrados de su tiempo de haber
explotado a las ovejas, de apacentarse a sí mismos, de no haber cuidado a las
ovejas débiles, de haber dispersado al rebaño; Jesús acusa a los asalariados de
haber abandonado a las ovejas porque no les importan, de no ser capaces de dar
la vida. El Buen Pastor, en cambio, da su vida por las ovejas, porque no es un
asalariado, no recibe una paga en prestación de un servicio. El Buen Pastor
ama, y su amor es el único salario. A
los malos pastores/magistrados sólo los rige el egoísmo, y para ellos las
ovejas no son más que un medio de poder, de prestigio.
Siguiendo
la intertextualidad de Ezequiel, las palabras de Jesús no sólo acusan, sino que
también son profecía de destrucción de la autoridad de los magistrados. Leemos
en el profeta: “Así dice el Señor Yahvé:
Aquí estoy yo contra los pastores: reclamaré mi rebaño de sus manos y les
quitaré de apacentar mi rebaño. Aquí estoy yo; yo mismo cuidaré de mi rebaño y
velaré por él. Yo mismo apacentaré mis ovejas y yo las llevaré a reposar,
oráculo del Señor Yahvé” (Ez. 34, 10a.11b.15). Es el mismo Dios quien viene
a quitar la autoridad de los malos pastores, haciéndose cargo en primera
persona del rebaño. Jesús va más allá de una denuncia. Está tomando en sus
manos el pueblo, lo está arrebatando del pastoreo de los magistrados. El
discurso del Buen Pastor no es una colección más de las utopías de Jesús; es el
Señor declarándose pastor y haciendo caduca la función de los magistrados, ejercitando
la justicia que anunciaba Ezequiel, aquella que llegaría con el pastor
perfecto, el pastor de los últimos y olvidados, el que busca la oveja perdida,
torna la descarriada, cura la herida y conforta la enferma (cf. Ez. 34, 16;
Jer. 23, 5). El Buen Pastor no ejerce su misión profesionalmente, sino
vocacionalmente. El Buen Pastor asume su vocación y da la vida, pierde tiempo con las últimas ovejas
porque no es un asalariado. La prueba máxima del pastoreo es dar la vida. El
falso pastor es reconocido cuando hay que dar la vida, cuando hay que enfrentar
al lobo. En esa circunstancia huye. El Buen Pastor se queda y se entrega por el
rebaño, porque las ovejas le importan.
En resumen, la clave está en la vida entregada. El Buen Pastor da la
vida por las ovejas, entra por la puerta, asume el camino de la honestidad. Los
demás son ladrones, evidentemente. Utilizando subterfugios, caminos
alternativos, vías deshonestas, su único interés es personal, sin preocuparse
por el rebaño. El Buen Pastor, en cambio, conoce a las ovejas y es capaz de
amarlas al punto de morir para defenderlas. El otro es un salteador, un
bandido. Las ovejas lo conocen al ladrón, pero no lo reconocen. Saben que viene a robar, que es, en definitiva, un
extraño. Con el Buen Pastor, en cambio, hay una relación estrecha e íntima, una
relación de conocimiento y reconocimiento.
Esa relación es alimento. El ladrón intenta alimentarse a sí mismo, oprimiendo
el rebaño; el Buen Pastor quiere que las ovejas se alimenten, y si para
alimentarlas tiene que dejar de lado su propia existencia, lo hará.
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