Se le acercaron algunos saduceos, que niegan la resurrección, y le dijeron: “Maestro, Moisés nos ha ordenado: Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?”.Jesús les respondió: “En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección. Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Porque él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él”.
Pistas de exégesis
La disputa de Jesús con los saduceos está conservada en los tres Evangelio
sinópticos. Mt 22, 23-33 y Mc 12, 18-27 son el pasaje paralelo a Lucas que
leemos hoy en la liturgia dominical.
Jerusalén era el territorio básico de acción de la secta saducea. Difícilmente
se encontraría uno de ellos fuera de la capital y, mucho más difícil, fuera de
la provincia de Judea. En realidad, esto se debe a que formaban más un partido
político que un movimiento religioso. Su origen histórico hay que buscarlo en
el siglo II a.C., en la época de los Macabeos. Primeramente, la secta habría
nacido alrededor del 175 a .C.
con un grupo de sacerdotes opositores al manoseo
que se realizó con el cargo del sumo sacerdote del Templo, comprado por Jasón
al rey Antíoco IV Epífanes. Más adelante, los saduceos se convierten en fieles
seguidores de Juan Hircano, hijo de Simón Macabeo, iniciador de la revuelta que
logró purificar el Templo de ese manoseo.
Juan Hircano, entre el 134-104
a .C., además del sumo sacerdocio, hizo todo lo posible
para ser considerado rey, por ejemplo, acuñando monedas con inscripciones de su
título. Al mismo tiempo que Juan Hircano recibía el apoyo saduceo, los fariseos
se ponían en su contra. El nombre saduceo
deriva de Sadok, sumo sacerdote de la
época de Salomón (cf. 1Rey 2, 35). Los saduceos se consideraban descendientes
de este personaje, reforzados en la profecía de Ezequiel que asegura que los
hijos de Sadok serán los encargados de ministrar frente al mismísimo Yahvé en
el final de los tiempos, dentro del templo escatológico que describe el profeta
(cf. Ez 40, 46; Ez 44, 15). A pesar de esta profecía escatológica, los saduceos
no creían en la resurrección de los muertos ni en la existencia de espíritus o
ángeles (cf. Hch 23, 8). De las Escrituras consideraban sólo como inspirada la
Torá o Pentateuco, los cinco primeros libros; y su interpretación de la misma
es literalista. Al limitar su mirada sobre el más allá, creían que Dios
recompensaba a los seres humanos en vida con las riquezas: los buenos eran
ricos y los malos pobres. Obviamente, todos los saduceos pertenecían a la clase
alta y se designaban como pueblo elegido y bueno.
El caso propuesto por los saduceos a Jesús, seguramente, formaba parte de
los casos clásicos de análisis entre
ellos; e inclusive sería uno de sus famosos argumentos para justificar su no
creencia en la resurrección. Como de costumbre, la respuesta de Jesús excede a
la pregunta y plantea una mirada teológica que absolutiza algunas realidades en
detrimento de otras que se relativizan. En esta escena, lo absoluto es la vida.
Ante cualquier valor que se ponga en juego, para Jesús prima lo vivo, lo
viviente. El primer viviente es Dios mismo, fuente de la existencia, y a partir
de Él, los vivientes son los seres humanos, a quienes se les comunica la vida
divina. Desde esta naturaleza del universo, es imposible que la muerte tenga
una carga limitante al poder de Dios. La muerte no puede vencer a Dios, no
puede derrotarlo. La vida tiene muchísimo más poder que la tumba.
Al final del Evangelio, Lucas demostrará esa tesis con la resurrección de
Jesús, pero mientras tanto, las curaciones y los exorcismos del Maestro son la
muestra anticipada. Curando y exorcizando, Jesús repone la vida, la restituye
al estado pleno querido por Dios. Y por ello, también, la posición radical de
Jesús frente a las riquezas. Si algunos tienen lo que a otros les falta, no hay
justicia y no hay vida plena, entonces no puede ser compatible con Dios la
opulencia. La actitud saducea es, entonces, anti-vida. La aristocracia acomodada
conservadora no promueve los valores asociados a la vida de Dios, sino que
pretende mantener en un estado de muerte y estancamiento a los demás. A fin de
cuentas, no creer en la resurrección es una argucia para darle marco religioso
a la diferencia social. Los saduceos no creen en la resurrección porque no les
conviene; porque si la vida continúa y se plenifica en el encuentro posterior
con Dios, entonces no son buenos los que tienen riquezas en señal de
retribución terrena; aún peor, las riquezas no significan nada y, por no
significarlo, se convierten en pecado para el que las acumula.
El argumento exegético de Jesús se fundamenta en un pasaje del Éxodo (cf.
Ex 3, 6), en el encuentro de Moisés y la zarza ardiente, donde Dios mismo se
revela como el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, tres patriarcas muertos
para la época mosaica. Si Yahvé es el Dios de ellos, supuestamente muertos,
entonces es un Dios de vivos. Si para identificarse, Dios recurre a los
antepasados, y lo hace en forma presente, entonces los antepasados están vivos.
No hay razones para dar por muertos a Abraham, Isaac y Jacob; Dios los nombra
como vivos y tiene sentido que quienes han depositado la vida en sus manos
estén vivos. Por eso Jesús afirma que su Padre no puede ser divinidad de los
muertos o de la muerte; sería anti-lógico. Yahvé es Dios de la vida, y en Él,
los seres humanos son vivientes. Hay otros pasajes de la Escritura que cabrían
mejor en este caso, sin embargo Jesús argumenta con la Torá, única Palabra
reconocida por los saduceos. Más profundamente, diríamos que se trata de
teología en estado puro. Para definir las características de la escatología, el
Maestro recurre a la definición que da Dios de sí mismo, puesto que sólo a
partir de Él se entienden las demás cosas. Todo cobra sentido en Dios porque
Dios es quien da sentido a las cosas, y el sentido proviene de la vida.
Lucas no sabe describirnos cómo es el estado de resurrección. Lo primero
que atina a elaborar es un contrapunto entre los hijos de esta era (según el original griego) que se casan y los hijos de la resurrección que ya no lo
hacen. Aquí ya sabemos que hay diferencias entre un estado y el otro. Respecto
al último estado, la palabra griega que lo describe es isaggelos, un derivado de iso
(similar) y aggelos (ángel). O sea,
un estado angélico, que en definitiva, es hablar de un estado inmaterial no
sujeto a las reglas de este mundo. Como vemos, la única manera de describir la
resurrección es remarcar que se alteran las normas que rigen el funcionamiento
material. Esta alteración va más allá del matrimonio o la unión carnal de un
varón y una mujer; se trata de la desaparición, por ejemplo, de los bienes y
las riquezas. En el estado de resurrección no pueden existir clases ni
poderosos que oprimen a los pobres, porque no hay botín que repartirse.
Pistas hermenéuticas
En la tumba vacía, los varones de vestiduras resplandecientes le hacen una
pregunta clave a las mujeres: “¿Por qué
buscan entre los muertos al que está vivo?” (Lc 24, 5b). ¿Por qué revuelven
las tumbas cuando a Jesús se lo encuentra en la vida celebrada, compartida y
llevada a plenitud? ¿Por qué existe esa manía de creer en un Cristo de
cementerios? A muchos cristianos les cuesta horrores estar alegres, estar de
Pascuas. Pareciera que es mejor la vida sufrida, mostrar el rostro triste,
enumerar las desgracias que nos suceden. Y todo, por supuesto, sería la obra de
Dios que, extrañamente, le encantar ver cómo la pasamos mal.
Lo cierto es que el Padre de Jesús tiene una mirada totalmente distinta
sobre la vida. Él ama la vida y quiere la vida plena para todos sus hijos. Los
hijos de Dios, como se puede leer hoy, son los hijos de la resurrección. No
podemos llamarnos hijos si no
aceptamos la Pascua con todas las consecuencias que conlleva. La resurrección
tiene que ser una actitud cotidiana, una manera de mirar el mundo y de mirar a
los otros. Corremos el riesgo de ser saduceos, de creer que todo acaba aquí y
que no vale la pena comprometerse en un cambio. Corremos el riesgo de mutilar a
Dios en uno de sus bienes más queridos: la vida. Allí se demuestra el
cristianismo.
Cuando un varón o una mujer tienen, y aprovechan, la posibilidad de
potenciarse, proyectarse y plenificarse, la resurrección se hace presente, se
hace sacramento entre nosotros. Cuando la Iglesia mejora la calidad de vida de
alguien, lo acompaña en su desarrollo profesional, le ofrece una comunidad de
contención y le regala el espacio para encontrarse con Dios, se cumple el
propósito de la evangelización. La Buena Noticia del Reino es que Dios nos
quiere plenamente vivos, y que no descansará hasta que alcancemos la plenitud.
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