Llega entonces Jesús desde Galilea al Jordán, donde estaba Juan, para ser bautizado por él. Pero él trataba de impedírselo diciendo: “Soy yo el que necesita ser bautizado por Ti, ¿y Tú vienes a mí?” Pero respondiendo Jesús, le dijo: “Deja ahora, porque así nos es conveniente cumplir toda justicia”. Entonces lo dejó.Y Jesús, después que fue bautizado, subió enseguida del agua, y he aquí se abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios descendiendo como una paloma que venía sobre Él. Y he aquí una voz de los cielos que decía: “Este es mi Hijo, el amado, en quien me complací”.
El punto cumbre del diálogo es la cuestión de la justicia. Jesús expresa
que su bautismo es necesario porque así se
completa toda justicia. Quizás, convenga traducir completa en lugar de cumplir
el término griego pleroo. Completar
toda la justicia significa que la justicia se está desarrollando y que el
bautismo se encadena como un hecho significativo para completarla, para
llenarla, para que alcance su completitud. Es una justicia que ha comenzado en
la genealogía con la que abre el Evangelio (cf. Mt. 1, 1-17), remontándose
hasta el justo Abraham, que se ha continuado con el justo José (cf. Mt. 1, 19),
que se desarrolló como cumplimiento de las profecías (cf. Mt. 1, 22-23; Mt. 2,
5-6; Mt. 2, 15; Mt. 2, 17-18; Mt. 2, 23), que se hace inminente con la prédica
del justo profeta Juan el Bautista (cf. Mt. 3, 1ss) y que alcanza plenitud en
el bautismo. Pero no hay que confundirse con una plenitud que se agota allí, al
salir del río Jordán, sino que se trata de una plenitud proyectándose hacia el
futuro, hacia la vida pública de Jesús, que será manifestación de la justicia
divina.
Para entender esta proyección hay que profundizar el sentido de la
justicia en Mateo. Antes que nada, podemos entenderla como fidelidad a lo que
Dios quiere. Cumplen la justicia (son justos) los que se suman al proyecto de
Dios que es el Reino. Son bienaventurados los que desean que se concrete el
Reino (cf. Mt. 5, 6) y los que soportan persecuciones por ser leales a ese
Reino (cf. Mt. 5, 10). No se trata de una justicia exterior, litúrgica,
cultual, como la de los escribas y fariseos, que aparentan (cf. Mt. 5, 20); es
una justicia que se realiza sin esperar recompensa (cf. Mt. 6, 1), que trae las
demás cosas por añadidura (cf. Mt. 6, 33), que es lo más importante de la Ley (cf. Mt. 23, 23). No hay
justicia en cumplir las leyes porque sí, sólo cuando esas leyes son acordes al
Reino; no hay justicia en ser aplaudidos por los demás; no hay justicia en lo
que se hace por interés. Se trata de un concepto superior de seguimiento de
Dios. Podemos asegurar con nuestras vidas que somos fieles al Señor, pero la
verdad de la fidelidad se juega en ser justos, en creerle a Dios y a su utopía,
en no boicotear su proyecto de una humanidad plena en vistas al egoísmo. Es esa
fidelidad, característica de Jesús Hijo del Padre, lo que lo determina a
bautizarse, en una obediencia a la misión que le ha sido encomendada: ser
hombre de su pueblo, solidarizándose con sus sufrimientos. Eso entiende Mateo
cuando cita Is. 53, 4 en Mt. 8, 17: “Él
tomó nuestras debilidades y llevó las enfermedades”. Jesús es el Siervo del
profeta Isaías que carga las debilidades de su gente. El bautismo en el Jordán,
a la par del bautismo de sus compatriotas, tiene el mismo significado. Jesús no
tiene pecado, pero camina con los pecadores y, en solidaridad, se bautiza, como
lo hace Israel. La justicia de la encarnación se completa en las aguas del
Jordán, porque el hecho de asumir la carne humana es el hecho de asumir una
vida que se disputa en las tentaciones. Jesús no necesita el bautismo, pero es justo
que se bautice, porque en el plan del Reino de Dios, el Hijo se hace carne con
las particularidades de la carne.
Cuando Jesús sale de las aguas, los cielos se abren y Él puede ver el
espíritu descender como una paloma. Aparentemente, estas manifestaciones son
sólo visibles para Jesús. En cuanto a la voz celestial, Mateo no aclara si la
oye sólo Jesús o es un fenómeno audible para todos los presentes. Queda la
duda. Lo interesante es la declaración que hace la voz, combinando tres
elementos del Antiguo Testamento. La primera alusión es al Sal. 2, 7: “Yo promulgaré el decreto: Yahvé me ha
dicho: Mi hijo eres Tú, Yo te he engendrado hoy”, significando la realeza
del Jesús que emerge de las aguas al adjudicarle un salmo que habla sobre el
Mesías-Rey. La segunda alusión está en el hecho de llamarlo el amado, como se lo identifica a Isaac
en el episodio del sacrificio fallido (cf. Gn. 22, 2), trazando así un
paralelismo que hace reflejo de la crucifixión futura, que en el amplio sentido
teológico, es una relectura escatológica del sacrificio de Isaac. Finalmente,
la idea de Dios que se complace es tomada de Is. 42, 1: “Este es mi Servidor, a quien yo sostengo, mi elegido, en quien se
complace mi alma”, parte de los poemas del Siervo Sufriente, en la misma
línea que planteamos anteriormente sobre Jesús solidarizándose con su pueblo,
con los sufrimientos de su gente. De esta manera, la voz certifica un tríptico
que describe a Jesús: Mesías-Rey, elegido por Dios para dar la vida, en
solidaridad con los sufrimientos de su pueblo.
En esta caracterización cristológica que hace Mateo hay una opción para la Iglesia. En primer lugar, la Iglesia continúa el
mesianismo real de Jesús. En segunda instancia, ese mesianismo alcanza su
expresión máxima en la vida dada, en el martirio. La Iglesia no está en el
mundo para asegurarse su permanencia (de eso se encarga Dios); está para
derramar la sangre propia que sea necesaria a cada momento. En tercer lugar,
esa sangre se derrama para combatir lo que combatió el Mesías: el sufrimiento
de los pueblos. Por lo tanto, una eclesiología de espaldas a los sufrientes y
sufridos de la historia, es una eclesiología que fracasa desde su principio. La Iglesia es impensable
fuera de la larga cola de varones y mujeres que se acercan al Jordán con sus
pecados. Justamente allí está su lugar.
Una Cristología del Siervo Sufriente es el pie para una eclesiología de una
comunidad de discípulos que es capaz, también, de asumir la profecía de Isaías.
Una Iglesia-Siervo es una Iglesia que cumple con la justicia del Reino. La
fidelidad al proyecto del Padre está en la periferia que vino a rescatar el
Hijo. No somos justos con nuestra asistencia perfecta todos los domingos en la
asamblea, ni tampoco aportando el diezmo religiosamente, ni mucho menos
viviendo acríticamente preceptos institucionales. Somos justos en la
solidaridad con el sufriente; solidaridad que es estar, es acompañamiento, es
compartir; solidaridad que nada tiene que ver con la dádiva o la limosna. Una
Iglesia solidaria con lo humano es
una Iglesia que vive su misión entre los
humanos, y no detrás de altas paredes, pesados altares o rellenos libros de
doctrina.
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