Los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de él; sin embargo, algunos todavía dudaron.Acercándose, Jesús les dijo: “Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo”.
El final de un libro, sobre todo de un Evangelio, es la proclama de sus
ideas principales. Hoy leemos el final del Evangelio según Mateo. Propiamente,
no se trata de un relato de la ascensión. En ningún momento se describe el acto
de ascender. Esta elaboración mateana es una escena donde el Resucitado,
ascendido, habla a la comunidad eclesial. Ya ha recibido todo el poder, o sea
que ya está a la derecha del Padre, o sea que ya está en el cielo. No hay
separación entre ascensión y resurrección. Son dos facetas de una misma
realidad. Tradicionalmente se nos ha guardado en la retina de la mente, con más
énfasis, la visión lucana que, pedagógicamente, divide la pascua de la
ascensión. El motivo es catequético. Para recalcar los aspectos importantes de
uno y otro evento, Lucas los divide cronológicamente; eso no quiere decir que,
históricamente, puedan ser separados. El Resucitado es el Ascendido. Con la
pascua entra Jesús a otra dimensión que puede entenderse como la dimensión de
la ascensión. Inclusive la idea del vocablo ascender
es imprecisa, puesto que explica el acontecimiento como una subida espacial, y
la ascensión no puede ser eso porque el cielo es un estado, no un lugar. Cuando
hablamos teológicamente del cielo nos referimos a la vida vivida en la
presencia de Dios. El cielo es una forma de vida, no un espacio físico que está
arriba de la tierra. Por eso ascender es impreciso. No asciende Jesús como
quien toma un elevador hasta las habitaciones del Padre. Asciende Jesús porque
ha resucitado y está más allá del espacio y el tiempo.